Image: Lecturas de verano

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Primera palabra

Lecturas de verano

18 julio, 2014 00:00

Nadie discute la sabiduría literaria de Francisco Rodríguez Adrados. Desde Gilgamés y su influencia en Homero hasta las vanguardias del siglo XXI nada escapa al conocimiento del académico ni a la sagacidad de su análisis crítico. Dediqué en su día sendos artículos en esta página a El reloj de la Historia y a El río de la literatura. Ahora el profesor Adrados nos ofrece dos nuevos libros: De Historia, Política y Sociedad y De Lengua española, Humanidades y Enseñanza, en los que recoge sus artículos periodísticos de los últimos veinte años. He releído con asombro esos artículos que enaltecen al gran periodismo. Respaldado por un formidable arsenal de cultura, Francisco Rodríguez Adrados ha derramado en el periódico sabiduría y sentido de la actualidad.

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No puedo ocultar mi predilección por Juan Cruz, a pesar de su gran fallo al no haber escrito en los periódicos que yo dirigí. Sé que está avergonzado por esta circunstancia. Hay que reconocer en todo caso que resulta difícil entender el fondo de los movimientos literarios iberoamericanos de los últimos cincuenta años sin leer al hombre que ha estado siempre en contacto con los grandes nombres de las letras, que ha contado con la estima de los escritores cimeros y que nunca cayó en la lisonja porque siempre ha escrito desde la independencia. Especies en extinción es un libro de obligada lectura. Asegura Juan Cruz que se trata de las memorias de un periodista que fue editor. Pues bueno. Juan Cruz es a ciento por ciento periodista, apenas ensombrecido por la sombra del editor. El autor ha agavillado escritos para narrar sus experiencias vitales no solo en el diario El País sino en la ancha vida literaria. Brilla la claridad de su escritura, su generosidad en el juicio, su objetividad al analizar acontecimientos y personajes.

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La Fundación Banco Santander, que con tanto pulso preside Antonio Escámez, ha publicado, en su colección Obra Fundamental, diversos escritos de Eduardo Zamacois condensados en un libro -Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas- al cuidado de Lola Martínez de Albornoz y Francisco Javier Expósito como responsable literario. Gonzalo Santonja ha prologado el libro desde la seriedad literaria con que siempre aborda sus análisis. Santonja robustece su crédito intelectual año tras año. Zamacois habla de Unamuno, de Valle, de Baroja, de Blasco Ibáñez y por su epistolario de 1938 a 1971 desfilan los personajes políticos y literarios de toda una época desde Negrín a Umbral. Apena comprobar que el género epistolar, tan fecundo tiempo atrás, ha sido materialmente desterrado por los sms y los e-mail.

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Daniel Múgica es un novelista que enardece. Tiene una extraordinaria capacidad de fabulación y sabe construir la arquitectura novelística con materiales de vanguardia. Bienvenido a la tormenta arranca con el asesinato del Secretario General de la ONU que, barnizado de sangre y escarcha, aparece uncido a la aguja del edificio Chrysler en Nueva York, lo que provoca una crisis a la que hace frente el detective Herzog, cuando el mundo baila al borde de la tercera guerra mundial. Daniel Múgica ha escrito un relato trepidante que desconcierta. No se arrepentirá el lector que se adentre en esta novela singular.

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Desde Las ingles celestes he seguido a Román Piña. Nunca me ha defraudado, ni en la novela ni en la poesía ni en La Bolsa de Pipas, la revista literaria que con tanta eficacia dirige y que por su calidad se ha situado en lugar de privilegio en la vida cultural española. En Los trofeos efímeros regresa a la poesía y lo hace con nervio y con aliento lírico. Román Piña conduce al lector por su mundo más sugerente, para detenerse en personas y sentimientos expresados desde la adjetivación certera o la metáfora audaz. “Los ojos en la pira -escribe- la tempestad de besos, los latidos, las risas, las canciones que tanta sangre y lágrima valieron son solo restos, óxido de trofeos efímeros y no vuelve jamás a nuestra boca el zumo de su piel, la copa de su tiempo”. No sé si los éxitos literarios de Román Piña están oxidados. A mí me parece que brillan al sol lívido de la actualidad.