La última vez que hablé con mi abuelo paterno en vida fue para pedirle que me ayudara a vestir de luto. Me planté en su casa con la lengua fuera, "Papademo, ¿puedo coger una corbata negra?", le pregunté en medio grito desde la entrada, "Es que saco ahora a la Virgen del Descendimiento y mi padre no tiene ninguna". Él indicó desde el salón, me abalancé a su armario, agarré la primera que encontré, "Graciaaaaaaaaaaaaas", y Papademo no me escuchó decir otra palabra nunca más. Ni siquiera le vi.

No he vuelto a sacar un trono desde aquel Viernes Santo, pero sí he visto a mi abuelo muchas veces después de muerto. Aparece en sueños, sereno y callado en la misma puerta de su casa, mientras lloro emocionado y le pregunto por la vida. Él no dice nada y sonríe sereno, como un Buda feliz.

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Cuando yo era un niño chico, mi abuelo materno proponía que fuese torero y mi abuela materna, que papa. Me recordaba que, para llegar a cumplir su sueño, tenía que seguir el camino de monaguillo-sacerdote-obispo-arzobispo-cardenal-papa. Yo lo repetía, monaguillo-sacerdote-obispo-arzobispo-cardenal-papa, monaguillo-sacerdote-obispo-arzobispo-cardenal-papa.

Pero ir a misa era un rollo, ni siquiera había hecho todavía la comunión por los regalos y yo quería ser, por ejemplo, futbolista. No me convencía la idea de llegar a santo padre.

— Pero Demito, hoy el papa es MUY MODERNO. Juan Pablo II está todo el día viajando por el mundo, sabe un montón de idiomas, ¡y le encanta esquiar! El papa hace mucho deporte —contraargumentaba mi abuela.

No fue la única persona que vio en aquel niño una incipiente carrera eclesiástica. Nuestro obispo Antonio me dijo en un acto que yo tenía cara de cura, y por un momento me lo planteé con tal de no fallarle. Me sentí especial hasta que Kiko me dijo que a él le había dicho exactamente lo mismo en otra ocasión, y qué posibilidad había de que los dos únicos niños ungidos con cara de cura en toda Málaga se hicieran mejores amigos. Era sospechoso.

En aquel tiempo, yo jugaba en el patio de mi casa campeonatos individuales de fútbol; en los que, cuando Marcos Senna se la pasaba a Riquelme, yo era Marcos Senna y yo era Riquelme. Yo decidía si Forlán metía gol o la paraba Arnau, y siempre acababa ganando el Málaga.

Allí lo del papa futbolista podía tener cierto sentido. Al menos, durante la temporada de Semana Santa, cuando la Champions casera se transformaba en un torneíllo cofrade. La Pollinica, la Esperanza y el Sepulcro arrasaban en sus respectivos grupos-días; mientras que Estudiantes y Gitanos tenían una tierna lucha de clases para alcanzar la final del Lunes Santo contra el Cautivo. La Paloma y El Rico se quedaban en la clasificación del miércoles frente a la todopoderosa Expiración.

Ganaba una u otra hermandad principalmente por la importancia que yo les leía, pero ser guapo también ayudaba. Había en mi casa un archivador con láminas coleccionables distribuidas por el Sur con el rostro de las imágenes cofrades; en las que —por ejemplo— el Cristo del Dulce Nombre parecía un tipo pulcro, y por eso llegaba a su final contra la Pollinica. La Virgen del Rocío era preciosa y goleaba, El Berruguita era un fuego de juego, etcétera.

El Cristo de la Expiración no salía guapo. Parecía tener los ojos ligeramente rojos, la mirada perdida; daba irremediablemente sensación de sufrimiento y estaba condenado a perder el partido bajo el criterio estético de un niño de 8 años. Pero mi padre era uno de sus hombres de trono desde adolescente y pretendía hacer lo propio hasta que yo tuviera edad para sacarlo con él, y eso lo cambiaba todo. 

Igual que creé un lateral derecho calvo de nombre PAPÁ en el Pro Evolution Soccer 6 con media 99, inevitablemente la Expiración tenía que ganar cada año el torneo individual de fútbol entre cofradías del patio de mi casa.

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La mejor Semana Santa de mi vida llegó cuando yo ya no creía. Era 2014: tenía 17 años, pintábamos un mural que decía “En todo amar y servir” en el Campo de la Primera y el obispo tuvo un encuentro con varios centenares de alumnos de centros religiosos en el que por algún motivo comparó el matrimonio gay con el de un anciano con su nieta o el de un hombre con su perro. Sé que fue verdad porque yo estaba allí.

Un compañero de clase (católico) lo compartió en Twitter y se armó la marimorena. Veíamos la noticia en la tele nacional el Viernes de Dolores, durante el cumpleaños de un amigo, cuando la conocí. Ella salía el domingo en la Pollinica y yo le mentí el Lunes Santo diciendo que había reconocido en la procesión sus ojos azules tras un capirote.

Le reenvié un vídeo que alguien compartió en el grupo de Whatsapp de mi familia, en la que los hombres de trono cantaban el Pescador de hombres a la altura de la Tribuna de los Pobres. Nunca pensé que me emocionaría tanto el Señooooor, me has mirado a los ojos / Sonriendo, has dicho mi nombre; pero, de algún modo, empecé a considerarlo propio.

El Miércoles Santo nos colamos en la tribuna para ver la Expiración, y pensé por primera vez en lo elegante que en realidad era el Cristo. Le conté que mi padre no llevaba el trono desde hacía unos años por el dolor de espalda y la edad, pero que seguía siendo el mío. Conocí a algunos de sus amigos yendo a encerrar al Chiquito y el Domingo de Resurrección empezamos a salir.

[Aquella relación no terminó bien; pero los siguientes dos años fui hombre de trono en la Virgen de las Angustias, del Descendimiento, de La Malagueta, casualmente el barrio de otra niña que me gustaba. Lo de ligar mediante la Semana Santa está muy visto, pero supongo que hay verdad en que amar es acompañar una fe ajena]

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Estaba yo con 19 años en esas cuando murió como del rayo mi abuelo paterno.

Pensé en lo simbólico que sería que llevara la misma corbata que él me prestó días antes en su funeral; pero, como cantan en Crazy Ex-Girlfriend, la vida no tiene sentido narrativo. El uso más probable de esa corbata negra sería si volviera a ser hombre de trono de la Virgen de las Angustias.

Mi abuelo era un tótem en la familia, un fuego en torno al que reunirse para contar historias, un hombre al que todos quieren, como le tituló un periodista en los años 70. Recuerdo ver a sus primogénitos abrazarse tras la muerte, mi tía y mi padre, y pienso en aquella canción de VVV y Antifan: ahora la tribu somos tú y yo.

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Fue justamente al cantante de Antifan, Jerva, a quien le preguntaron una vez cuál sería el próximo género musical que lo petaría. Respondió: “La tormenta solar. El futuro es una tormenta solar que va a fundirlo todo y entonces solo nos quedarán bailes tradicionales y músicas étnicas”.

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Alguien escribió que tradición no es la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego. Si pienso en la Semana Santa, siento que una rave es un buen momento para tenerla presente.

El grupo andalusí Califato 3/4 entendió la conexión mejor que nadie. En La Resistencia, explicaron cómo crearon su Crîtto de lâ Nabahâ, donde una marcha de Semana Santa acaba convirtiéndose en un ritmo de electrónica, usando una obra del difunto maestro gaditano Sergio Larrinaga: “Era el mejor para nosotros que había en Andalucía ahora mismo componiendo marchas. Eran breakbeat puro. Las escuchabas, te ponías las gafas y…”, dijo S Curro en el programa, imitando el movimiento de mandíbula y el baile de la música tecno. Y vuelven continuamente a la referencia cofrade: en otro de sus videoclips, para la canción Te quiero y lo çabe, la Carvento adora tanto a la Virgen que finalmente se opera para acabar transformado en ella.

Yung Beef también encumbró una de estas oraciones improbables en su icónico Ready pa morir: "Me estoy cayendo parriba / Mami, dame la bendición / Que aunque no consiga nada / Mami, tuve mucha ambición / La calle está mala / Necesita medicación / Yo no le temía a nada / Pero ahora le temo a perderlo to".

Los Planetas convirtieron esa base en su Islamabad (2017), un larguísimo viaje místico en el que Jota mira al Islam de frente: "Tú sabes perfectamente lo que estoy diciendo / Entiendes perfectamente lo que pretendo / Intentar convencerte es perder el tiempo / A ti lo que te pasa es que tienes miedo a lo que no conoces / Te crees que sabes todo y ninguna persona puede saberlo todo / El hombre llama Dios a todo lo que no conoce / Solo es un concepto humano, solo es un hombre / Solo existe en nuestra cabeza / Es ahí donde tiene la fuerza / Es inútil negar su existencia / Todo el mundo lo tiene en la conciencia".

Y aunque es cierto que el trap ha tenido especial vocación de representación católica, las referencias religiosas están por todas partes en la cultura pop. Puede ser que obedezca más que nada a que, como cantaba Jota, todo el mundo lo tiene en la conciencia. 

Cuando le planteé todo esto al compadre Leo Rama, él me habló de un tema esencial de Franco Battiato, L’ombra della luce (1991) -en español, La sombra de la luz-: "Defiéndeme de las fuerzas contrarias / por la noche, en el sueño, cuando no soy consciente / cuando mi sendero se hace incierto / Y no me abandones nunca… / ¡No me abandones nunca!"

Este ruego tiene un giro interesantísimo en La cura (1996), cuando trasciende de la petición en tercera persona al compromiso en primera: "Te protegeré de los miedos, de las hipocondrías / De los problemas que a partir de hoy encontrarás en tu camino / De las injusticias y los engaños de tu tiempo / De fracasos que por tu naturaleza normalmente atraerás / Te levantaré de las penas y tus cambios de humor / De las obsesiones de tus manías / Superaré las corrientes gravitacionales / El espacio y la luz / Para hacer que no envejezcas / Y sanarás de todas las enfermedades / Porque eres un ser especial / Y yo cuidaré de ti."

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A veces siento como si solo fuéramos lo que fuimos de pequeños y todo lo demás sean arrepentimientos en el lecho de muerte. Me he reencontrado con la sombra de Juan Pablo II en El Rocío, Cracovia, Nagasaki, y todas las veces me he acordado de mi abuela contándome lo buen deportista que era. Durante el Erasmus, me emocioné con mi hermano colombovenezolano Luis viendo al santo padre cantar en 1983 en El Salvador ese mismo Pescador de hombres de aquel Domingo de Ramos.

Tú has venido a la orilla

No has buscado ni a sabios ni a ricos

Tan solo quieres que yo te siga

Y pienso durante un milisegundo en la posibilidad de que no exista Dios y, sin embargo, la Semana Santa sea —como escribiría Manuel Alcántara— una luz que conozco y comprendo.

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Recuerdo sentir también profundidades ante dioses desconocidos. Federico Lanzaco recupera en su libro Cultura japonesa: pensamiento y espiritualidad las inspiradas líneas de un viajero nipón del pasado al llegar a un viejo templo semiperdido en la espesura del bosque:

No sé qué Dios protector está aquí entronizado.

Sin embargo, no puedo menos que llorar

como expresión de mi más profundo agradecimiento.

El gran poeta del periodo Edo, Matsuo Bashō, le puso palabras a esa sensación de peregrino en su Oku no Hosomichi, Sendas de Oku en español, según la traducción del Nobel mexicano Octavio Paz: 

Al visitar muchos lugares cantados en viejos poemas, casi siempre uno se encuentra con que las colinas se han achatado, los ríos han cambiado su curso, los caminos se desvían por otros parajes, las piedras están medio enterradas y se ven pimpollos en lugar de los árboles aquellos antiguos y venerables. El tiempo pasa y pasan las generaciones y nada, ni sus huellas, dura y permanece inmutable. Pero aquí los ojos contemplaban con certeza recuerdos de mil años y llegaba hasta nosotros el pensamiento de los hombres de antaño. Premio de las peregrinaciones… El placer de vivir me hizo olvidar el cansancio del viaje y casi me hizo llorar.

Es lo que enseñó el propio Bashō: “No sigo el camino de los antiguos, busco lo que ellos buscaban”.

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Una de mis conversaciones favoritas sobre la fe la tuvieron el papa Francisco y el periodista Jordi Évole.

— ¿Es un sacrilegio decir que Messi es Dios?

— En teoría es un sacrilegio, no se puede decir. Yo no lo creo, ¿vos lo creés?

— Yo sí.

Évole le respondió con la cara del niño que juega al fútbol solo y el papa le miró con esa expresión de infinita ternura que a veces pone casi sin quererlo.

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Creo en ese entendimiento amplio y personal de la espiritualidad. Creo que hay algo de esto en la Semana Santa malagueña, en el mediterranísimo culto público a las imágenes, en la zarza ardiente que dijo a Moisés: “Soy el Dios de tu padre”. Me gusta que, frente a una Verdad canónica y aspirante a universal —que difícilmente hace más que oprimir o expulsar—, exista un Cristo morenísimo y gitano, una Virgen de los marineros, un protector de cada barrio, santos privados en cada familia.

Hace unos meses, encontramos entre las cosas de mi fallecido abuelo materno dos figuritas de crucificados hechas con alambre y madera, sencillas y grotescas. Me parecieron muy propias de un huérfano de guerra, de un buscavidas que trabajó todo tipo de materiales, de un vecino estoico de Pascual Duarte; vamos, de mi abuelo Juan.

Mientras, mi abuelo Papademo bautizó su casa El Carmen, en honor a mi abuela y a la tradición andaluza, y tenía en el jardín un pequeño altar a la patrona de los marineros, con un letrero: "Carmen, madre de Dios. Carmen, madre de mis hijos. Sentimiento de madre las dos".

Me gusta que quepa la posibilidad de no pensar que exista un Dios total, pero sí tener fe en pequeñas deidades íntimas e intransferibles. Hay minúsculos mortales que se convierten, como diría Omar Montes, en seres de luz.