Yo tenía ya pensada una columna sobre cómo al principio buscaba en Málaga encontrar algo de lo que dejé atrás hace año y pico en Madrid: la vida cultural omnipresente y vibrante, siempre un colega dispuesto a tomar una cerveza para acordarnos de la madre del día que decidimos hacernos periodistas, las oportunidades de sentirse alguien. En el artículo que yo pensaba días antes de volver a la capital del reino esta semana, en realidad ahora los papeles se habían revertido. Ahora de Madrid lo que me interesa es encontrar parte de lo que sobre todo dejo atrás en Andalucía: pasar tiempo con gente a la que quiero genuinamente.

Lo que de verdad importa —la calidad de vida, el factor emocional o la familia— es lo que nos hace quedarnos en Málaga; pero, si queremos tener aquí al joven con inquietudes, no podemos jugar sólo esa carta. A esos motivos para estar en Málaga se le suele añadir habitualmente la oferta cultural o gastronómica, aunque quizás tampoco está ahí la clave. Para que se queden nuestros cerebros jóvenes, no se trata tanto de formar un extraordinario lugar donde consumir, que supongo que tampoco está mal; sino sobre todo de hacer un lugar donde crear.

Agustín Rivera me decía que, comparado con Tokio, Madrid está chupado. Sí, pero no: la capital del reino tiene trampa. Varias veces me ha pasado que creía reconocer a alguien por una calle de, por ejemplo, Chamberí, pero nunca resultaba ser. La soledad de la metrópolis japonesa era más honesta. Madrid cuenta con una especie de frío que pone todo tu destino sobre los hombros y que recuerda a cuando, en los Scouts y con no demasiados años, te enfrentabas por primera vez a estar solo y ser libre. Como en todas las vanguardias, quizá allí es donde se vende más humo, pero también donde hay más ideas. El mejor de los lugares, el peor de los lugares.

Quizás los profesionales de Málaga hagamos bien en tener un ojo puesto en cómo se hacen las cosas en lo nacional, para nutrirnos de ello, y otro puesto en nuestro propio camino. En algunos sectores, como en el periodístico, a poco que se intente hacer localmente un formato con el foco en el valor añadido que ya tiene todo el mundo en Madrid —y que a su vez no es más que eco de lo que se hace en las grandes redacciones globales—, es una revolución. Ya son muchos campos en los que la cercanía a nuestras raíces no es un freno para estar en la vanguardia, sino todo lo contrario. Como cantaban los Pepperoni, benditos sean los que nos llenan de esperanza.

Con todo, a veces siento que los grandes éxitos conceptuales de Málaga han sido o desde la sombra —como esa generación dorada tecnológica que creó todo a pulmón casi desde los ordenadores de su casa— o desde fuera —como ese Picasso afrancesado, o ese Banderas almodovariano y luego hollywoodiense—... pero no desde el propio sistema de Málaga. Puede estar aún por demostrar que nuestra estructura, nuestro establishment, no es una que mira a la gente que lo hace distinto con desconcierto para luego aplaudirles —sin haber entendido nada en el fondo— cuando logran el éxito.

Está por demostrar a los que se fueron que no es verdad que la escalera de Málaga solo sirve de transbordo para ir a otra, ni que haya que rodearla o crear con tus propias manos un ascensor. Si Málaga quiere llegar hasta arriba del todo, no puede solo darse golpes de pecho cuando alguno de sus locales lo consigue: tiene que entender al talento cuando está en proceso, y ser un ecosistema amistoso para ello.

Esta semana en Madrid, alguien a quien quiero me dijo aquello de pez chico en estanque grande o pez grande en estanque chico. Tenía razón: hay que erosionar para agrandar el estanque. No nos pueden hacer elegir entre nuestros padres y nuestro futuro.