Todo texto es un dispositivo durmiente que se activa cada vez que es leído. Ocurre, sin embargo, que su funcionamiento puede ser distinto según se trate de un lector o de otro. A veces, muy distinto.

Todo texto emite notas particulares en la caja de resonancia que constituyen la imaginación, la memoria, la sentimentalidad, la cultura, los intereses, las fobias, las expectativas de cada lector, elementos todos que determinan su receptividad hacia ese texto.

Remontémonos a una situación muy común: la de alguien que, entusiasmado con una película, la recomienda vivamente a otro. Tan apremiantes son las ganas de compartir sus emociones, que insiste en visionar de nuevo la película al lado de la persona a la que se la ha recomendado, pongamos que sea su pareja.

Mientras los dos ven la película, el que ya la ha visto no deja de espiar las reacciones del que la ve por primera vez. Su excitación se incrementa cuando constata que la película produce en el otro el mismo efecto. Y se desinfla, por el contrario, cuando observa que el otro reacciona con aburrimiento o con fastidio. El eventual desajuste provoca decepción, pero también dudas y no pocas veces resentimiento.

Mucho más que los argumentos que uno y otro intercambian para justificar su aprecio o su disgusto por la película en cuestión, me interesa ese momento en que los dos la están visionando. Me interesa en especial el modo en que la vuelve a ver quien la ha recomendado, revisándola, por así decirlo, con los ojos del otro.

Toda lectura, o más bien todo comentario, entraña una cierta violencia respecto al juicio que el autor del texto se ha hecho del mismo

Ese desdoblamiento de uno mismo como espectador puede resultar muy instructivo. Puede enseñar mucho sobre uno mismo, y también sobre el otro. Pero sobre todo puede dar lugar a un juicio sobre la película completamente nuevo.

Regreso al escenario de la lectura. Cualquiera que haya escrito un texto, así sea una columnita volandera como esta que está usted leyendo ahora mismo, experimenta un ligero picor cuando algún conocido le dice que lo ha leído. Uno tiene que reprimir el impulso de releer su propio texto, ahora poniéndose en la mente de esa persona que dice haberlo leído, especulando, a partir de lo mucho o poco que sabe de esa persona, el efecto que le habrá producido.

Y puede ocurrir que, al ponerse en la mente del otro, descubra en su propio texto méritos o debilidades que le habían pasado desapercibidas hasta ese momento, que solo se le han hecho evidentes al cambiar la lente de su lectura, lente que no es la misma según se trate de tu madre o de tu hermana o de tu pareja, de un amigo o de un colega o de un vecino, de alguien por quien uno siente aprecio o respeto o incluso temor, o de alguien que despierta una amable condescendencia.

Toda lectura, o más bien todo comentario, entraña una cierta violencia respecto al juicio que el autor del texto se ha hecho del mismo. A la crítica le corresponde el dudoso privilegio de administrar públicamente esa violencia latente en toda lectura, de evaluar el grosor de ese inevitable desajuste entre lo que el autor se proponía decir con su texto y lo que uno es capaz de reconocer en él. Esta violencia se diluye cuando el comentario es elogioso, pero puede resultar dolorosa cuando es, por el contrario, negativo, y más aún cuando delata un malentendido sustancial de las propias intenciones.

El buen escritor no es el que se blinda él mismo frente a esa violencia, sino el que se adelanta a defender de ella su propio texto leyéndolo desde fuera, desdoblándose en tantos lectores como le sea posible, empleando para protegerlo los cien ojos de Argos.