Navalcán es un pueblo singular. Aunque pertenece a la comarca de Talavera cuando se mira hacia su folclore, a sus costumbres, a sus tradiciones, aparecen rasgos extremeños y abulenses además de algunos de difícil clasificación con el entorno geográfico. Los navalqueños llevan a gala ser diferentes y ponen empeño en seguir siéndolo. No le extraña a uno que en los años cincuenta Inge Morath, la fotógrafa austriaca casada luego con Arthur Miller, quedara fascinada por sus gentes y sus costumbres y las retratara como quien se acerca a algo inédito y sorprendente.

En Navalcán puede ocurrir cualquier cosa, por eso no le extraña a uno que en estos días olímpicos Navalcán sorprenda al mundo con una medallista y un diploma olímpico. A Pili Peña, jugadora de waterpolo en la selección nacional desde hace años se le ha añadido Diego García, otro de esos navalqueños hijo o nieto de la diáspora, que aún sienten el pueblo de sus padres o de sus abuelos como el suyo propio. En estos días de agosto, a pesar de la pandemia por unos días los pueblos que sufrieron el éxodo rural viven la ilusión de un movimiento pendular de vuelta a los orígenes y en pueblos como Navalcán, se descubren hijos y nietos que son figuras en el deporte o triunfan en otros ámbitos de la vida.

Pero lo de los navalqueños olímpicos no deja de ser otra de esas rarezas y peculiaridades que tan bien acertó a ver la cámara de Inge Morath, porque si es difícil que España gane medallas o simplemente tenga finalistas olímpicos, mucho más difícil es que tres de la diecisiete totales pertenezcan a gente que tiene sus orígenes en comarcas deprimidas como La Jara, Talavera o el mismo Navalcán, quizás como esa manera de redención social que el deporte otorga a aquellos que además de talento y cualidades atesoran la virtud de la constancia y de la fe en sí mismos.

La cara bonita del deporte es la que vemos estos días en los triunfadores de las olimpiadas. La que no vemos es la del sacrificio, la perseverancia, la  disciplina y la exigencia y la autocrítica que desgraciadamente no abundan en la vida ordinaria. Pocos están dispuestos a pagar el precio que supone renunciar a tantas cosas apetecibles propias de la edad en plena juventud.

Uno hoy, como cada día veintidós de diciembre, se alegra de que el gordo haya caído en casa de los humildes, aunque piense  también, que en este caso, en el de los hijos y los nietos del gran éxodo, la suerte es el factor que menos ha tenido que ver  con su éxito.