Durante el pasado mes de agosto, tres voces pertenecientes a la misma franja generacional –la de los nacidos, pongamos, entre 1975 y 1985, en los años de la Transición– coincidieron en reivindicar la alta cultura frente a la hegemonía cada vez más aplastante de la cultura de masas.

“En las actuales circunstancias, lo subversivo ahora está del lado de hacer una defensa cerrada de la alta cultura, pues de la baja ya se encargan no solo la industria y el mercado, como antes, sino el sistema entero”: así concluía Elvira Navarro un artículo publicado en el ABC bajo el título “Indistinción sin transgresión”.

Lo citaba Daniel Gascón en una columna de El País titulada “Fiestas de la insignificancia”, en la que, no sin cierta sorna, comentaba lo llamativo que es “ver cómo productos y formas de ocio que antes se despreciaban ahora parecen casi obligatorios”.

Por su parte, en uno de sus artículos para The Objective, titulado “Otra vez la alta cultura”, Andreu Jaume se hacía eco de las palabras de Navarro y de Gascón y dibujaba severa y admonitoriamente “un panorama cultural colonizado en su totalidad por una banalización que se ha blindado porque ha sido ungida con el prestigio de la emancipación”.

En el artículo de Jaume se percibe la dificultad –iba a decir la incomodidad– de administrar un concepto de alta cultura no solo plausible sino desinhibido de las muy justificadas sospechas que pesan sobre ella. Él mismo deja constancia de que, si se propuso su liquidación, fue porque se asoció –“con cierta precipitación”, estima– “a un elitismo discriminante”.

El embarazoso concepto de “baja cultura” ha quedado subsumido en los conceptos equívocamente afines de “cultura popular” y “cultura de masas”

Y no podía ser de otra manera, me temo. La alta cultura no deja de ser un eufemismo de lo que no queda más remedio que reconocer como cultura de élite, y presupone la existencia de una “baja cultura” cuya sola formulación resulta siempre espinosa.

En la práctica, el embarazoso concepto de “baja cultura” ha quedado subsumido en los conceptos equívocamente afines de “cultura popular” y “cultura de masas”. Pero se trata de dos entidades radicalmente diferentes, por mucho que sus manifestaciones compartan muy a menudo la misma suerte.

En casi todas las culturas del mundo más o menos evolucionadas cabe apreciar una dinámica enriquecedora –mucho antes que una oposición– entre cultura de élite y cultura popular. También en Europa fue así, hasta la aparición de la imprenta. Esta supuso una primera fractura en esa dinámica, y la introducción, en la cultura literaria (en otros ámbitos la cosa llevó más tiempo), de productos espurios, promovidos por una entonces incipiente “industria” de la cultura.

Por la grieta así abierta había de sobrevenir un lento proceso de democratización cultural al que, a partir del Romanticismo, la alta cultura no dejó de contribuir, socavando sus propios fundamentos. Ese proceso llega hasta el presente y, aupado a la revolución digital, viene configurando de un tiempo a esta parte realidades y conexiones completamente inéditas.

[Opinión: 'Exterior', por Ignacio Echevarría]

Pese al enojo que lo mueve a escribir su artículo, Andreu Jaume lo cierra con un giro imprevistamente conciliador. Propone “reivindicar la alta cultura pero tal vez quitándole ese calificativo molesto y jerárquico, mostrando todo lo que hay en ella de común horizontalidad”.

Acierta Jaume con el término que escoge: horizontalidad. Es conforme a esta como deberán reformularse, en efecto, las relaciones y las tensiones culturales, razón por la que no cabe encastillarse en la defensa de la alta cultura, concepto obsoleto e inservible, como no sea con intenciones polémicas. Lejos de eso, lo que urge es, sí, emplear el patrimonio de la alta cultura para comprender y, llegado el caso, orientar o subvertir los rumbos de una cultura mutante cuyas coordenadas aún están por definirse