El poeta regresa a los paisajes de su infancia, a los caminos que se adentraban en los pinares, a los que vuelven inútiles las sombras de sus pasos. Empezó a escribir entonces sus primeros versos y llenó varios cuadernos mudos, entristecidas hojas temblorosas porque aquellos poemas liminares eran anónimos. Creía, sin embargo, en el mundo de las palabras nuevas, en el amanecer de los acosos sentimentales.

El poeta, José Manuel Lucía Megías, primer cervantista de la España actual, sabe que no hay tiempo perdido en el amanecer del encuentro. “Tuvimos que abrazarnos con la torpeza de dos cuerpos asombrados mientras los brazos descubrían la perfección de la circunferencia”, escribe en el estallido de la pasión en vilo, aguja incandescente del amor oscuro. Se instaló luego en el calor “de tu cuerpo ausente”, abrazado a la negación porque así todo vuelve a tener sentido.

Siempre el mismo polvo, siempre la misma ausencia… pero siempre, también siempre, llega el fin. Se evanece el amor y no pasa nada. Solo queda el recuerdo de aquellos cuadernos que significaban la victoria en el bolsillo marrón de su pobreza. Grana entonces el temor y el temblor en los poemas de este libro El fin es solo un accidente (Verbum) y convierte las cuatro paredes del cuarto del poeta en un laboratorio de soledades y de versos.

Desde una fotografía falsa le miran sus abuelos y eso le retorna al silencio del olvido. Pero las olas le esperan al final del sendero para volver a escribir la palabra inacabable del agua. Es el color de la mirada y las caricias del amor que como en Federico le enturbia la garganta porque otra vez vendrá y mil la luz de enero, porque entre “lo que me quieres y te quiero, aire de estrellas y temblor de planta, espesura de anémonas levanta con oscuro gemir un año entero”.

La distancia del tiempo y del espacio niega los besos al poeta en la inevitable sombra que se vuelve vertical en la cabeza. José Manuel Lucía se yergue ante el precipicio de la muerte, de la vasta y vaga y necesaria muerte del poema de Borges. Cuando todo acabe, el amor dejará de estar perdido en los gestos cotidianos y se reflejará en las olas de su vida poética, devolviendo al náufrago la esperanza, aunque le aprieten los versos de la adolescencia cuando escribe que “no era fácil tener quince años y que te gustara la poesía; no era fácil tener quince años y que te gustaran los hombres”.

El poeta se levanta de su futuro imperfecto y se cruza por un segundo con él mismo. Está harto de sentir cómo en el siglo XXI se cierran las mismas puertas de tantos Lopes envidiosos ante la inmensidad de Cervantes, de tantos cuadernos vacíos, de tanto respirar sin memoria. De tanto sentir y escuchar cómo crece la muerte en la sangre.

No olvidaré nunca –escribí hace cuatro años– el poema de José Manuel Lucía sobre la Puta Vieja, uno de los más conmovedores que he leído a lo largo de mi dilatada vida profesional: “Soy puta. Soy vieja. Soy una puta vieja que ha perdido hace tiempo la cuenta de las sombras con las que me he acostado, las camas en que me he dejado la espalda y las sábanas que se han confundido con mi piel comprada de serpiente… pero nadie, nunca, me ha dicho te quiero, nunca mis oídos escucharon tales palabras y nunca, a nadie, yo se las he dicho”.

Pensó el poeta que podría comenzar una estirpe, una herencia que diera continuidad a sus versos, porque nunca abandonará la sabiduría de los vientos ni la lectura de las nubes al atardecer, sin perderse en el vuelo de las aves en medio de la tarde, que entiende el silencio y lo acompaña en la tormenta, porque todo tiene un principio, porque el fin del amor es solo un accidente. El poeta sabe que un adjetivo puede cambiar el universo y que el verso es capaz de traspasar el alma, aunque la vida desaparezca en el océano del olvido.