Nadie dijo que transitar desde una economía y una sociedad intensivas en emisiones de CO₂ y consumo de recursos no renovables a otras en la que primen las bajas emisiones y la circularidad iba a ser fácil. Se trata de un problema complejo, con múltiples dimensiones y que, como tal, afecta diferencialmente a distintos estratos y agentes.

Basten como ejemplo de ello las protestas promovidas desde diferentes colectivos que se perciben a sí mismos, objetiva o subjetivamente, como damnificados por los costes del proceso de transición ecológica: agricultores, ganaderos, pescadores o transportistas. Todos ellos han expresado, en mayor o menor medida, su malestar.

Estas muestras de discrepancia y preocupación conviven con la falta de visión y amplitud de miras de algunos líderes políticos que creen que las políticas que es necesario impulsar –y, sin duda, la transición ecológica lo es– se explican por sí mismas. Pero, sobre todo, que creen que, precisamente por ser necesarias, sus costes serán asumidos, si no con agrado, al menos sí con resignación y sin cuestionamiento alguno por parte de los afectados. Un buen ejemplo es la recientemente aprobada Ley de Residuos y Suelos Contaminados.

En términos generales, nadie puede estar en contra de sus objetivos, máxime ante las pruebas evidentes de cansancio y deterioro que muestra el planeta. La cuestión, por tanto, no es esa. Si no cómo se pretenden conseguir esos objetivos. Es ahí donde la inercia de las políticas tradicionales se impone y echa mano de los recursos y soluciones de siempre para hacer frente a un problema tan complejo como inherente al modelo económico y social que entre todos hemos impulsado y construido.

Y lo hace asumiendo que ese es el único camino posible y ninguneando además la estimación de los costes asociados a las medidas que propone y, en consecuencia, de su impacto sobre los sectores afectados, como bien puso de relieve el dictamen previo del Consejo de Estado sobre dicha ley.

Los instrumentos que propone la ley para avanzar en el proceso de descarbonización y la circularidad de los materiales se plantean aislados entre sí, sin ni siquiera realizar el mínimo esfuerzo de creatividad que supone reconducir los ingresos derivados de desincentivar el uso de determinados materiales articulado a través de impuestos hacia incentivos a la innovación que faciliten la transición de quienes deben realizar esos cambios en sus procesos productivos.

Esto les penaliza mientras avanzan hacia un modelo más sostenible y, en última instancia, genera desafección y rechazo, tanto mayor cuando menor es la escala y dimensión de la empresa. Porque su repercusión sobre costes es aún mayor y, en muchos casos, puede comprometer su viabilidad.

Eso por no hablar de la falta de gradualidad en la implementación de las medidas y la necesidad de ajustarlas a una coyuntura singularmente difícil, en la que se suman los impactos derivados de la pandemia a los que la guerra de Ucrania está teniendo sobre la energía y cómo todo ello está repercutiendo sobre la inflación y las estructuras de costes de las empresas.

En este contexto, los costes derivados de las nuevas medidas contenidas en la Ley de Residuos podrían acabar teniendo un impacto sobre la distribución comercial de más de 7.000 millones de euros. Esta cifra para nada despreciable supone un riesgo evidente para la supervivencia de muchas PYMES, pero, también, para el bolsillo de los consumidores en caso de las empresas tengan que repercutir parte de esos costes sobre los precios finales.

Es por ello que resulta aún más difícil de entender el que, si bien nadie con una mínima credibilidad cuestiona la necesidad de avanzar con ambición hacia la neutralidad climática en 2050, no se haga un mayor esfuerzo por consensuar el camino y repartir de forma equitativa los costes de la transición.

Subvencionar la eficiencia productiva para optimizar el uso de los recursos y generar menos residuos tiene costes evidentes para las empresas, pero también externalidades positivas que ameritan el apoyo financiero público. De la misma manera, recurrir a nuevas figuras impositivas para promover un consumo ecológicamente responsable sin distinguir entre estratos de renta y mediante imposición indirecta tiene un componente regresivo que penaliza y genera rechazo entre la población económicamente más vulnerable.

Esas cuestiones son las que dirimen en última instancia el grado de apoyo que la sociedad en su conjunto puede acabar brindando o no a un objetivo deseable en sí mismo. No es sólo una cuestión de pedagogía y generación de conciencia ecologista –o si me apuran, casi de supervivencia como especie–. Es, en última instancia, una cuestión de diseño de políticas públicas.

No puede ser que viviendo ya inmersos en la era de la revolución digital y de los datos, no se analicen ex ante los impactos que la nueva imposición verde u otras medidas similares pueden tener para familias y pequeñas y medianas empresas y no se articulen respuestas ajustadas para atemperar su impacto y redistribuir sus costes.

No se podrá avanzar con éxito en las transiciones ecológica y energética si no se innova en términos de políticas públicas a partir del reconocimiento de que la transición ecológica genera costes a corto plazo, que esos costes no se distribuyen de forma uniforme y que se requieren mecanismos de diálogo –como el nuevo Consejo Ciudadano para el Clima creado en Francia– y de compensación –como el innovador Fondo Social Climático que plantea la Comisión Europea– para aliviarlos.

En definitiva, no habrá políticas buenas, en el mejor sentido del término, si no hay un esfuerzo por adaptarlas a las nuevas realidades para evitar su impacto indiscriminado y si no se construyen sobre el diálogo, la confianza y la colaboración entre decisores políticos, sectores económicos y ciudadanía. Resulta triste a estas alturas tener que hacer una reclamación tan básica, pero nunca está de más cuando lo que nos jugamos es algo tan importante como nuestro propio futuro.

*** Alberto Montero es profesor de Economía en la Universidad de Málaga.