Cazador de fulgores y destellos, Zurbarán lo pintaba todo desde dentro. Vermeer, como Isabel Guerra, sangraba buscando la luz. Las llamas de la incertidumbre se convertían en la ardentía de Rembrandt. Cuando la fotografía desafió a las artes plásticas, se revuelve el siglo XX y se produce la fascinación del abismo, el viento espoleado sobre la hierba, la gloria de los escombros.

Es el arte hecho trizas de Aron Gabor, la estética vital en el umbral de la ceguera del New Art norteamericano, el aliento lúdico de Bragg, las máscaras escarnecidas de Yong-lin Cho, el lupanar de la comercialización, la sensualidad de Ana Laura Aláez, los cuerpos yacentes de Tunick, la cara virgen de Sicilia. Y Tunga, que arroja cabezas de mujer al mar para plantar sirenas.

Como afirmó Cirlot, la literaturización embrida las artes del siglo XX. Se pinta según los críticos dictadores aseguran que se debe pintar. Cuando Vasili Kandinsky publica Punkt und Linie zu Fläche, trazando las líneas liminares del arte abstracto, los movimientos respondían en gran parte a la esquematización y la síntesis, bajo el dominador común del simbolismo. Van Gogh se desazonaba al decir: “Yo quisiera pintar a los seres con un no sé qué de eterno”.

Surge el expresionismo desde la violencia en la obra de Rouault y en la angustia de Kokoschka. Vlaminck eriza la Escuela Chatou que se desangra hasta “conseguir un máximo de intensidad en el color”. En su estudio, el inmenso Picasso vio algunas esculturas de la Negritud, se zafó del impresionismo y descoyuntó desde el cubismo el arte pictórico moderno.

Henri Matisse trató de superarle con la proyección universal del fauvismo. Braque, Gleizes, Leger y Gris pintan seducidos por la genialidad de Picasso y lo mismo ocurre con los escultores, Brancusi, Gargallo y Jean Arp. La arquitectura se instala en el funcionalismo.

Isabel Guerra, que pinta la luz, que persigue al Amado, como San Juan de la Cruz, que se enfrenta al silencio y lo convierte en música callada, en soledad sonora

Triunfa la Bauhaus, la escuela de Walter Gropius, y Adolf Loos afirma: “La ornamentación es un crimen “. Van der Rohe, Le Corbusier y Wright se suman a la infinita sensación de la belleza y la angustia. Y en cierta manera también Gaudí que pensaba en piedra y hierro, y en inmensidad.

La música deriva hacia el dodecafonismo y el atonalismo con Webern, Krenek y Alban Berg y regresa al primitivismo con Ellington, Gershwin y el ragtime de Stravinski. El tsunami del surrealismo lo arrolla todo. Dalí, Magritte, Max Ernst, Tanguy, Frida Kahlo, Remedios Varo y Maruja Mallo se instalan en la celebridad provocada.

Triunfa el futurismo de Marinetti: “Un automóvil rugiente que parece correr como la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”. Y Maiakovski añade: “En lugar de creación, en el corazón electricidad”. Estamos ya en la España de Tàpies, Oteiza, Chillida, Chirino, Ferrant y la zozobra del grupo El Paso con Saura, Millares, Canogar, Feito, Rivera, Viola...

El arte, hoy, con las instalaciones y las últimas tendencias, es la provocación, es el despeñadero, es la alucinación, es la genialidad, la estridencia, el orco turbador, el horro de Chiharu Shiota, el ojo de Marina Kappos, el sexo agresivo y la desnudez ambigua de Liliana Moro, las fotos heridas, holladas de Susy Gómez... Es la piedra y el fuego de Kounellis, las espirales de Merz, y sus laberintos, el humor y la mierda de Manzoni, la Merda d’artista.

En 1948 Wyeth triunfa con El mundo de Cristina y se produce una nueva vanguardia: la del realismo que en España arrolla con la genialidad de Antonio López, con Naranjo, con la melancolía de Ana Muñoz, con el genio tenaz de Revello de Toro.

Y de Isabel Guerra, que pinta la luz, que persigue al Amado, como San Juan de la Cruz, que se enfrenta al silencio y lo convierte en música callada, en soledad sonora; que supera la dictadura de los críticos y que consigue colas inacabables para contemplar sus cuadros. Y que asombra ahora con su exposición El fluir del tiempo en la Serrería Belga.

Con alguna concesión al impresionismo y a la abstracción, Isabel Guerra hace definitiva la expresión realista para reafirmarse en la luz de la aurora, en el resplandor de un pincel que le brota del alma para iluminar la vida.

No se arrepentirá, en fin, el espectador que se adentre en su nueva exposición porque, como ha escrito Marta Rivera de la Cruz, podrá disfrutar “de la obra de una pintora moderna y tradicional a la vez, poseedora de un mundo propio y original que lanza a través del arte un mensaje de esperanza”.