CUENTISTA. Estrenada la treintena y antes de tener su primer brote grave de tuberculosis, que le llevaría a la itinerancia en busca de climas favorables y, finalmente, a la tumba en Alemania, a los cuarenta y cuatro años, el ruso Antón Chéjov (1860-1904), médico de profesión, escribió en 1891, una década antes de casarse con la actriz Olga Kniper, su cuento largo El duelo, editado ahora por Nórdica con ilustraciones de Javier Olivares.

Aunque no había publicado todavía algunos de sus relatos más célebres (El pabellón nº 6, La dama del perrito...), Chéjov era ya un cuentista reputado que pronto iría entregando la tetralogía que le colocaría, con el impulso de Konstantín Stanislavski y su Teatro del Arte, en la cima de la dramaturgia contemporánea: La gaviota (1895), Tío Vania (1899), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904).

Corrían malos tiempos para Rusia tras el asesinato del zar Alejandro II en 1881 y la represión subsiguiente que anegó el paisaje cultural antes de los estallidos revolucionarios de 1905.

Chéjov, que no tuvo ideas políticas definidas, se centró, como muchos de sus colegas, en desentrañar eso que se ha dado en llamar el alma rusa, en tomar la temperatura de la sociedad de su tiempo, fijándose primordialmente –él que tenía un origen muy humilde, nieto de siervos– en la burguesía dubitativa, estancada y decadente y, sin grandes aspavientos argumentales, en la vida cotidiana, muy asequible a su escritura detallada y detallista que eludía el costumbrismo sin entrar, aun siendo realista, en el realismo crudo.

LÍNEAS. El duelo se desarrolla a orillas del Mar Negro durante un caluroso verano y, siendo caleidoscópica, tiene dos líneas de fuerza: la crisis del mediocre funcionario Laievski con su poco agraciada, piensa él, amante Nadiezhda Fiódorovna, a la que ha dejado de querer, desprecia y desea abandonar, y su creciente enfrentamiento con el joven zoólogo Van Koren, quien ve en él el paradigma de todos los males.

El escritor ruso eludía el costumbrismo sin entrar, aun siendo realista, en el realismo crudo

Junto al también joven y ambicioso diácono Povádov, los tres hombres viven bajo la mediación bienintencionada y amistosa del médico militar Samóilenko, que tratará de evitar un fatal desenlace ante el mortal desafío ritual, entre Laievski y Von Koren, que da título a la novela y mantiene en vilo al lector.

Alternando diálogos incisivos, vivaces y no desprovistos de humor, con parlamentos largos repletos de ideas, Chéjov, minucioso con el paisaje, los toques psicológicos y las descripciones gestuales y de escenarios, habla del amor, del engaño, del dinero, de la culpa, de la salvación personal y colectiva, de la redención y del perdón, mirando siempre de reojo la encrucijada de una sociedad rusa en trance de hundirse en la resignación o el escapismo o de encontrar vías positivas de progreso.

El libro, para dar peso y sustancia a las posiciones de los personajes, está sazonado con abundantes referencias a filósofos (Schopenhauer, Hegel…), personajes literarios (Oneguin, Pechorin, Anna Karenina…) y escritores (Pushkin, Lérmontov, Turguénev, Tolstói…), y bien podría tener su punto de vista conclusivo en unas reflexiones que masculla Laievski: “En su búsqueda de la verdad las personas dan dos pasos adelante, uno atrás. Los sufrimientos, los errores y el tedio los lanzan para atrás, pero la sed de verdad y la voluntad obstinada obligan a seguir avanzando”.

ISLA. Antes de que Chéjov cumpliera su mayoría de edad todavía vivían y publicaron algunas de sus mejores novelas Dostoievski (Los hermanos Karamázov), Turguénev (Padres e hijos) y, por supuesto, Tolstói (Anna Karenina). De Tolstói fue muy amigo los diez últimos años de su vida.

Pero, obviamente, Chéjov no perteneció al cogollo de la novela realista rusa del XIX. Amigo igualmente de Máximo Gorki durante un corto período, tampoco fue un puente entre aquellos y el realismo socialista. Fue una isla cuya influencia inundó el siglo XX y todavía no cesa.