El Edén del Génesis es un sueño, un añorar lo inalcanzado. La memoria lo ha transformado en melancolía por ser lugar de expulsados, de erráticos y desposeídos como lo son Adán y Eva en el maravilloso fresco de Masaccio. De aquella bíblica pérdida, hasta llegar a los paisajes arruinados por los que hoy transitamos, también como desterrados, lo que permanece es la desolación.

Quizá convenga ser más llano, más prosaico si se quiere: hechos a un país del que ha sido arrancada toda armonía y erradicada cualquier noción de sensatez, sus habitantes hemos sido arrojados a un desalentador baldío.

A menudo, después de un viaje por lugares de España, regreso abatido al comprobar la fealdad urbanística, fruto y triunfo de la codicia, que ha destrozado esta península que en tiempos Estrabón el geógrafo situó las Hespérides.

Aunque el desastre no tiene reparación –es tarde para casi todo–, uno alberga cierto consuelo al ver compartida su desazón. Andrés Rubio ha publicado un libro que denuncia los despropósitos que han descalabrado, de manera concienzuda, los parajes de este maltratado país. Se titula España fea (Debate), con el aclaratorio subtítulo: El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia.

Sus páginas no solo son un viaje a un panorama de devastación, sino también una expedición al centro de la usura, de la avidez. Lo ocurrido en las ciudades y fuera de ellas, donde los descampados son el escenario de construcciones de abominable gusto, levantadas entre matorrales, areniscas y plásticos que nadie retira, testifica, ciertamente, un fracaso.

Lo ocurrido en las ciudades y fuera de ellas, donde los descampados son escenario de construcciones de abominable gusto, testifica un fracaso

Logreros y ajenos a cualquier asomo de escrúpulo, sus actores han machacado los territorios, los han rebañado y acribillado de cemento, de edificios que han barrido toda posibilidad de espacio más o menos aceptable. Apartamentos, casas que son desechos arquitectónicos, hoteles-tótem de la peor arrogancia, costas destrozadas, montes depredados por constructoras caníbales, hacen que todo se haya convertido en un deprimente suburbio.

La ambición no tiene límites, y esta vez la culpa no puede caer solo en los fraudes de la dictadura, porque en democracia España sigue en demolición a causa de los usureros que hallan connivencia política, sea cual sea el partido que gobierne.

No solo Canarias, no solo Baleares, todo se ha convertido en un horrendo desbarajuste de viviendas y de, así llamadas, "segundas residencias", casi siempre espantosas. Gustan mucho las porcelanosas y los grifos dorados, las balaustradas neoclásicas, kitsch, pretenciosas.

Cerca del lugar donde vivo, a unos tres kilómetros, un hermoso pueblo de apenas treinta casas está amenazado por la construcción de doscientos adosados, un campo de golf –hay uno a menos de media hora– y un hotel, con el consiguiente arrasamiento del lugar, la tala de árboles de tres siglos y la previsión de un consumo de agua que está por encima de toda razón.

Andrés Rubio no ha podido hacer mejor cosa que escribir este libro, cuyas imágenes, que van de las deprimentes de Almuñécar y su costa corroída, a los disparates del Mar Menor; o bien de los desmanes cometidos en Mallorca, en Levante, en la Cataluña desfigurada por Pujol. Nadie sale ileso, las pedradas, como las de Mogán en Canarias, han llegado también, y desde hace mucho, al norte.

Tierra de rotondas, ornamentadas con el peor arte subvencionado, de solares que entristecen a cualquiera, de polígonos destartalados, de amasijos en pleno centro urbano donde se mezclan inmuebles descabellados, banderas que dan para diez naciones de tan grandes, y estatuas de Plensa, todo ello sazonado en Madrid con una impresentable Rana de la Fortuna, como lo es el estrepitoso bogavante de Barcelona, obra de Mariscal.

Aquí nadie se salva de este edén arruinado y feo donde se vive expulsado y en el que no tienen piedad los grafiteros, guindas de esta calamidad.