Inicio con este una nueva serie de artículos adscribibles al subgénero periodístico que ciertos especialistas han dado en llamar Columnismo Lingüístico (no crean, tiene su sigla y todo: CL; por eso he dotado de iniciales mayúsculas a las dos voces que integran la denominación), y a sus manifestaciones concretas Columnas Sobre la Lengua (que también la tienen: CSL; y así sucesivamente: en una publicación especializada encuentro CSLM para denominar abreviadamente las que tratan sobre la Mujer y su relación con el lenguaje; lo del “siglo de siglas” era una broma al lado de este).

Naturalmente, la palabra columna tiene ahí, y en sus derivados columnismo, columnista, el significado que el diccionario académico define así: “En una publicación periódica, artículo de un colaborador o redactor que aparece de forma regular y frecuente en un espacio fijo”.

Algunos cultivadores del subgénero han bautizado la serie de sus colaboraciones con un título común. A bote pronto, el que más lectores rememorarán será el que llevaban los artículos de Fernando Lázaro Carreter, “El dardo en la palabra”, desde 1975 en adelante.

Antes o después de aquellos –indicaré fechas de arranque–, los de Julio Casares, Ramón Carnicer o Luis Calvo (“El Brocense”), entre otros, salieron, respectivamente, bajo los rótulos “Cosas del lenguaje” (1940), “Sobre el lenguaje” (1966) y “Diálogo de la lengua” (1980). Hoy están vivas la serie “Letra pequeña” de Magí Camps, desde 2005, y “La punta de la lengua” de mi amigo Álex Grijelmo, que arrancó en 2013.

Una relación exhaustiva de columnas y columnistas se hallará en el valioso volumen colectivo El columnismo lingüístico en España desde 1940 (2019) del que es editora Carmen Marimón Llorca. En libro más reciente esta misma autora señala como novedad del siglo actual la aparición y desarrollo del columnismo lingüístico a cargo de mujeres (como Lola Pons o Elena Álvarez Mellado).

Para esta columna 'tomaré' una 'palabra', o algunas palabras, o algún aspecto de nuestro idioma, y los escrutaré como mejor pueda

Como se ve, autores como Camps y Grijelmo han optado por marbetes que implican un cierto juego con las palabras, toda vez que se sirven de expresiones fijas que, reaprovechadas para su nueva función rotuladora, encierran una doble lectura, como haciendo un guiño cómplice a quien lee: letra pequeña tiene un valor específico cuando hablamos de un contrato, la punta de la lengua nos remite inmediatamente a la locución verbal tener (algo) en la punta de la lengua.

Otro tanto hizo un servidor con las entregas que durante un par de años denominó “Medir las palabras”. Esta expresión vale, según el diccionario de la Academia , “hablar con cuidado para no decir sino lo que convenga”; a lo que se superponía, claro, una posible interpretación literal: medir las palabras implicaría examinarlas con atención semejante a la de un entomólogo con los insectos o un paleontólogo con los fósiles, quienes no dejarán de anotar sus medidas para incorporarlas a su descripción y estudio.

Se le van agotando a uno las posibilidades, y ha de estrujarse el magín para dar con un título que cumpla los requisitos de mínimamente ingenioso y de (aún) no pillado.

Me quedo con el que figura arriba: “Tomar la palabra”. Es ‘empezar a hablar’, desde luego, y también ‘considerar lo dicho por alguien como un ofrecimiento formal cuyo cumplimiento puede serle exigido’ (Te tomo la palabra).

Reciclado para la ocasión, en las entregas que para esta página escriba tomaré una palabra, o algunas palabras, o algún aspecto de nuestro idioma, y los escrutaré como mejor pueda.

Eso sí, y para que el lector no se llame a engaño: es mi propósito no lanzar dardos contra nada ni nadie.

No todo vale, bien lo sé. Como también sé, y es lo que me atrae, que todo merece ser analizado, explicado, comentado, eventualmente disculpado. Uno es comprensivo. Y se siente más entomólogo y paleontólogo que dómine con palmeta.