Vivimos instalados en la cultura del fast everything: fast fashion, fast food, fast tech. Todo parece diseñado para durar poco, empujarnos a comprar de nuevo y multiplicar nuestro consumo.
Camisetas que apenas resisten unos lavados, muebles baratos que se tambalean al tercer uso, dispositivos tecnológicos que dejan de funcionar si no se instala la última actualización.
La inmediatez parece confundirse con progreso y lo nuevo se ha convertido en un imperativo cultural. Pero detrás de cada 'estreno' hay un coste oculto: la explotación de recursos naturales finitos, emisiones de carbono y toneladas de residuos que ya no sabemos dónde colocar.
En tecnología lo vemos cada año, con lanzamientos de nuevos dispositivos. Una cámara algo mejorada, una pantalla ligeramente más brillante o una función que apenas cambia la experiencia.
La estrategia no es tanto la falta de innovación, sino la manera en que se nos presenta: como una necesidad inmediata de sustituir lo que aún funciona. Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿de verdad necesitamos sustituir lo que ya tenemos?
El ciclo de usar y tirar tiene consecuencias tangibles. El Ministerio para la Transición Ecológica (MITECO) y el Instituto Nacional de Estadística (INE) registraron en 2023 más de 1,5 millones de toneladas de aparatos eléctricos y electrónicos comercializados en España, pero solo se recuperó un 47%, muy por debajo del 65% que exige la UE.
A escala global, el problema es aún mayor: en 2022 se generaron 62 millones de toneladas de e-waste, un 82% más que en 2010. Apenas el 22% se recicló correctamente, mientras esta basura electrónica crece tres veces más rápido que la doméstica.
¿Y qué ocurre con el resto? Gran parte acaba en vertederos informales, donde se descomponen liberando metales pesados y tóxicos que contaminan suelos, ríos y aire. El resultado es un doble impacto: ambiental, porque degrada ecosistemas enteros, y social, porque son las comunidades más vulnerables quienes cargan con las consecuencias de nuestro consumo acelerado.
Europa encabeza el ranking mundial con 17,6 kilos de basura electrónica por persona al año, y España se sitúa en quinta posición, con 19,6 kilos por habitante, solo por detrás de Alemania, Francia e Italia.
Estrenar sale caro al planeta
Lo que ocurre con la tecnología no es tan distinto de lo que vemos en otras industrias. El fast fashion, por ejemplo, produce cerca de 100 mil millones de prendas al año, y se estima que un camión de ropa termina en un vertedero cada segundo.
Apenas el 1% de todo lo producido llega a reciclarse en nuevas prendas, mientras el resto alimenta desiertos textiles como el de Atacama.
Algo similar pasa con la comida rápida: el sector genera alrededor de 160 millones de toneladas de CO₂ al año y su packaging representa más de un tercio del plástico mundial, la mayoría destinado a un solo uso.
Residuos electrónicos de chatarrería para reciclaje. Istock
En todos los casos, se repite la misma ecuación: productos diseñados para caducar, márgenes comerciales que se sostienen en la sustitución constante y una huella ambiental que nunca se refleja en el precio que pagamos.
En el caso de la tecnología, la obsolescencia programada no siempre es explícita, pero está ahí: en componentes muy complejos de reparar, en repuestos escasos o en actualizaciones de software que dejan fuera a equipos todavía funcionales. Este diseño intencionado de la caducidad convierte la tecnología en un producto de usar y tirar.
La paradoja es que lo que entendemos como progreso en muchos casos es apenas un matiz. La innovación no debería medirse por el número de lanzamientos anuales, sino por la capacidad de crear productos más duraderos, reparables y eficientes.
Porque lo verdaderamente revolucionario hoy no es tener la última novedad en el bolsillo, sino garantizar que la tecnología que ya tenemos funcione el mayor tiempo posible.
Más allá de la obsolescencia
Como consumidores podemos decidir no entrar en la rueda de comprar un reemplazo innecesario. Apostar por alargar la vida útil de nuestros dispositivos, por exigir que se reparen con facilidad y que los repuestos estén disponibles.
Y nuestra responsabilidad como sociedad pasa por reclamar a empresas e instituciones que impulsen un marco regulatorio que premie la circularidad y frene el derroche.
No se trata de frenar la innovación, sino de redefinirla. De pasar de la carrera por 'lo nuevo' a la apuesta por 'lo consciente'. Dejar de lado la lógica de la obsolescencia para abrazar la lógica de la permanencia.
Porque el futuro de la tecnología no puede construirse sobre una montaña creciente de residuos, sino sobre un modelo que priorice el valor, la eficiencia y la responsabilidad.
Quizá lo más inteligente que podamos hacer este año no sea comprar el último lanzamiento, sino prolongar la vida de lo que ya tenemos entre las manos.