En una carta a Louise Colet, fechada en enero de 1852, Gustave Flaubert confiesa el deseo de escribir “un libro sobre nada”, un libro sin propósito, sin porqué. No había concebido aún la idea de Madame Bovary, y más lejos estaba La educación sentimental; pero ya en aquel entonces germinaba su necesidad de liberación, sentía la urgencia de desdibujarse entre las arboledas del final de todos los caminos.

El anhelo de escribir sobre nada le prometía levedad, un estar a salvo de los argumentos literarios, una salida emancipadora que le llevaba al anhelo de no adquirir otro compromiso más profundo que el silencio, que es la mayor y más digna alianza.

Nuestro pasado judaico nos ha conminado a contemplar el mundo como escritura, como un gran libro. Lo ha explicado Ivan Illich en el magistral El viñedo del texto, que tiene a Hugo de San Víctor como protagonista. Que uno, tal vez, sea herencia de aquel antiguo destino de la escritura cuenta hoy con sus dolorosas contradicciones, sobre todo cuando le asalta la fundada sospecha de que nada de lo que escribe resulta necesario; no lo es para nadie, sólo para el orden mental, personal, del que decide enfrentarse a las páginas que un día quizá conformen un sentido, es decir, un libro.

Estos asuntos son los que, desde la honestidad, acompañan una vida solitaria, que tiene en la lectura –y en la que es su consecuencia, la escritura– un modo de estar aquí. No puede dejar de pensar que su propio trabajo no es otra cosa que un añadido a la barahúnda de títulos y discursos que no hacen más que desbaratar a los lectores y engrosar a los grandes grupos editoriales, que son los beneficiados en este comercio de la confusión.

Digo desbaratar a los lectores porque es fácil llevarse las manos a la cabeza al comprobar las estrategias comerciales y descubrir la "fabricación" de autores y obras promocionados como grandes hitos culturales, decisivos, cuyo destino probable, sobre todo en el campo de la narrativa, es desaparecer la siguiente temporada. Esto desorienta al lector en gran modo, al que, cada vez más, faltan referentes sólidos.

Es fácil llevarse las manos a la cabeza al comprobar las estrategias comerciales y descubrir la "fabricación" de autores promocionados como hitos

Es una situación palmaria también dentro del ensayo, donde a menudo se ensalzan nombres que son de un fragilísimo contenido, textos para principiantes, y aun así elevados a la categoría de grandes, y sin embargo endebles, ya sea por lo evidente de sus reflexiones, ya por sus análisis y predicciones de hechos “cantados”, escritos para enamorados de las superficies, como escribió Torres Villarroel en el siglo XVIII. Pero nadie dice nada.

El lector no es el culpable, los propios autores tienen que ver en toda esta maraña. Hace mucho reparé en que los ensayistas españoles jamás se citan unos a otros, por valiosos que sean prefieren mencionar a Rancière, Nancy, Han y demás. Si son extranjeros –sobre todo franceses– les parecen mejores. Me pregunto si Félix Duque, si José Luis Villacañas, por mencionar a los que ahora me vienen a la memoria, tienen algo que envidiar a aquéllos; si Martín Gaite y José Jiménez Lozano son inferiores a los muchos que se traducen aquí y se les glorifica. Y podríamos continuar.

La atracción de Flaubert por escribir "sobre nada" bien puede trasladarse a la intención última de algunos escritores de nuestros días, deseosos de excluirse de esta borrasca sin cumbres, ávidos de desentenderse del enredo, inclinados por honesta libertad a la nada, al porque sí, al júbilo de no tener que estar al día y dejar de tramar historias para satisfacer un pobre ocio, obras casi siempre autorreferenciales, autobiográficas de poco calado, ensimismadas, autocomplacientes. Pura inconsistencia en tiempos gruesos, que son los que nos avasallan.