
Kahindo, una mujer desplazada internamente, recoge grava volcánica para venderla en el campamento de desplazados internos de Lushagala, cerca de Goma.
Idjwi, la isla del Congo sin ley ni gobierno donde ahora viven 35.000 desplazados por la guerrilla del M23
Todas las autoridades civiles, policiales y militares que había en la isla huyeron al conocer el avance de las milicias, abandonando a los ciudadanos a su suerte.
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La isla de Idjwi, inserta en el lago Kivu, supone un capítulo aparte en la guerra que crepita en el este de República Democrática del Congo. Mientras el mundo presta una atención relativa a los acontecimientos en Goma y Bukavu, capitales de Kivu Norte y Kivu Sur, este pedazo de tierra de 285 km2 y con una población aproximada de 100.000 habitantes ha logrado escapar de los grandes titulares. El M23 no ha conquistado la isla. Aquí no hay oro, coltán, cobre o cualquier recurso natural que despierte las avaricias de los hombres. No hay mercenarios extranjeros. Sus habitantes, de escuchar el sonido de las explosiones, lo hacen desde lejos, como un eco, como un recuerdo de un mundo que podría ser, allá en tierra firme.
No hizo falta que la guerra cayera sobre este remanso de paz para que su mierda salpicase, sin embargo. Todas las autoridades civiles, policiales y militares que había en la isla hasta enero de 2025 huyeron al conocer que el M23 avanzaba en dirección a Bukavu, poseídas por un arrebato de cobardía despreciable cuando abandonaron a los pobladores de Idjwi a su propia suerte.
Todas las autoridades civiles, policiales y militares embarcaron a Bukavu y luego siguieron corriendo en dirección al oeste, de manera que ahora es imposible para ellas acceder a Idjwi. Les haría falta atravesar el territorio controlado por el M23, porque la única manera de acceder hoy a la isla desde República Democrática del Congo implica cruzar el territorio controlado por el grupo rebelde. La isla de Idjwi no tiene quien la gobierne desde enero de 2025 y las ambiciones de los hombres ocurren lejos de allí; supongo que eso la convierte en una versión distorsionada del País de Nunca Jamás. Peter Pan no aparece por ningún lugar, pero los niños siguen persiguiendo y toqueteando y bailando en torno a los pocos visitantes que se molestan en atravesar su frontera.

Un niño se encuentra frente a su casa en Sake, ciudad controlada por los rebeldes del M23.
Tampoco puede decirse que la huida de las autoridades haya supuesto ningún cambio real entre sus pobladores. La vida continúa. La lluvia cae igual. La tierra no se trabaja sola. De sol a sol encorvan la espalda los padres de familia, cultivando con el sudor de siempre sus plantaciones de plátanos, café, piñas y guisantes. Los rasguños siguen provocando un escozor desagradable, los jóvenes todavía se enamoran con el desorden que es habitual en su inexperto corazón.
Este refugio llamado Idjwi ha sido en ocasiones anteriores un destino predilecto para los desplazados que provocan los continuos conflictos de la región, y ya en la década de 1990 se contabilizaron 46.000 refugiados ruandeses en la isla. Hoy suena una nueva guerra que viene acompañada por viejas excusas y que ha arrastrado a Idjwi a 35.000 personas desde las áreas de tierra firme comprendidas entre Mukwinja y Kavumu. Familias que aguantaron la guerra durante años y años y años hasta que un día ocurrió algo, lo que fuera, que terminó con su paciencia y que les llevó a abandonar todo lo que poseen porque abandonar todo lo que poseen era un precio razonable a cambio de salvar la vida.
En el caso de Patrick, un hombre de 32 años procedente de Kalehe, sus nervios se quebraron el día que una bomba cayó en su poblado y descuartizó a su mejor amigo. Demelie, de 19 años y natural de Mukwinja, cuenta que el M23 entró en su aldea, violó a las mujeres, raptó a varios niños para llevarles a trabajar en las minas y luego anunció a los aterrorizados lugareños que habían sido liberados de la opresión del Gobierno congoleño. Demelie, sus padres y sus diez hermanos abandonaron Mukwinja al día siguiente, el siete de febrero de 2025.
Cada desplazado en la isla de Idjwi tiene su propia versión sobre cómo se vino su mundo abajo. Ninguna es igual. David sufrió un ataque de pánico durante un combate, corrió sin pensarlo a subirse en una barca con varios soldados congoleños en retirada y pidió que le dejaran en Idjwi. Esto ocurrió el 16 de enero, desde entonces no ha vuelto a saber nada de su familia. No se atreve a regresar porque tiene miedo de que el M23 le reclute y David es un jovencito de ojos dulces y manos pequeñas cuyo sueño es sencillo: ser comerciante, comerciante de lo que sea, aunque sus sueños tienen que esperar.

Mujeres lavan ropa en el río Kihira en Sake, territorio de Masisi, controlado por los rebeldes del M23, cerca de Goma, en el este de la República Democrática del Congo , el 22 de marzo de 2025.
En el lado opuesto de la cuerda de la vida, Banhati, de 53 años y procedente de Kalehe, era funcionario de la Dirección General de Inmigración y huyó con su mujer, hijos y nietos, que hacen un total de 31 personas, por miedo a las represalias que podría tomarse el M23 con un empleado del gobierno. No tiene pensado volver a su casa mientras dure la guerra.
Mientras dure la guerra es el plazo aproximado que calculan los desplazados que se quedarán en Idjwi. Aquí no pueden verse las famosas tiendas de lonas blancas con las letras azules de UNICEF escritas en ellas, ni vehículos de Médicos Sin Fronteras; en definitiva, no puede encontrarse la presencia de ninguna organización humanitaria de envergadura que alivie a los locales la carga de la crisis. Los desplazados viven acogidos en las casas de gente corriente, en cobertizos, graneros, duermen en el suelo una noche tras otra, esperan a que la guerra sempiterna sufra un fallo en su programación que lleve al final deseado. Son 35.000 desplazados que viven como mendigos.
Las enfermedades ya han empezado a hacer efecto entre ellos. La malaria se repite en los labios de los desplazados cuando indican qué dolencias afectan a sus familiares. Siempre es igual. ¿Alguien de tu familia está enfermo? Sí. ¿De qué? Malaria. ¿Cuántos? Uno, dos, tres, cuatro. Algunos tosen con un espasmo espantoso pero no saben decir lo que tienen. Otros se quejan de que el agua del lago les provoca diarrea. Y dicen que necesitan utensilios de cocina, medicinas, mantas, un lugar donde dormir, pero… ¿quién tiende tiempo de escuchar sus súplicas? El mundo está demasiado ocupado matándose entre sí. Es evidente que los pobladores de Idjwi tienen sus propias preocupaciones y sus luchas particulares, igual que no hace falta ser un avezado ingeniero social para entender que los desplazados de Idjwi no podrán ser mantenidos por una población igualmente empobrecida mientras dure la guerra.
Pero no todo es pesimismo. Es requisito indispensable para la luz que exista la oscuridad. Por eso no deja de ser brillante encontrar en una esquina aleatoria de Idjwi, sacos de harina de maíz apilados y donde puede leerse escrito en letras grandes: "Proyecto financiado por la Junta de Castilla y León". Junto al texto, destaca de rojo y negro el escudo con el león y la torre ancestral, que han atravesado el espacio y el tiempo hasta aparecer en República Democrática del Congo. No ha sido el gobierno congoleño que abandonó a los suyos, ni las grandes organizaciones cuyos millones de dólares se diluyen en operaciones de logística, sino un burgalés, Tomás Martínez (fundador de la Asociación Proyecto Rubare), quien ha conseguido llevar esos sacos de harina con la colaboración de la Junta de Castilla y León y el ayuntamiento de Burgos.

Arlette Bashizi
Con una sola harinera ubicada en la ciudad de Goma, Tomás y su equipo han conseguido producir, sólo esta semana, veinte toneladas de harina que se distribuyen en tres zonas. Una parte va dirigida al centro de Rubare de las religiosas de San José de Gerona. Otra, a la sede de los hermanos salesianos en la propia Goma. Y 500 sacos de 25 kilos cada uno irán destinados a otras tantas familias de desplazados de Idjwi. Esto, junto con la caridad de los pobladores de Idjwi, conforma una cara luminosa de la humanidad que debe quedar escrita en un artículo lleno de penas. Mantiene la certeza de que se escuchan las balas y los gritos de dolor al otro lado de la orilla, puede ser, pero que todavía existe un tipo de bondad imperturbable.
Tomás también ha conseguido en las últimas semanas ofrecer una comida diaria a 200 menores desplazados. Una tarea que puede parecer pequeña, si se compara con los 35.000 desplazados que se encuentran en la isla, pero que significa un mundo para los padres de los niños que tienen un plato garantizado. Nunca debe desestimarse el poder que tiene un individuo para hacer el bien.
La guerra trae consigo un huracán de paradojas de este estilo. Henry Miller decía que cada guerra es una destrucción del espíritu humano, pero esto no sería cierto del todo, no puede, no debe. La guerra y sus maldades ponen a prueba a cada individuo por separado y ofrecen, sólo a veces, la oportunidad de volver grande el espíritu de las personas. Mientras el este de República Democrática del Congo sangra y los televisores se inundan de clichés, Idjwi se muestra como la prueba irrefutable de que los congoleños son capaces de cumplir con los gestos más extraordinarios para el común de los mortales. Aunque su gobierno les haya abandonado.