Observaba Heidegger, hace mucho, que ya no era bien visto “hablar de Dios”; que el asunto había quedado proscrito en las sobremesas de la buena sociedad, de los cenáculos intelectuales. Lo recuerda Álvaro Pombo, con cierto retintín jactancioso, para dejar constancia de la actitud provocadora que no deja de entrañar La ficción suprema (Rosamerón), título del ensayo con el que, a los 82 años, se ha estrenado en el género, y que él mismo plantea como “un asalto a la idea de Dios”.

El pasado mes de marzo, con motivo de la publicación del libro, esta revista publicaba una estupenda conversación de Nuria Azancot con Pombo. Se presentaba acompañada de una solvente reseña de Manuel Barrios Casares, quien acertaba a señalar en qué consistía la “apuesta teórica” de Pombo: sugerir “cómo el roce entre la imaginación y la fe genera efectos de realidad, modela nuestra existencia y la enviste de otro sentido”. Ni la entrevista ni la reseña daban cuenta, sin embargo, de un elemento sustancial de La ficción suprema sobre el que vale la pena llamar la atención: el extenso apéndice que, bajo el título de “La cocina de la inteligencia”, recoge buena parte de la correspondencia mantenida a lo largo del año 2012 y parte de 2013 entre Pombo y Francisco Martínez Soria, su editor, y en el transcurso de la cual “coagula” poco a poco, por así decirlo, la determinación que había de impulsar el libro.

El 'making off' del ensayo de Pombo procura claves reveladoras para encuadrar la obra escurridiza y portentosa del más suculento y vivaz de los novelistas españoles

El apéndice en cuestión convierte La ficción suprema en un artefacto de enorme interés, que dota de peculiar relieve a un ensayo primerizo y saludablemente aventurero, bastante atolondrado y desatado, si bien repleto de destellos importantes, muchos de ellos de una perspicacia, de una originalidad, de una sutileza que mueve a añorar desarrollos más disciplinados.

Incluso quien no se sienta suficientemente atraído por la recapitulación que hace Pombo de su propia experiencia religiosa, ni por la atrevida exploración que emprende de sus conexiones, afinidades y divergencias con la experiencia poética, no podrá resistirse al espectacular derroche de ideas que vuelca en sus a menudo torrenciales correos electrónicos, en los que emerge poco a poco, de forma sólo en apariencia accidental, el propósito de indagar la idea de Dios.

El punto de partida es algo tan alejado, se diría, de este propósito como una serie de afiladas reflexiones en torno a conceptos como los de publicidad, intimidad y democracia contemplados a la luz del impacto que en la gestión de lo privado vienen teniendo las redes sociales. A partir de ahí, y volviendo la mirada sobre la naturaleza de su propia locuacidad y de su propio impulso de expresarse, realiza Pombo algunas apreciaciones sobre las características de su escritura, de su estilo –“difuso, impreciso, ineficaz”–, que enseguida proyecta sobre sus inquietudes como narrador y, antes, como poeta, incómodo con la tendencia tan frecuente a encasillarlo como novelista de aspiraciones filosóficas o incluso teológicas.

Este proceso de autoanálisis contiene el germen de la inesperada búsqueda que La ficción suprema escenifica, sin demasiada convicción por lo que respecta no tanto a sus resultados como a sus conclusiones, que pronto barrunta que se agotan en la fórmula misma del título, tomada de Wallace Stevens. Paralela a ella brotaría, más fácil y gozosamente, la novela Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (2013), que forma con La ficción suprema una suerte de díptico.

Entretanto, el making off de su ensayo –pues eso viene a ser la correspondencia adjunta al mismo– procura algunas claves reveladoras para encuadrar convenientemente la obra escurridiza y portentosa de quien, pese a su edad, y desde su posición sólo torcidamente canónica, proabablemente siga siendo el más chocante y genuinamente excéntrico, el más suculento y vivaz de los novelistas españoles.