Mientras se imprime esta crónica, a jueves 20 de agosto, ignoramos cómo acabará el enfrentamiento en Bielorrusia entre opositores y partidarios de Alexandr Lukashenko.

Sin embargo, una cosa está clara.

La revuelta de Minsk es la última réplica, treinta años después, del terremoto que provocó la caída del muro de Berlín.

Por eso mismo, lo que está ocurriendo es a la vez conmovedor (la primavera tardía de un pueblo olvidado por las revoluciones antitotalitarias del siglo XX), histórico (es una de las últimas dictaduras en Europa que se recuerdan y cuyos días, pase lo que pase, ya están contados) y resulta terriblemente familiar (un presidente títere intentando volver al conocido y potencialmente trágico escenario que conlleva llamar al hermano mayor ruso).

Antidistubios bielorrusos llegan a la manifestación del pasado 17 de agosto.

Antidistubios bielorrusos llegan a la manifestación del pasado 17 de agosto. EFE

¿Qué podemos decirles entonces a estos cientos de miles de mujeres y hombres unidos para pedir libertad, que se ponen con calma frente a los blindados, los antidisturbios y los policías infiltrados en las calles y las bocas de metro? Bravo. Gracias. Vosotros sois la conciencia, los heraldos y los dignos representantes de la libertad por la que hemos perdido el gusto en nuestras democracias confinadas.

¿Cómo podemos alentar a las iglesias, sindicatos, funcionarios y diplomáticos que han pasado al bando de los manifestantes? ¿Cómo podemos respaldar a los oficiales a los que han grabado arrancándose las insignias y los galones o a quienes escrutaron los votos en las elecciones del 9 de agosto y están comenzando a confesar que los resultados fueron amañados?

¿Y cómo reconfortar a este pueblo unido en su rechazo a la tiranía, que está arriesgándose tanto para romper el último muro soviético aún en pie en los márgenes de Europa? Tendiéndoles la mano fraternalmente, como lo hicimos a principios de 1980 con los obreros polacos de los astilleros de Gdansk.

Recuperando el espíritu de una época que hizo que pudiera escribir casi cada día en Le Matin de Paris, hace cuarenta años, una columna titulada “Todos somos católicos polacos”, que se hacía eco de las protestas de Michel Foucault, Jacques Derrida, André Glucksmann y Jacques Julliard, entre otros. ¡Algunos siguen al pie del cañón! ¡Sus voces no llegan menos lejos que antes! ¡Y los puentes que construimos entonces serían aún más sólidos y útiles en la era de las redes sociales!

De Patocka a Salvini

Por último, ¿cuál es la responsabilidad de la Europa institucional respecto a estos aventureros de la libertad que están resucitando el “No tengas miedo”? Esta vez lo impulsa el líder de la Iglesia católica, apostólica, romana y polaca, pero la aventura podría acabar en terror y sangre según la evaluación que haga el Kremlin con respecto al poder internacional. Europa debe comprender que está sola, reducida a contar solamente con sus propias fuerzas y privada del apoyo de una América republicana que ha roto con la herencia antitotalitaria del presidente Reagan. Debe medir el terrorífico seísmo que ha provocado que hayamos pasado, también en la misma Europa, del espíritu de Jan Patocka y Bronislaw Geremek al de Matteo Salvini, Víktor Orban, Jaroslaw Kaczynski y los artífices del Brexit. Por tanto, debe saber que a ella corresponde respaldar las protestas y ayudar a que se conviertan en una revolución de terciopelo al estilo de Václav Havel en vez de en un baño de sangre donde, como en Praga en 1968, les correspondería a los tanques de Putin restaurar un orden postsoviético.

Bielorrusia es también la segunda patria de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura de 2015 y autora, en concreto, del magnífico Voces de Chernóbil.

Es la del joven Chagall, que se convirtió, hace un siglo, en un efímero pero apasionado comisario de arte.

Es el país de Vítebsk, su ciudad, que, a través de uno de esos milagros de ecología espiritual a los que la región está acostumbrada, tuvo un destino similar al de Lviv, la ciudad de Ucrania occidental donde dos juristas concibieron al mismo tiempo, aunque sin consultarse entre ellos, los conceptos hermanos de “genocidio” y “crimen contra la humanidad”. Fue allí donde no solo trabajó Chagall, sino también El Lissitzky, Kazimir Malévich y el arquitecto Lazar Khidekel. Fue allí, en esa ciudad “triste y llena de humo”, donde en 1920 Eisenstein observó que las paredes de ladrillo rojo estaban cubiertas de círculos verdes, cuadrados anaranjados y rectángulos azules, donde se creó una parte importante del arte contemporáneo.

El alma de Europa

Es, como el resto de Galitzia, una de esas “tierras de sangre” en las que desde hace setenta años los vivos están rodeados de fantasmas; es decir, del recuerdo de cientos de miles de judíos (la mayoría de ellos en Vítebsk...) exterminados y privados de sepultura.

Añadamos a todo esto la valentía de Svetlana Tijanóvskaya al anunciar, desde su exilio forzado en Lituania, que está preparada para gobernar.

La de los millones de manifestantes que con sus banderas, globos multicolores y cadenas humanas desafían contra toda lógica a los tanques.

Añadamos, frente a ellos, las grotescas provocaciones de un dictador que explica que la Constitución “la escribieron hombres” al ver que una mujer encarna la oposición contra él, y que no hay nada que hacer con aquellos que no lo escuchan excepto “ponerles la cabeza en su sitio”.

Como en Georgia en 2008, como en Ucrania en 2014, lo que vive en Bielorrusia es el alma de Europa.