El museo. Una tarde desangelada y un plan contrariado me llevaron al Museo de Historia de Madrid. Solo lo había visitado una vez, antes de su larga y apañada reforma, en parte por su cierre por obras y en gran medida por lo poco atractivo de la municipal oferta. Está situado en un lugar inmejorable, junto a Malasaña y Chueca, en la calle Fuencarral. El edificio es una notable construcción del arquitecto tardobarroco Pedro de Ribera y su churrigueresca portada es fantástica. Pero su contenido expositivo permanente está conformado por un aluvión de muy distintos materiales y objetos –abanicos, porcelanas, distintas muestras pictóricas y plásticas…– que, con independencia de su valor parcial e interés documental, no redondean un conjunto sugestivo para el visitante generalista.

Está claro que es un museo pobremente dotado de presupuesto y personal –conservadores, comisarios contratables…– y forjado con añadidos para sostener un hilo que no se engrosa como tronco. Tuvo una librería que hoy debería ser la mejor de la ciudad sobre temas madrileños. Su gran capilla estaba ese día vacía de actividad, y una sala extensa, como deambulatoria, estaba ocupada por una exposición de fotografías de un concurso que no haría mal papel en un centro cultural de pueblo o en un instituto.

Este museo habría que repensarlo, entre otras cosas porque todos los existentes y los por existir en Madrid –Colecciones Reales– lo dejan sin bazas para competir, muy lejos –y no debería ser así– de la importancia que el Museo Carnavalet tiene en París, a cuya potencia debería aspirar Madrid. Como buen arbitrista, lo reconvertiría en un Museo de la Historia de la Cultura de Madrid.

En sus mejores cuadros siempre he visto una premonición del esplendor panorámico, épico y teatralizante de todo un capítulo de la historia del cine

Centenario. El caso es que acabé entrando en el museo porque, pese a la apropiación nacionalista de la pintura histórica española del XIX –el programa de mano habla de “nuestro pasado más memorable”, que existe, claro, pero ya sabemos…– y a mis intereses actuales más dominantes, siento una ahistórica debilidad por los pintores de esa corriente y, en concreto, por Francisco Pradilla (1848-1921), de quien hay en el museo, al rebufo del centenario de su muerte, una discreta y, al mismo tiempo, sorprendente exposición.

Mi descriptible afición a Pradilla se basaba, hasta ahora, en cuadros como La rendición de Granada (1882) y, sobre todo, Doña Juana la Loca (1877) –esas velas, esos velos y ese humo batidos por el viento–, en los que siempre he visto –como en las mejores obras de sus colegas españoles y franceses de la pintura histórica– una premonición del esplendor panorámico, épico y, sin contradicción, teatralizante de todo un capítulo de la historia del cine. En la exposición también se puede ver otro lienzo que no es manco –Boabdil y sus guerreros y caballos zarandeados por el ventarrón–, El suspiro del moro (1879-1892).

Cosmopolita. Las comisarias de la exposición, Soledad Cánovas del Castillo y Sonia Pradilla –bisnieta del artista–, tratan de demostrar con su selección que Pradilla fue –que lo fue– más que un pintor histórico y que, incluso, pintó en plein air y que algo se le pegó de la pincelada impresionista en su cosmopolita, amplio y exitoso recorrido por Francia, Inglaterra e Italia. Lo cierto es que en la muestra se puede ver una acuarela portentosa, de gran tamaño, titulada El día del Corpus Christi en Italia (1909), el retrato de una anciana ataviada con ropa típica. Y ya que hablamos de ropa, me caí del guindo con un cuadro –es propiedad del museo– titulado El Viernes Santo en Madrid. Paseo de mantillas (1914).

¡Horror, costumbrismo puro! Sí, pero qué composición en diagonal, en perspectiva y con profundidad de campo de esas mujeres que caminan cogidas del brazo. Podría hacer las delicias de fotógrafos como Masats y Catalá Roca. Y qué ternura y melancolía: mientras Pradilla pintaba todo esto estallaban en Europa el Impresionismo, Picasso y todas las vanguardias. ¡Dios mío!