“La cosa está muy mal”, suele ser queja común y, dicho sea de paso, bastante imprecisa. Sirve para iniciar uno de esos debates informales que casi siempre acaban “arreglando el mundo”, pero dejándolo como está. En esas “charlas de café”, como las llamaba don Santiago Ramón y Cajal, se utiliza la palabra “cosa” en su significado más vago e impreciso, refiriéndose a nada en concreto y a todo en general.

Para formalizar la cuestión, a la “cosa” hay que añadirle un adjetivo que la precise y especifique. En este caso, el más adecuado es el que utilizaban los antiguos romanos para referirse a eso que nos concierne a todos, que tiene que ver con el bien común, con nuestra forma de vivir juntos: ellos añadían al sustantivo “res” el adjetivo “publicus”, con lo que obtenían la palabra “res publica”, a saber, la cosa pública. Por su parte, los griegos la llamaban “polis”, de donde procede la palabra política, es decir, la actividad que consiste en ocuparse de los asuntos de la ciudad.

Tenemos que salvar la ciudad de la corrupción, del amiguismo, del individualismo, de la avidez de poder, del conformismo...

Ahora, sí. Precisado el concepto, podemos abrir debate, porque realmente “la cosa pública está muy mal”. No hacen falta grandes análisis para percatarnos de que lo común está en peligro y que urge salvar la ciudad. Tenemos que salvarla de la corrupción, del amiguismo, del individualismo, del univocismo, de la avidez de poder, del conformismo, de la entronización del partidismo…, en fin, de ese idiotismo que, como indica el sentido etimológico de la palabra, nos hace preocuparnos de los asuntos privados y desatender lo público.

Quizá el problema sea que hemos dejado la ciudad, la “polis”, en manos de los políticos, y los ciudadanos nos hemos conformado con ser convidados de piedra. Algo tendremos que hacer aparte de quejarnos. La ciudad somos todos y solo la salvaremos entre todos. ¿Cómo? Siendo mejores ciudadanos. Para ello, empecemos por cultivar algunas pequeñas virtudes como estas:

Necesitamos la confianza, que es la virtud política por antonomasia. Y lo es en lo que tiene de fe compartida, en ese poder confiar los unos en los otros. Sin confianza no es posible vivir juntos ni proyectar un futuro común.

Por su parte, la honestidad reclama el protagonismo que parece haber perdido en nuestros días en aras de la eficacia. Ser honesto no tiene buena prensa, porque es una virtud invisible; pero resulta imprescindible.

Sin respeto no hay ciudad. Ocupa el espacio donde debería estar el amor. No podemos amar a todos nuestros conciudadanos, pero sí respetarlos. Eso significa que cuando actuemos debemos seguir el imperativo: “Obra siempre de modo que tu acción respete a los demás”.

El respeto recíproco es tolerancia. Ella nos saca del individualismo sin llegar a sacarnos de nosotros mismos, porque no tenemos que dejar de ser lo que somos para dejar que los demás sean lo que son. La tolerancia nos hace capaces de conjugar las diferencias.

El bien compartido es mejor, más sólido. Pues bien, la virtud que nos hace ser “sólidos” con los demás se llama solidaridad. Ella nos hace capaces de sacrificar parte de nuestro bien por el bien común, nos hace soldarnos con nuestros conciudadanos para ser más fuertes.

La convivencia también nos exige urbanidad (o civismo). Es la virtud propia de los que viven en la urbe, en la ciudad, la de los que comparten un espacio común. Va más allá de la cortesía o la buena educación, pues reclama de cada uno el cuidado de lo que es de todos.

Parafraseando a Platón, podríamos decir que no acabarán los males de la ciudad hasta que no cultivemos estas virtudes mínimas, porque la ciudad no depende tanto del PIB, del Producto Interior Bruto, como del PIV, del Producto Interior Virtuoso.