Sin que quepa adscribir semejante actitud a ninguna militancia feminista, hace tiempo ya que proliferan las mujeres que, sin más contemplaciones, tienden a clasificar a los hombres en dos grandes grupos, no necesariamente excluyentes entre sí: el de los idiotas y el de los canallas. Elizabeth von Arnim (1866-1941) era una de esas mujeres. Y como además era muy lista y tenía un gran sentido del humor, la lectura de sus novelas, todas divertidísimas, constituye una experiencia por lo general reconfortante para las propias mujeres y, para los hombres, un ejercicio bastante instructivo.

Hermida Editores ha tenido la feliz iniciativa de recuperar, justo cuando se cumplen cien años de su publicación original, y justo además en el mes de abril, una de las novelas más célebres de “la pequeña E”, como la llamaba, dada su diminuta estatura, H. G. Wells, uno de sus más estrepitosos amantes. Me refiero a Un abril encantado, objeto nada menos que de dos adaptaciones cinematográficas, la última de 1992, dirigida por Mike Newell.

De un modo más esquemático y mucho más liviano que el de Iris Murdoch, Elizabeth von Arnim irradia una potente moralidad, nunca exenta de causticidad

Es verdaderamente una lástima que este artículo llegue tarde para recomendarles la lectura de esta novela durante las vacaciones de Semana Santa. Pero bien pueden reservársela para las de verano (si es que tienen la suerte de poder disfrutarlas). Pues en definitiva la novela trata de eso: de unas largas vacaciones, y de los efectos benéficos que el lugar y la estación escogidos –un viejo castillo sobre la costa italiana, durante un radiante mes de abril– tienen sobre las cuatro mujeres que deciden compartirlas.

Un abril encantado (que Alfaguara publicó hace años) pertenece al género de la alta comedia, pero cabría emparentarla, también, con las comedias de Shakespeare, y muy en particular con Sueño de una noche de verano. La novela –llena por todos lados de flores, como suelen estarlo las novelas de Von Arnim– es una vibrante apología del amor hecha en clave casi pastoral. Del amor concebido como el fruto natural de la felicidad que procura un entorno literalmente idílico, como lo es sin duda el castillo que, no sin muchos escrúpulos, y a espaldas de sus maridos respectivos, deciden alquilar por un mes –el de abril, obviamente– dos jóvenes de la clase media londinense, hastiadas de la vida que llevan en la ciudad.

Con espíritu resueltamente vodevilesco, Elizabeth Von Arnim traza una amable sátira de cierta sociedad inglesa de entreguerras, con sus resabios aristocráticos y victorianos, y el esforzado oportunismo de sus clases emergentes. Pero lo que aquí prevalece es la apasionada reivindicación de la felicidad como una forma de santidad. En estos términos lo experimenta Lotty, una de las protagonistas del relato: “Se estaba convirtiendo en algo así como una santa”. Ella y Rose, su socia en la aventura de alquilar el castillo, tienen, al poco de habitarlo, la sensación de estar transformándose “en simples cálices de aceptación”.

De un modo más esquemático y mucho más liviano que el de Iris Murdoch, de la que viene a ser una especie de abuela excéntrica y entrañable, Von Arnim irradia, bajo una capa de aparentes superficialidad y ñoñería, una potente moralidad, nunca exenta de causticidad. Sus observaciones son a veces de una agudeza admirable. Como la que hace lady Caroline acerca de la esclavitud que para las mujeres supone la ropa bonita: “su experiencia era que en el instante en que se la ponía la cogía a una de la mano y ya no le daba paz hasta haber ido a todas partes y haber visto a todo el mundo”.

De lo que concluye, desazonada: “Era un error pensar que una mujer bien vestida gastaba su ropa: era su ropa la que gastaba a la mujer, arrastrándola por ahí a todas horas del día y de la noche”. Una estupenda lectura del fashion-victimismo.