"Lo más triste es que cuando los índices de citas estén disponibles se aplicarán a la evaluación de personal —nos guste o no—, sea moralmente correcto o incorrecto, o incluso sean o no una herramienta adecuada para ese fin", le escribía el premio Nobel de medicina Joshua Lederberg a Eugene Garfield en 1965. Garfield había fundado unos años antes el Institute for Scientific Information en Filadelfia con el objetivo de vender información bibliográfica a científicos y universidades en Estados Unidos. La innovación principal de esta empresa consistía en utilizar un método conocido como el ‘índice de citas’: una base de datos masiva de quién citaba a quién en publicaciones académicas.

Originalmente, el índice de citas había sido concebido para gestionar el exceso de información en el derecho anglosajón donde la cantidad de precedentes se acumulaba sin fin. Por medio de este instrumento era posible rastrear el uso de referencias bibliográficas en la vastísima literatura legal. Sin embargo, ante la creciente inversión del estado en proyectos científicos y la presión por auditar la calidad de las investigaciones financiadas con dinero público, Garfield y sus colaboradores se dieron cuenta de que esta tecnología podía servir para evaluar el conocimiento científico. Bastaba con contar el número de veces que un artículo había sido citado para establecer su relevancia. Se lograba así, por primera vez, una medida cuantitativa del impacto científico.

En los últimos meses se han multiplicado los escándalos de corrupción en el mundo académico poniendo de manifiesto que lo que empezó como un proyecto para incrementar la transparencia va camino de convertirse en una práctica sistemática de ofuscación. A principios de octubre se destapaba el caso de una megafábrica de artículos fraudulentos dirigida por un investigador indio que involucraba a varios científicos de universidades españolas. En abril conocíamos el caso de las universidades de Arabia Saudí que pagan a científicos que puntúan alto en los rankings internacionales (once de ellos españoles) para que firmen sus artículos como si trabajaran en sus universidades.

Lo que entendemos por relevancia, calidad y valor ahora está determinado por el número de 'me gusta' y de seguidores

Aunque se originó en la esfera académica, variaciones del índice de citas se utilizan hoy en muchas instancias del mundo digital. Los fundadores de Google, Larry Page y Sergei Brin, fueron los primeros en adoptarlo para diseñar el algoritmo de su motor de búsqueda. Hoy, estos índices utilizan todo tipo de métricas de participación como los ‘me gusta’, retweets, número de descargas o seguidores. En el proceso hemos redefinido lo que entendemos por relevancia, calidad, éxito y valor. Los efectos de esta obsesión métrica se asocian con la producción y promoción de contenido que cada vez tiende a ser más extremo. Esta semana varios estados de los Estados Unidos han interpuesto una demanda a Meta por los efectos negativos entre adolescentes que tiene esta forma de organizar el contenido digital.

A medida que descargamos nuestras memorias individuales y colectivas en bases de datos, nuestras formas de recordar (es decir, nuestras identidades) son mediadas por tecnologías como el índice de citas. Aquello que intuía con claridad el Nobel Joshua Lederberg y ha terminado por confirmarse es que esta forma de evaluación permanente transformaría profundamente el conocimiento científico. Pero lo que no podía saber entonces era que la práctica totalidad de nuestra experiencia iba a quedar comprometida por esta discreta tecnología.

Xavier Nueno es autor de El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información (Siruela, 2023) e investigador en el laboratorio de Historia y Teoría de la Arquitectura, Tecnología y Medios de la Escuela Politécnica Federal de Lausanne.