El rey Felipe VI durante su discurso sobre la situación en Cataluña.

El rey Felipe VI durante su discurso sobre la situación en Cataluña.

España LOS LIDERAZGOS A EXAMEN

Por qué los españoles ven en el Rey el líder que no ven en Rajoy o Sánchez

La figura de Felipe VI es cada vez más querida en contraste con la crisis de credibilidad que arrastran los partidos.

6 noviembre, 2017 02:40

Las cifras no dejan lugar a dudas: los españoles confían más en Felipe VI que en los líderes de PP, PSOE, Podemos y, menos, Ciudadanos. La explicación quizá tenga algo que ver con la firmeza mostrada por el Rey en su discurso del 3 de octubre. Pero hay más.

No hay político español que hoy lunes no le envidie a Felipe VI sus índices de aprobación ciudadana. Un análisis remolón atribuiría esa nota (un contundente 7,2 sobre 10) a su discurso del 3 de octubre. Y es una obviedad que su bronca a los dos principales partidos políticos españoles, porque de discurso tuvo poco, fue recibida como Coca-Cola en el desierto por unos ciudadanos sedientos de liderazgo y resignados a los ya rutinarios, pero sobre todo contraproducentes, gestos de apaciguamiento de PP y PSOE hacia el nacionalismo catalán.

Pero también es cierto que ya en su primer año de reinado Felipe VI logró pasar del humillante 3,7 con el que abdicó su padre hasta el 4,3. Y que este enero la nota otorgada por los españoles al Rey ya merodeaba el notable: 6,4. Es probable, en definitiva, que buena parte de esas ocho décimas ganadas en menos de un año hayan sido consecuencia de su discurso del 3 de octubre. Pero también lo es que Felipe VI llegó hasta allí a lomos de una ola de popularidad cuyo análisis deja algunas sorpresas.

Al borde de la matrícula de honor

La primera es que la aceptación del Rey alcanza sus máximos entre las mujeres (7,6) y los mayores (9,3) pero es también muy elevada entre los jóvenes (6,5). Aquellos que hablan de una brecha generacional entre millennials y coetáneos de la Transición tienen ahora menos argumentos para la defensa de su cliente. Así que la brecha es más bien la que separa a aquellos que frente a la falta de un liderazgo político fuerte y de un proyecto de país claro, recto y estimulante han optado por lanzarse en brazos del populismo totalitario (como la extrema izquierda y el independentismo) y aquellos que han preferido refugiarse en las instituciones democráticas con mayor apariencia de solidez y permanencia (como la Constitución del 78, el Estado de derecho o el Rey).

La segunda es que Felipe VI anda ya muy cerca de la valoración máxima que en los países occidentales suele concedérsele a sus líderes y que ronda el 8 sobre 10 (aunque George W. Bush rozó en noviembre de 2001 el 90%). Es la nota, por ejemplo, que obtiene el Papa en los países católicos. Barack Obama raramente superó el 60% durante sus dos mandatos y Justin Trudeau se mueve ahora mismo en esos porcentajes. Macron pasó durante los cien primeros días de su mandato de un 62% inicial a un escaso 40%. Nicolas Sarkozy, un duro, se mantuvo sin embargo durante esos cien primeros días por encima del 60%. Quizá a causa de esa percibida dureza, que contrastaba con una generación de líderes mayoritariamente partidarios del poder blando y que parecían rendirse de buenas a primeras al relativismo político y moral sin dar siquiera batalla.

Más felipistas que monárquicos

La tercera sorpresa (menor) es que la alta valoración del Rey se refiere en exclusiva a su figura y no tiene eco en la nota, mucho menor, que obtiene la monarquía. Los españoles somos más felipistas que monárquicos, como durante los treinta y cinco años anteriores fuimos también más juancarlistas que monárquicos.

La cuarta es que la valoración del Rey es muy superior a la de cualquier líder político español. Rivera, el político más valorado por los españoles, ronda el 53%. Mariano Rajoy y Pedro Sánchez rozan el aprobado pero no llegan a él. Nada comparable, en cualquier caso, a las pésimas valoraciones obtenidas por Pablo Iglesias y Alberto Garzón. El primero apenas consigue un 18,1% y el segundo se queda en el 25,7%.

La quinta es que el trabajo del Rey es reconocido hasta por los votantes de Podemos, que en enero le daban una nota de 1 y ahora la elevan hasta el 4. Esos tres puntos de diferencia en sólo diez meses explican en buena parte el abrupto descenso del partido populista en las encuestas y la pésima valoración de Pablo Iglesias no ya entre los votantes de PP, PSOE y Ciudadanos sino entre sus propios seguidores. Iglesias ni siquiera puede conformarse con la idea de que sus votantes son más podemistas que pablistas. Porque la complicidad y el apoyo del líder de Podemos al golpe de Estado ejecutado por el independentismo en Cataluña ha reducido también en casi cinco puntos la intención de voto de su partido. Relegado a la cuarta plaza, Podemos vive ahora un rápido descenso hacia las irrelevantes cifras de voto de la IU de 2000.

La conclusión parece obvia. El descrédito de la política y de los políticos sigue con buena salud en nuestro país aunque no afecta a todos por igual. Pero, sobre todo, se ve amortiguado e incluso revertido cuando los ciudadanos españoles perciben proyecto, liderazgo y firmeza.

Sin proyecto para el futuro

A falta de proyecto para España por parte de nuestra clase política, los ciudadanos han hecho suya la convicción con la que Felipe VI habló el 3 de octubre. Felipe González tuvo un proyecto para España (democratización y Estado del bienestar), Jose María Aznar lo tuvo (ladrillo e ingreso de España en los grandes clubes internacionales) y Zapatero también lo tuvo (ampliación del Estado del bienestar y visibilización de las minorías). Pero ni Rajoy ni Pedro Sánchez parecen tenerlo, el de Rivera se intuye más que se concreta y el de Iglesias es lisa y llanamente totalitario aunque atractivo para una minoría de los españoles. El problema es creer que esa falta de proyecto es la prueba de una falla del sistema y no de un falta de talento coyuntural de nuestros líderes actuales.

Quizá el aparente éxito del populismo durante los últimos años nos ha llevado a creer, y aquí ha de entonar el mea culpa un periodismo más atento a lo inmediato que a la vista general sobre el paisaje, que la era de los grandes líderes políticos había muerto y que el trono de estos había sido ocupado por esa política líquida, emocional, relativista, irracional y manipuladora encarnada por Trump, Le Pen, Sanders, Corbyn o Grillo.

Pero la decadencia acelerada de Podemos, un partido sumiso a las órdenes del millonario comunista Jaume Roures y obcecado en una alianza suicida entre el nacionalismo xenófobo catalán, el paleocomunismo de IU y el arribismo de Ada Colau, es una señal de que el análisis no era correcto. Cuando Podemos nació en 2014 sus discursos, un refrito de las ideas del filósofo marxista argentino Ernesto Laclau, cayeron en terreno fértil gracias a unas cifras de paro por encima del 26% y a su habilidad a la hora de sustituir la vieja dicotomía derecha-izquierda por la más contemporánea distinción entre casta y elite.

La España de 2017 no es la de 2014

Pero las cifras de paro actuales no son las de cuatro años atrás y Podemos llega ya tarde a la segunda fase de su proyecto: la bajada del caballo del populismo. Cuando Syriza abandonó el populismo obligada por la Troika, la coalición de izquierdas griega ya había superado al PASOK. Pero Podemos no ha llegado a superar jamás al PSOE y la alianza de Pedro Sánchez con Rajoy le ha dado al partido socialista, paradójicamente, el aire que necesitaba para dejar atrás a Podemos y su eterna amenaza de sorpasso.

Podemos ha leído mal a España y a los españoles, quizá creyendo que todo el país era Twitter, y los resultados están hoy a la vista. Las recetas que les auparon en 2014 y que funcionaron como placebo contra la crisis económica no sirven en 2017 porque el país se enfrenta ahora a un proyecto desintegrador, insolidario y supremacista y no a una crisis del capitalismo. Los intentos de Podemos de atribuir el desafío catalán a un déficit de democracia, simplemente, no cuelan.

El descredito de la política tiene muchos padres. Quizá el principal de ellos sea la corrupción endémica asociada a un sistema de partidos cuyo funcionamiento interno premia la sumisión, el acatamiento y la mediocridad muy por encima de la meritocracia o el talento. Pero si algo demuestra el sondeo que publica hoy este diario es que los ciudadanos españoles empiezan a desconfiar de aquellos líderes que plantean rocambolescas alianzas antinatura, que luchan por demoler consensos en favor de no se sabe qué proyecto en teoría radicalmente democrático pero que se parece mucho al viejo populismo latinoamericano, o que hacen dejación de funciones endosándole la responsabilidad de resolver los grandes problemas nacionales al poder judicial. Y de ahí la alta valoración del Rey, la muy aceptable de Rivera, la deficiente de Rajoy y Sánchez, y la lamentable de Iglesias y Garzón.