He contado mis años y las cuentas son claras: me queda menos tiempo por vivir que el que ya he vivido. Este descubrimiento, lejos de ser amargo, tiene el sabor de las revelaciones importantes, de esas que llegan cuando el alma ha caminado lo suficiente como para saber que no todo es eterno, pero que cada instante puede ser infinito. Llegar a los 50 no es un acto banal; es una puerta que se abre de par en par, invitándonos a mirar atrás y a contemplar el camino recorrido con ojos nuevos, como quien encuentra belleza en las grietas de un viejo jarrón.

El balance es inevitable. Una se pregunta si ha alcanzado las metas que alguna vez dibujó con trazos ansiosos en la juventud, si los sueños han encontrado tierra fértil o si aún hay semillas esperando su momento. En esta etapa de la vida, aprendemos a convivir con las luces y sombras de nuestra historia, y es entonces cuando redefinimos el éxito: no como una meta en la cima de una montaña lejana, sino como esa brisa suave que acaricia el rostro mientras avanzamos.

A los 50, una se parece mucho a ese niño que, con un paquete de golosinas en las manos, devoraba los primeros caramelos con ansia, como si fueran infinitos. Ahora, al advertir que quedan pocos, los saborea con una lentitud reverencial, consciente del privilegio de cada bocado. Así es la madurez: un tiempo en el que los sabores se intensifican y el alma aprende a agradecer lo que antes daba por hecho. Dejamos de mirar al espejo con juicio severo y aprendemos a aceptar las marcas que el tiempo dibuja sobre nuestra piel. Esas líneas, lejos de ser imperfecciones, son la caligrafía de la vida escribiéndose en nosotros.

No es extraño que en este punto repitamos, con cierta mezcla de alivio y firmeza: “Ya no tengo tiempo para personas absurdas”. Porque, ¿quién tiene prisa para perderse en lo trivial? El alma, que sabe que los días no son infinitos, nos empuja a buscar lo esencial, a caminar ligeros, dejando atrás el peso muerto de las máscaras y los juicios ajenos. No hay tiempo para dramas inútiles, para discusiones que se disuelven como humo. Ahora queremos vida verdadera, encuentros que dejen huella y momentos que valgan la pena recordar.

Sin embargo, junto con esta urgencia por vivir, llega la nostalgia, esa compañera fiel de la madurez. Recordamos con ternura la juventud, las personas que iluminaron nuestros días y los instantes que parecían insignificantes pero que ahora brillan con el oro de los recuerdos. La melancolía también asoma, con su susurro suave, haciéndonos pensar en lo que pudo haber sido, en las oportunidades que dejamos escapar. Pero la nostalgia, lejos de ser un ancla, se convierte en un faro que nos guía hacia lo que realmente importa: el presente.

Renacemos a los 50, como quien se quita un abrigo pesado en primavera. Nos rodeamos de personas luminosas, esas que saben reír de sus errores, que no necesitan inflarse con sus triunfos para sentirse grandes,y que enfrentan la vida con dignidad y valentía. Dejamos atrás lo que ya no nutre el alma y decidimos, con determinación, perseguir los sueños que alguna vez guardamos en un cajón. Aprender, viajar, crear, amar: todo tiene ahora una urgencia serena, como si cada paso estuviera lleno de propósito.

A esta edad, la vida nos enseña que el orgullo no es altivez, sino la capacidad de mirar hacia atrás y reconocer con gratitud lo que hemos construido. Es en este momento cuando comprendemos que el impacto que hemos tenido en quienes nos rodean es el verdadero legado. Nos volvemos protectores de la dignidad humana, caminantes de la verdad y la honestidad. Hay una satisfacción profunda en saber que hemos vivido con integridad, que hemos amado y que hemos dejado nuestra huella, por pequeña que sea.

Las ausencias también pesan, pero no con la tristeza de la pérdida, sino con la dulzura de los recuerdos que nos acompañan como un manto en los días fríos. Sentimos la necesidad de reconectar, de fortalecer los lazos que el tiempo y las circunstancias han aflojado. Buscamos la calidad en las relaciones, esas que nutren el alma y no se desgastan con las superficialidades. Queremos momentos que sean refugios, no espejismos.

Sí, mi alma tiene prisa. Prisa por vivir con la intensidad que solo la madurez puede regalar. Prisa por disfrutar cada caramelo que me queda en la bolsa, consciente de que los próximos serán los más dulces, porque serán los últimos. No estoy dispuesta a perderme ninguno. Y como dice un gran amigo: “la vida esclaviza, un poquito; los hijos esclavizan otro poquito; el trabajo, de igual modo; la ausencia del bienestar deseado, otra brizna; el no ver a los amigos otro tanto, en fin, la libertad absoluta es la prima hermana del amor: una quimera que perseguir… y que a veces se acaricia… un poquito”

Y yo añadiría, se comienza a saber acariciar cuando entra la prisa de vivir a partir de los 50.