Primera palabra

La función del Arcipreste

por Francisco Rico

8 mayo, 2002 02:00

Francisco Rico

El 9 de mayo comienza el Congreso Internacional "El arcipreste de Hita y el Libro de buen amor", que reúne a máximos especialistas mundiales en la literatura española del medievo. El director del Congreso, el académico Francisco Rico, analiza la vigencia del clásico.

El Libro de buen amor es a la vez un libro y un libreto. En cuanto libro, ensarta en primera persona el relato de una docena de aventuras amorosas, serias, jocosas y tragicómicas, sólitas o insólitas, pero siempre fallidas, protagonizadas mayormente por un "Juan Ruiz, arcipreste de Hita", que no se deja confundir con el autor (acaso del mismo nombre) en el momento de la escritura, sino que más bien, a partir de un flash-back, se nos propone como una cómica prehistoria del autor, cuyas experiencias de otro tiempo han madurado en las enseñanzas que ahora nos endosa. En cuanto libreto, la narración se entrevera de canciones, fábulas, anécdotas, chácharas y otras abigarradas apoyaturas para mantener viva, con los asiduos cambios de tono y enfoque, la atención de un auditorio en absoluto callado ni inmóvil.

Digo libreto, como podría decir guión, script o canovaccio, pensando en un texto que en principio no se basta a sí mismo, antes bien pide, con mayor o menor urgencia, una puesta en escena: un amplio volumen de actuación y mímica, el entrecruzarse de varias voces, el respaldo frecuente de la música... Toda la poesía de la Edad Media, incluso para el lector individual, que la canturreaba o pronunciaba en voz alta, se compuso con el fin de ser oída. Pero el Libro de buen amor va largamente más allá: si no queremos decir que hasta el teatro, término ambiguo y tornadizo, la palabra función, tan castellana, nos vendrá como anillo al dedo.

El juglar del Buen amor comparecía ante el público no simplemente para contar, sino para encarnar, para incorporar o personificar -en el sentido literal-, los lances del Arcipreste en su doble papel de autor y protagonista (o comparsa). Así, a menudo eran sólo la dicción y la gesticulación las que permitían distinguir el yo del uno del yo del otro, peligrosamente fundidos en los manuscritos. Pero, como uno y otro coincidían en ser poetas, a cada paso se le presentaba además la ocasión de entonar "trovas e notas e rimas e ditados e versos", al son del laúd o la vihuela, y también con un vivaz acompañamiento plástico.

Un juglar, en efecto, rara vez viajaba sin una hembra al lado, y no, claro está, de convidada. Amén de otras faenas, a la juglaresa le tocaba regularmente añadir vistosidad a la función bailando al ritmo del pandero y por ello mismo, sin necesidad de más (y muchas veces lo había), convirtiendo su cuerpo en espectáculo. A pocas dotes que tuviera para el cometido, la danzadera se doblaba asimismo en cantadera, y en su caso intervenía en la (re)presentación de los episodios dialogados. (Es bien significativo al respecto que la popularísima modalidad poética del debate enfrente principalmente a un personaje masculino y otro femenino: el alma y el cuerpo, el agua y el vino, don Carnal y doña Cuaresma...).

El Libro de buen amor no era, pues, escuetamente un texto. El cortejo a la dama "mansa y leda", por ejemplo, no se limitaba a un mero relato: los espectadores entreveían al galán rondar la calle de la amada y le oían dedicarle unas elegantes endechas, correspondidas por ella con "un cantar tan triste como este triste amor". Tampoco habían de servirse únicamente de la imaginación para seguir los percances de Juan Ruiz por la Sierra del Guadarrama, acosado por vaqueras grotescamente rijosas: la juglaresa se encargaría de mimar con eficacia los momentos más sabrosos. Ni el desfile triunfal de don Amor el domingo de Pascua se quedaba en pura evocación verbal, porque "la guitarra morisca" y "el rabé gritador", las "chanzonetas" de las monjas y el vociferar de los frailes, tenían que hacerse presentes de mil maneras en el espacio juglaresco.

En más de un extremo, y por modestamente que fuera, el Buen amor debía a ratos parecerse bastante a una revista española, una opereta vienesa o un musical norteamericano, no ya por la alternancia de pasajes recitados y cantados, sino en particular por el peso determinante de los subgéneros líricos en el ir conformándose del flojo hilo argumental. La acción de cualquiera de nuestras estupendas revistas de post-guerra se desplazaba sin problemas de la Maestranza a Corrientes, pasando por el funicular del Vesubio, porque los oyentes querían un pasodoble, un tango y una tarantela. Los personajes del Arcipreste se enzarzan más de una vez en tramas inexplicables, porque en la época se disfrutaban la cantiga de amigo, las coplas "a una partida" (es decir, en la separación de los amantes) y el escondich o demanda de disculpa.

"Librete de cantares" llama a su obra el Arcipreste, y ciertamente lo es en medida decisiva. Tal condición fue una de las causas esenciales de su singularidad y de su éxito, pero también contribuyó a su decadencia. Pues los manuscritos que nos conservan el Buen amor se remontan todos a un modelo gravemente deturpado, y a su vez han sido objeto de progresiva mutilación para despojarlos de las canciones que tanta fragancia habían dado al original, pero que ahora sabían a rancias de letra y de música: de música, porque el auge de la polifonía había revolucionado los gustos; de letra, entre otras razones, por la decadencia del gallego, que Juan Ruiz, de acuerdo con el uso general de la lírica peninsular en la primera mitad del siglo XIV, sin duda había empleado todavía generosamente. La reconstrucción de esa ciudad en ruinas es tarea que debe comprometer los mejores instrumentos de la filología.