Image: Irazoki

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Opinión

Irazoki

18 diciembre, 2015 01:00

Eloy Tizón

En su último libro, Orquesta de desaparecidos, Francisco Javier Irazoki nos regala un deslumbrante racimo de prosas breves, exactas como poemas, pero con la carnalidad jugosa de la mejor narrativa. Son ficciones vividas, decantadas, de una nobleza, en estos tiempos ceñudos, casi sobrenatural. El libro entero es una plegaria por los ausentes, no desde la contabilidad plañidera, sino mediante la revolución de la bondad y el brindis por nuestra carne mortal. Para desintoxicarse del "ácido lisérgico de la patria" (qué gran hallazgo), Irazoki propone vaciarnos en el pudor, la celebración de la amistad y la duda, sabedor de que "no hay iglesia que resista de pie el vientecillo de la risa".

Su libro constituye un antídoto contra las bombas, los fanatismos de los falsos profetas, los agoreros y los empachos de tanto himno y banderas, en una apuesta por la sensibilidad conversada, viajada y leída, puesto que "quien ama un idioma ama todos los idiomas".

Dicen que vive en París desde hace décadas, como quien decide instalarse en un estado de ánimo. Allí lo imagino junto a sus compinches de juventud Fernando Aramburu y Juan Martínez de las Rivas, quienes componen en mi memoria un trío de escritores íntegros, alérgicos a la pompa de la academia y proclives -los tres- a la música del abrazo y la irreverencia inteligente. La caricia no excluye la cicatriz, sino que la abarca en su gesto. Por eso, en el homenaje a su hermana muerta en edad temprana, Irazoki concluye: "Cuando pienso en ella, palpo un obsequio: me acompañó para que yo supiera estar solo".

Hay libros que son como postes señalizadores. Como campanas. Desbrozan caminos e indican rutas. La flecha de Irazoki vuela alta; nos hace mejores y nos ensancha la frente. Emocionante y necesario en cada página, debemos darle las gracias por cedernos este lema para siempre: "El triunfo consiste en no haber herido".