Image: Cuentos de la Cábila

Image: Cuentos de la Cábila

Opinión

Cuentos de la Cábila

Antonio Pereira

9 enero, 2001 23:00

EDILESA. León, 2000. 157 páginas, 1.975 pesetas

La colección “Los libros de la Candamia”, de bellísimo diseño, publica espaciadamente relatos y estampas de escritores -todos ellos leoneses- relacionados con los recuerdos infantiles de sus autores. Luis Mateo Díez, Llamazares, Colinas y otros han aparecido ya en esta serie en la que ahora ingresa Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923), sin duda el decano de los narradores leoneses vivos.

Pereira ha publicado a lo largo de su trayectoria algunas novelas y varios libros de poemas, pero donde reina con indiscutible maestría es en el terreno del cuento y la narración breve. Hay en sus relatos un dominio total de la alusión y la sugerencia, un modo de contar que, siendo literario, tiene resonancias de la narración oral y una capacidad tan poderosa para transformar cualquier detalle minúsculo en suceso interesante, que difícilmente encontramos entre los cultivadores actuales del cuento un nombre que pueda ponerse a su altura y producir la misma sensación de difícil facilidad que se desprende de los relatos de Pereira. El escritor leonés ha ido puliendo sus recursos, afinando sus fórmulas narrativas y tanteando con ahínco la poda de lo adjetivo y la búsqueda tenaz de lo esencial. Basta comparar sus cuentos de Una ventana a la carretera (1967) con los de Las ciudades de Poniente (1994), por ejemplo, para advertir ese sutil proceso de depuración que acredita la maestría de un autor consciente de su arte.

Un arte que consiste, como el de todo narrador que de verdad lo desea, en ficcionalizar, en convertir los sucedido o experimentado en historia relatable, desvinculada ya de sus ataduras con la realidad y transformada en creación autónoma que no cabe someter a ninguna prueba de veracidad.

Así, Cuentos de la Cábila nace, como las demás obras de esta serie, para evocar recuerdos de la vida infantil, y cada una de las estampas del libro -auténticos microrelatos, en realidad— ofrece datos para situar los hechos en etapas y lugares precisos donde trascurrieron los años primeros del escritor. Podría decirse que la historia y la geografía coinciden con las coordenadas en que se situaría una biografía “real” del escritor Antonio Pereira. En lo demás, sin embargo -los tipos, las anécdotas, los sucesos revividos- se produce una estilización en que lo ocurrido se mezcla inextricablemente con los imaginado y soñado; todo se tiñe así de literatura, todo se ficcionaliza. El simple hecho de seleccionar unos recuerdos y no otros, o de evocar u omitir ciertos detalles, constituye una distorsión de la presunta historia “real”. Deben leerse, pues, estos breves Cuentos de la Cábila -treinta y uno en total- como lo que su título sugiere: como cuentos, como construcciones literarias, por amplia que sea la base autobiográfica que los sustenta.

Sólo de este modo podrá apreciarse como se merece el arte narrativo de Pereira. Muchos de estos brevísimos cuentos son auténticos embriones de historias largas que en otras manos hubieran necesitado desarrollos más prolongados. Léase con detenimiento el titulado “Apariciones” -uno de los tres o cuatro que tienen como fondo la guerra civil- y se advertirá la gran cantidad de informaciones implícitas que contiene y que, sometidas a una poda rigurosa, dan como resultado cuatro páginas en las que no parece sobrar ni una sola palabra, so pena de que el edificio entero se desmorone, tal es la precisión estructural del conjunto.

Pero esta prueba es igualmente factible con muchos de estos relatos en los que el Pereira de hoy se reconstruye imaginativamente, retrotrayéndose a los años de aprendizaje de la infancia y la adolescencia, en algunas facetas esenciales: los estudios (“La belleza terrible”), las primeras tentativas poéticas (“La orla”), las más tempranas zozobras de la carne (“¡Manos arriba!”), los enamoramientos adolescentes (“La orbea del coadjutor”), el aislamiento y la lectura (“La tuberculosis “) y los primeros pinitos comerciales (“La feria según nos va en ella”) van jalonando esta mirada nostálgica, divertida y tierna a la vez, que contiene también memorables esbozos de retratos, como Millán Astray, el poeta Carvajal o el pintor famosos que visita la casa del narrador.

Lo que estos relatos enseñan es cómo un detalle insignificante, una frase, un gesto, cualquier hecho minúsculo puede utilizarse, sea cual fuere su contenido, para erigir un bosquejo narrativo que interesa y divierte al lector, como se comprueba en “El mal tiempo” o “El aval”. El propio autor antepuso a su última recopilación de cuentos un título muy revelador: Me gusta contar (1999). Es, en efecto, un magistral contador de historias, que se complace narrando y transmite ese placer a quien recorre sus páginas. Estas unidades narrativas de Pereira son pequeñas, pero su arte es grande.