Primera palabra

Wittgenstein, la amarga fábula de la realidad

25 abril, 2001 02:00

Wittgenstein

Huidizo siempre y errante, Wittgenstein pasó largas temporadas solo, en los más recónditos parajes de Europa. En sus últimos años, en la costa irlandesa, unos pescadores le dejaban la comida a varios metros de la cabaña donde habitaba. "Decidles que he tenido una vida muy feliz", encargó a quienes le asistieron en sus últimas horas.

En un peculiar momento de su vida, Hölderlin manifestaba su intención de escribir unas Nuevas cartas sobre la educación estética del hombre destinadas a ayudarle a "encontrar el principio que me explique las separaciones en las que pensamos y existimos, pero que sea capaz también de hacer desaparecer las contradicciones entre el sujeto y el objeto, entre nuestro yo y el mundo, o incluso entre la razón y la revelación". Años después, y hundido definitivamente el último gran proyecto de síntesis racional de las grandes escisiones que cruzan la vida -quebrando toda voluntad humana de articulación integradora y de sosiego en un fundamento último capaz de actuar como foco totalizador de sentido-, Nietzsche, poshegeliano al fin, sacó el oportuno balance. Y más allá del sueño hölderliniano, que tantos ecos tendría, y al que tantos espíritus darían voz renovada hasta casi ayer mismo, decretaba la ruptura del todo.

La vida no vive ya, efectivamente, en el todo. Y no puede, en consecuencia, ser pensada ni vivida ya, en su invertebración e inconclusión ilimitada, sino como encrucijada jamás reducible a contornos fijos y nunca resoluble en términos de una totalidad jerarquizada, orgánica y completa, de múltiples voces y rostros (metafísicos, epistemológicos, teológicos, éticos, estéticos, socio-antropológicos...) Desertizada y vaciada en su sentido último, la "cultura", entendida, como poco después haría Wittgenstein, al modo de "una gran organización que atribuye a cada uno de sus miembros un puesto en el cual puede trabajar en el espíritu del todo, y cuya fuerza puede justamente medirse con el resultado en el espíritu del todo", cedía a la "civilización tecno-científica". O lo que es igual, al espacio inhóspito de la fragmentación, del dominio del mero cálculo egoísta de medios y del desinterés respecto de los valores últimos, de la proliferación de valoraciones encontradas, del atomismo social, de la invertebración y de la desagregación... Fenómenos todos ellos a los que Wittgenstein no dudó en responder una y otra vez con un desvío tan desolado como coherente, del que en 1947, próximo ya el final de sus días, dejaría un intenso testimonio explícito: "No es insensato pensar que la era científica y técnica es el principio del fin de la humanidad; que la idea del gran progreso es un deslumbramiento, como también la del conocimiento final de la verdad; que en el conocimiento científico nada hay de bueno o deseable, y que la humanidad que se esfuerza por alcanzarlo corre a una trampa".

Entre la constatación devoradora de este proceso y el intento de restituir por uno u otro camino la arruinada "unidad humana", colmando así la nostalgia de sentido y unidad de la vida que acompaña al hombre, como la sombra al cuerpo, la cultura vienesa del final de siglo dio de sí, como es bien sabido, un nivel de creatividad y de autoconsciencia epocal activa literalmente irrepetible. Pero Wittgenstein, representante eminente de esa cultura, jamás se hizo ilusiones sobre las sucesivas propuestas de recomposición moral "fuerte", basadas de una u otra manera en un optimismo civilizatorio que nunca compartió. Y en unas famosas líneas del Tractatus no dudó en llevar, con la implacabilidad que siempre le caracterizó, la escisión entre las cuestiones teóricamente decidibles y cuanto afecta al ámbito de las decisiones prácticas, entre lo "decible", en fin, y lo "indecible", a sus últimas consecuencias: "Sentimos que aun cuando todas las ‘posibles' cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta".

No hay, de todos modos, que engañarse. Porque más allá de esta invitación al silencio y desde su propia insistencia en que "el sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay valor alguno y si lo hubiera carecería de valor", Wittgenstein elaboró con su palabra y su vida lo que tal vez cabría llamar una ética privada de la integridad personal, de la fidelidad al deber para con uno mismo. Para con lo que uno realmente es como condición de la (propia) felicidad. Una felicidad -el imperativo máximo de la ética- entendida, claro es, en clave estoica. "Mi ideal", llegaría a escribir, "es una cierta indiferencia: un templo que cierre el paso a las pasiones, sin ser afectado por ellas". ¿Un ideal spinoziano en el que la beatitud y el júbilo, el "contento", dejan, sin embargo, paso como consumación y final desiderativo de todo un itinerario espiritual y vital sencillamente al desasimiento? ¿Una ética demasiado deudora acaso del ideal de la identidad personal, del repudio puritano y aristocratizante de toda in-identidad? En cualquier caso, una ética. Algo que Wittgenstein no asumió como conocimiento en sentido fuerte, pero sí como una tendencia del espíritu humano ante la que se inclinó.

Huidizo siempre y errante, Wittgenstein pasó largas temporadas solo en los más recónditos parajes de Europa. En sus últimos años, en la costa irlandesa de Galway, unos pescadores le dejaban la comida, siguiendo sus instrucciones, a varios metros de la cabaña en que habitaba. Poco después regresó a Cambridge, donde murió. "Decídles" ( a sus amigos y discípulos) "que he tenido una vida muy feliz", encargó a quienes le asistieron en sus últimas horas. Qué duro precio, en su caso como en el de Nietzsche o Hülderlin, el de la felicidad.