Manuel-Cruz

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Primeros capítulos

Manuel Cruz y los políticos prescindibles

Lee aquí la introducción de 'Transeúnte de la política', unas memorias donde el filósofo y expresidente del Senado destila sus experiencias y opiniones sobre el ruedo político

3 septiembre, 2020 13:44

Políticos de hoja caduca

Política: entrar allí de donde nunca se salió

Una de las preguntas que con más insistencia se me formuló nada más hacerse público que iba a concurrir a las elecciones generales de 2016 para el Congreso de los Diputados fue «¿Por qué usted, un filósofo, ha decidido entrar en política?». La persistencia de la pregunta me dio la oportunidad de ir comprobando que determinadas respuestas no terminaban de satisfacer a mis interlocutores. Así, era evidente que a mis entrevistadores no les satisfacía una contestación genérica, del tipo de que en realidad, y en la medida en que a todos como ciudadanos nos afecta la cosa pública, todos estamos siempre metidos en política de una u otra manera, tal vez porque les parecía demasiado abstracta. Era la que probablemente esperaban de un filósofo pero, justo por ello, se les antojaba poco concreta o, tal vez, especulativa sin más.

Notaba que les satisfacía en mayor proporción mi comentario de que, de hecho, llevaba tiempo participando en el debate político público no solo a través de mis colaboraciones en los medios de comunicación, sino también a través de la asociación Federalistes d’Esquerres, que por aquel entonces todavía presidía. De algún modo, solía apostillar en las entrevistas, yo también venía de practicar cierto activismo. Un activismo diferente al que se suele asociar al rótulo «activista» —se podría decir que el mío era más bien un activismo tranquilo o de baja intensidad—, pero activismo al fin. Sin embargo, el argumento que en el fondo a mí me parecía más convincente era el que, de largo, suscitaba el menor interés de mis interlocutores. El argumento tenía que ver con toda una concepción de la tarea del filósofo o, más en general, del intelectual, que no podía dejar de tener presente y por el que me sentía condicionado en gran medida. A quienes, por razones de biografía, procedemos de una determinada cultura política, una de las ideas que más rechazo ha tendido a provocarnos es aquella que solía resumirse con el tópico del intelectual en su torre de marfil. La convencional formulación era desde luego exagerada, entre otras cosas porque, para cuando llegamos a repetirla, nosotros también, aquella torre llevaba tiempo demolida (si es que alguna vez existió un tal lugar de refugio en sentido fuerte y generalizable para todos los intelectuales), pero, fuera como fuera, expresaba bien un elitismo desdeñoso hacia lo que ocurre en la sociedad a manos de determinados profesionales del espíritu y que nos resultaba de todo punto inaceptable.

Frente a ella, la idea alternativa que nos parecía no solo convincente, sino también extremadamente atractiva, era otra que —cosas de la vida y de la historia— ha terminado por caer en desuso. Me refiero a la idea de compromiso. Ha llegado a sonar tan anacrónica que en un reciente foro en el que tuve la ocasión de debatir sobre estos temas, un joven politólogo se ahorraba incluso el esfuerzo de entrar a discutir sobre ella, despachándola con el displicente calificativo de «mantra». Hay que reconocer que, en todo caso, no solo la normalidad democrática, sino la forma concreta en que han ido evolucionando nuestras democracias, ha hecho que la idea de compromiso vaya perdiendo buena parte de las determinaciones con que se adornaba antaño y que le concedían un aura que no dudaría en calificar de épica.

Sin embargo, que la idea haya ido abandonando algunas de sus antiguas determinaciones en modo alguno equivale a afirmar que haya quedado por completo huérfana de significado y que haya pasado a incrementar la nómina de esos significantes presuntamente vacíos, tan del gusto de los partidarios de convertir el discurso político en un mero juego de palabras. Acaso más bien valga la pena plantearse la posibilidad de que las nuevas circunstancias nos empujan a pensar el compromiso en unos términos diferentes, adecuados a la actual situación.

Probablemente de lo que se trate hoy no sea tanto de radicalizar el compromiso con el fin de que recupere la tonalidad casi heroica que tuvo en otro tiempo (por ejemplo, durante el franquismo), objetivo de todo punto imposible, por fortuna, sino más bien de democratizarlo, esto es, de dotar de un significado concreto a aquella primera respuesta mía que tan poco entusiasmaba a alguno de mis entrevistadores. Porque el hecho de que todos los ciudadanos estemos siempre, en tanto que ciudadanos, metidos en política en modo alguno equivale a afirmar que debamos estarlo siempre de la misma manera.

Pendientes como están algunos —con sobrados motivos, por supuesto— de acabar con las puertas giratorias, a menudo parecen olvidarse de otro peligro, no menor, que también acecha a nuestros representantes políticos: la tentación de convertirse en profesionales de la cosa pública. Peligro tanto mayor cuanto menos atractivo resulte el lugar (quiere decirse, la específica profesión y el concreto puesto de trabajo) al que deberían regresar en caso de verse obligados a abandonar la política. Téngase en cuenta, además, que algunos de los recién llegados ya habían hecho del activismo un auténtico modo de vida (remuneración incluida), en el sentido más profesional de la expresión. A ese respecto, no hacen falta una gran perspicacia ni particulares dotes de adivinación para anticipar que el grueso de quienes han irrumpido en el espacio público en los últimos tiempos denunciando, con grandes aspavientos, la fuerza con la que se aferraban a los cargos los viejos políticos tardará largo tiempo en abandonar la escena política.

De ahí que me atreva a sugerir que tan saludable como resultaría poner fin a los denostados privilegios giratorios de los que gozan algunos cuando abandonan la vida política lo resultaría asimismo poner los medios para que esta última no quedara convertida en territorio casi exclusivo de un determinado grupo (por más subdividido en tribus que se pueda encontrar), y se potenciara en lo posible la figura, a la que nos referíamos hace un momento, de «transeúnte de la política». A fin de cuentas, solo de muy pocos políticos cabe afirmar que la sabiduría que les ha permitido acumular su dedicación al servicio público constituye un capital que no podemos permitirnos el lujo de desperdiciar. Del resto de quienes se dedican a la cosa pública parece poco menos que obvio afirmar que resultan por completo sustituibles. No creo que sean estas afirmaciones particularmente atrevidas. A fin de cuentas, lo propio ocurre en cualquier otro ámbito de la sociedad, donde el paso del tiempo se encarga de certificar la condición de prescindibles de todos nosotros. Así pues, ¿por qué no iba a regir esta misma inexorable lógica en la esfera de la política?

(Casi) todo está a la vista

El asunto, como estamos intentando argumentar, debe ser planteado, sin el menor género de dudas, en unos nuevos términos. Se trata más bien de abrir las instituciones y las formaciones políticas en general al mayor número posible de ciudadanos, de manera que la participación deje de constituir un privilegio al alcance de unos pocos (privilegio al que, por añadidura, buena parte de estos últimos habrían accedido por sus aventajadas relaciones con la dirección del partido correspondiente). Las graves disfunciones que la ausencia de dicha participación ha provocado en la vida pública en los últimos tiempos constituyen la prueba más contundente de su necesidad.

La condición de transeúnte (por perseverar en la expresión orteguiana) de los políticos debería contribuir también a deshacer algunas de las percepciones más frecuentes que la ciudadanía tiene no solo acerca del funcionamiento de las instituciones, sino también acerca de la práctica de los protagonistas de la vida pública. Así, nuestro lenguaje ordinario todavía conserva expresiones que dan a entender la existencia de un dentro y un fuera de la cosa pública, como si quienes se encuentran en su interior estuvieran en el secreto de cuestiones que les son vedadas a quienes habitan en el exterior, esto es, al común de los ciudadanos.

Pues bien, si algo se le hace evidente a quien se adentra por vez primera en el ámbito de la política más institucional, es la absoluta obsolescencia de viejas expresiones como «saber de buena tinta», «estar en el ajo» y otras similares. Por el contrario, hoy, cuando dos diputados de a pie se encuentran en los pasillos del Congreso y uno le pregunta al otro si dispone de alguna información sobre un determinado episodio político, lo más frecuente es que el segundo le responda aludiendo a lo que acaba de leer en un periódico, ver en la televisión o escuchar en una emisora de radio. Sin duda, este hecho tiene que ver con la difusión casi instantánea y generalizada de cualquier información (una difusión que cualquiera, espontáneamente, tendería a valorar como positiva, en términos de transparencia). Se debe reconocer que esa dimensión existe, desde luego. Pero no es menos cierto que cabe otra valoración, ya no tan positiva, de este mismo hecho.

Porque en nuestros días los representantes «normales» de la ciudadanía —como los diputados a los que se aludía en el párrafo anterior, sin ir más lejos— no manejan información privilegiada, ni disponen de más datos que los que obran en poder de cualquier ciudadano interesado en la política. Diputados y periodistas, pongamos por caso, van a la par a este respecto (aunque en más de un caso estos últimos incluso vayan por delante de los primeros: no es raro que un diario filtre las intervenciones de los miembros de la dirección de un partido en reuniones celebradas a puerta cerrada, proporcionando de esta manera a sus cuadros medios y militantes de base una información de cuyo conocimiento quedarían excluidos de no ser por los medios). Todo ello parece validar el diagnóstico que hizo en su momento Anthony Giddens cuando señaló que la vieja política murió el día en que los ciudadanos supieron que podían disfrutar de la información de los políticos en la misma longitud de onda que ellos.

Pero uno de los efectos que se sigue de esta mayor disponibilidad de la información posee un signo negativo. Las cúpulas de las formaciones políticas —al igual, por cierto, que quienes ostentan poder efectivo en cualquier ámbito de relevancia social— se han vuelto temerosas de que pueda devaluarse el capital informativo que manejan y han terminado por convertirse en extremadamente celosas de este. La paradójica situación en la que, debido a esto, hemos acabado por desembocar es la de un marcado contraste entre unos ámbitos en los que la transparencia tiene tan pocas restricciones que en muchos casos se diría que roza la obscenidad —tan solo un ejemplo aunque no por ello menor es que se ha convertido en práctica habitual que determinados medios difundan mensajes estrictamente privados (correos electrónicos, whatsapps, telegrams, SMS, etcétera) de personajes públicos con el farisaico argumento de que «son noticia» o, peor aún, de que «los lectores tienen derecho» a conocerlos—, frente a otros ámbitos en los que la opacidad es casi absoluta, de tal manera que decisiones de la mayor trascendencia son conocidas previamente apenas por el reducidísimo círculo que rodea a quien las ha de tomar, cuando no solo por él mismo. No deja de ser llamativo que esta situación se haya producido en tiempos en los que a muchos se les llena la boca hablando de la necesidad no solo de transparencia, sino también de la máxima participación de la ciudadanía en la toma de decisiones.

No es este el momento de complicar lo planteado hasta aquí introduciendo un nuevo problema, pero al menos valdrá la pena dejarlo apuntado. No habría que descartar que el señalado déficit de transparencia, presente desde antiguo en nuestra vida política (algunos recordarán, por no remontarnos mucho más atrás, el célebre y misterioso cuaderno azul de Aznar), lejos de haberse debilitado en los últimos tiempos, se hubiera visto reforzado. De ser así, esta situación estaría indicando la persistencia de viejas lógicas de funcionamiento del poder que, más allá de las diferencias en la gesticulación y en las formas de unos y de otros, en absoluto habrían sufrido modificación alguna.

Lo llamativo, en todo caso, no es la persistencia de quienes ya venían practicando tan enigmático hermetismo (Rajoy habría sido, en ese sentido, un digno sucesor de Aznar), sino que este se dé también entre quienes afirmaban traer consigo una forma alternativa de hacer política, en teoría infinitamente más transparente y participativa. En este punto, no ha habido tal alternativa, hasta el extremo de que podría aventurarse que la perseverancia en la opacidad representa uno de los efectos (¿deseados o indeseados?) de esa reedición del culto a la personalidad que parece estar acompañando a los nuevos liderazgos.

Ahora bien, dicha perseverancia, según quién la protagonice, puede presentar un agravante: en los hiperliderazgos, la relación entre el líder y la sociedad se plantea como presuntamente directa e incompatible con la falta de transparencia. Estaríamos en un caso inexcusable del que la historia nos tenía más que advertidos. Este tipo de vínculo sin mediaciones (del que una buena muestra la constituirían las famosas consultas a las bases, casi siempre tuneadas, a las que algunos y algunas, ante el menor problema, acuden en busca de remedio) daña de manera frontal la democracia misma, que requiere para su adecuado funcionamiento no solo un máximo de participación de la ciudadanía, sino también, en lo posible, que esta sea comprometida, crítica, exigente y responsable. Esto que incluye, entre otras cosas, la conciencia generalizada del valor de todo ese entramado de procedimientos y mediaciones inherente a la materialidad democrática (y no a su mera formalidad). Es curioso que determinados políticos de nuestros días no tengan el menor interés en potenciar ese entramado esencial, en beneficio de los atajos de una presunta relación no mediada («democracia directa», se atreven a denominarla), atajos que no se termina de saber nunca a dónde conducen.

Sobre la mal llamada clase política y otras clases

Ya que hemos empezado a hablar de los políticos en general, sin introducir demasiadas matizaciones, tal vez valga la pena, antes de que sea demasiado tarde, reflexionar por un momento sobre la naturaleza de este colectivo, no fuera a ser que le estuviéramos atribuyendo, sin demasiado fundamento y dejándonos llevar por los tópicos más repetidos, un conjunto de rasgos que tal vez no sean los que mejor lo describen. A estos efectos, resultará de utilidad establecer una comparación con otros colectivos, de los que el político se encuentra menos alejado de lo que mucha gente cree. Me refiero al de los periodistas y al de los filósofos (este último, a qué esconderlo, por la parte que me toca).

Que los periodistas hablan mucho de sí mismos es bien sabido. Hasta el punto de que tal vez quepa afirmar que constituyen uno de los colectivos profesionales más autorreferenciales. Está de más ahora entrar a comentar en profundidad de qué manera lo son. Baste con decir que, en general, suelen referirse a sí mismos en términos elogiosos, destacando la importancia de su actividad para la buena salud crítica de la ciudadanía, la trascendental función social de su tarea para un correcto funcionamiento de la democracia, etcétera. Vale la pena puntualizar que los propios ciudadanos parecen no valorar de manera tan inequívoca a este colectivo, si atendemos a los comentarios que no es raro escuchar respecto a los periodistas, a los que se les suele reprochar su tendenciosidad y su subordinación a los dictados de la empresa para la que trabajan, soliendo cuestionarse su genuino interés por la verdad.

Se podrá contraargumentar que otros colectivos hacen lo propio. Los filósofos, por mencionar el que me resulta más familiar, también hablan mucho de sí mismos, sobre todo en los últimos tiempos. La clara percepción de que su disciplina está en peligro, tanto en nuestro país como en otros de nuestro entorno, es en gran medida la responsable de dicha reacción. Pero resultaría engañoso ubicar en esta particular y contingente circunstancia el único motivo de la querencia de la filosofía a tomarse como objeto principal. En realidad, la razón más importante es fundacional: la filosofía es un saber que tiene como una de sus características estructurales reflexionar sobre sí. La autorreferencialidad en su caso forma parte de su misma definición, lo cual no ocurre, obviamente, con el periodismo. Aunque habría que añadir a renglón seguido que, al igual que sucede con los periodistas, la percepción que de los filósofos a menudo se tiene en la sociedad —sumariamente, la de personas que viven encerradas en su propia burbuja especulativa, ajenas por completo a lo que sucede en el mundo real— no es tan entusiasta como la que los susodichos tienen de sí mismos.

Pues bien, podríamos decir que los políticos son tal vez el colectivo más anómalo desde el punto de vista que estamos considerando. Por lo pronto, en este caso la distinción entre ellos y su actividad tiene una importancia mucho mayor que en los colectivos anteriores. Porque no cabe afirmar que quienes más hablan de la política sean precisamente sus propios protagonistas, los políticos,

sino los politólogos o los analistas políticos. Incluso, sin temor alguno a la exageración, podría afirmarse que los políticos hablan poco de sí mismos, igual que no se prodigan haciendo consideraciones sobre política en general, cosa que no deja de resultar un tanto sorprendente.

Es probable que una de las razones de este silencio tenga que ver con su naturaleza misma. Aunque se haya convertido en habitual el rótulo «los políticos» (a veces también denominados «políticos profesionales»), como si constituyeran un colectivo identificable con nitidez y formado por personas que permanecen en el ámbito público prácticamente toda su vida, la realidad está lejos de ser así. Tal vez resulte de utilidad a este respecto un simple dato. Alguien me comentaba que existe una asociación de exdiputados de la democracia, que bien podría servir como un universo representativo de la totalidad de los parlamentarios que ha habido en este país en los últimos cuarenta años. Pues bien, la mitad de sus miembros solo duraron en el escaño una legislatura (en algún caso, de menos de cuatro años) y, del resto, la mayoría solo prolongó su vida parlamentaria una legislatura más. Como se ve, una realidad algo diferente de la imagen de los políticos atornillados a su escaño o a su cargo durante casi toda su vida laboral.

Con estos datos no se pretende tender un manto de comprensiva benevolencia sobre este grupo ni, menos aún, indultar a quienes efectivamente pueden haberse profesionalizado en la política en el peor sentido de la expresión, sino más bien llamar la atención sobre la peculiar naturaleza del colectivo, en gran medida de aluvión y, en todo caso, muy alejada de la consistencia interna que desde fuera se le suele atribuir. Un colega filósofo muy cercano, aterrizado recientemente en las tareas parlamentarias, me comentaba, con divertido estupor, que la formación política por cuyas listas se había presentado a las últimas elecciones legislativas había procedido a reescribir su página de Wikipedia, pasando a definirle como «filósofo y político», tal que si hubiera adquirido esa nueva condición ontológica de un día para otro por el mero hecho de haber sido elegido.

Si la anécdota —de apariencia trivial, me reconocía mi colega— resultaba significativa es porque coincidía con una sensibilidad que también había detectado en amplios sectores de la sociedad. Y, para ilustrar esto, como anécdota de refuerzo, me hacía referencia a una reunión, a escasas semanas de haber empezado a ejercer como diputado, en la que el representante de una ONG (¡a la que él mismo había pertenecido en el pasado reciente!) había procedido a increparle, atribuyéndole todos los rasgos peyorativos con los que habitualmente se caracteriza a «los políticos» (tacticismo, ausencia de principios, desinterés por los problemas reales de los ciudadanos, exclusiva atención a los cálculos partidarios más electoralistas…):

Tuve la impresión de que se había producido en mí, sin que yo me hubiera enterado, algo parecido a la transubstanciación eucarística de la que nos hablaban los curas de nuestra infancia. Y de la misma forma que se nos decía que el pan y el vino se convertían durante el sacramento de la comunión en el cuerpo y la sangre de Cristo, así también terminé por pensar que, con la toma de posesión del escaño, debía haberse producido en mí una transformación en mi sustancia de la que todo el mundo parecía ser consciente menos yo mismo.

En realidad, eso que la gente llama, tan sumariamente, «los políticos» carece por completo de identidad corporativa, que es algo que se les atribuye con insistencia desde fuera. En ocasiones, por cierto, por parte de sectores que sí practican un corporativismo feroz. De algo debe de ser expresivo el hecho de que no haya conocido en todos estos años ni a un solo diputado o senador que se defina a sí mismo como político. En todo caso, la heterogeneidad real de un colectivo tenido desde fuera por homogéneo permite explicar en gran medida su efectiva impotencia a la hora de dar cuenta de su propia práctica, de elaborar un mínimo discurso (más allá de los cuatro tópicos de ordenanza sobre el servicio público) que consiga tematizar el sentido profundo que para sus protagonistas tiene la política y, en idéntica medida, que sea capaz de dar respuesta a los ataques que esa misma actividad viene recibiendo últimamente desde diversos frentes. Porque no cabe olvidar la nueva faceta crítica que, desde dentro, parece habérsele abierto a la práctica política institucional. Flaco favor hacen no solo a la dignidad, sino a la propia eficacia de las instituciones, quienes, tras haber afirmado con triunfal insistencia que solo cuando ellos fueron elegidos entró por fin el pueblo en ellas (como si los votos obtenidos por otras fuerzas políticas procedieran de unos extraterrestres), luego, durante una temporada, se dedicaban a repetir que lo que realmente importaba no es el poco lucido trabajo institucional, sino lo que sucede en la calle. Se diría que a la prisa por entrar la siguió, a la vista de su insolvencia parlamentaria, la urgencia por salir. Aunque esta no sería la última etapa de su peculiar evolución, como tendremos ocasión de ver.

Considerado lo cual, podríamos concluir, todo lo provisionalmente que haga falta, que tal vez no les vendría mal a nuestros políticos algo del orgullo autorreferencial de los periodistas y buena dosis del empecinamiento autorreflexivo de los filósofos. En todo caso, siempre sería mejor opción que la vergüenza de culpabilidad que en ocasiones parece atenazar a algunos de nuestros representantes públicos por el mero hecho de serlo y la ausencia de discurso acerca del sentido último de su actividad en el que unos cuantos de ellos parecen encontrarse muy a gusto. En definitiva, puestos a buscar un eslogan que sustanciara lo que se echa a faltar en este colectivo, acaso se podría proponer el siguiente: menos voluntad de poder y más voluntad de entender.

Hablar de lo Público en Público

Alguien podría argumentar, no sin buenas razones, que las puntualizaciones del epígrafe anterior, dirigidas fundamentalmente a deshacer algunos malentendidos respecto a los políticos, han soslayado una cuestión insoslayable en un libro como el que el lector tiene entre manos, a saber, la de la manera específica en la que el filósofo debe desenvolverse cuando se incorpora al espacio tradicionalmente ocupado en exclusiva por los políticos, esto es, las instituciones representativas (si bien es cierto que solo se ha hecho referencia a su querencia autorreflexiva). Adelantando el nervio de la respuesta podríamos decir que viene obligado a una doble tarea. Una, como representante de la ciudadanía, pasa por desarrollar, mediante las herramientas de que disponga, las tareas que le son propias en la cámara legislativa. Y otra, como filósofo, consiste en ejercer de tal, esto es, someter a reflexión y eventual crítica aquello que ocurre, es decir, pensar lo público en público. O, si se prefiere una formulación distinta, ejercer consecuentemente de intelectual.

A estos efectos, convendrá introducir algunas puntualizaciones. El término «intelectual» apenas conserva unas pocas briznas de su antiguo prestigio, de cuando dicha figura venía a constituir una modalidad secularizada del sacerdote y se le atribuía una enorme autoridad para emitir juicios de valor sobre cuanto pudiera ocurrir en la esfera pública y buena parte de la privada. Ciertamente, de tan desmesurado prestigio queda ya bien poco. De hecho, hoy en día, para conseguir el mismo efecto sobre la ciudadanía que antes provocaban las opiniones de una sola de aquellas figuras hace falta reunir un número muy elevado de profesionales de la cultura, a ser posible aderezado con un número no menor de otros, provenientes del mundo del espectáculo o incluso del deporte, como si la cosa ya fuera al peso. Y para alcanzar la repercusión que obtenía alguno de aquellos intelectuales de antes con sus argumentos no hay otra que recoger una abundante cantidad de firmas en apoyo de un manifiesto que no suele ir mucho más allá de presentar unas pocas ideas ordenadas en puntos, a modo de consignas.

Esta patente devaluación de la figura del intelectual a menudo se interpreta en una clave a mi juicio equivocada. Como si lo que ya no existiera fueran intelectuales de superioridad intelectual y moral tan notable como la que supuestamente poseían los del pasado. Tal vez la clave debería ser la contraria y habría que empezar afirmando que el secreto de la autoridad que se les atribuía nunca residió en esa presunta jerarquía, sino casi en su opuesto, como intentaré mostrar a continuación. De ahí que quizá la definición más adecuada de «intelectual» se resumiría en unas pocas palabras, sin duda para muchos exageradamente modestas: aquel que tiene algo que decir.

De aceptar la definición de urgencia, lo que caracterizaría a la mejor versión de esta figura no sería en modo alguno su superioridad, su excepcionalidad ni ninguna otra forma de supremacía, sino, más bien al contrario, su completa, absoluta y perfecta normalidad. Esto es, el hecho de que esa persona sea capaz de plantear y argumentar unas ideas susceptibles de ser entendidas y aceptadas por el máximo de gente o, si se prefiere, de decir unas palabras en las que cualquiera se pudiera reconocer. Incluso mejor: unas que todo el mundo quisiera haber sido capaz de decir. El intelectual vendría a ser quien esclarece, porque trae a la conciencia de la mayoría aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. La tarea que tendría encomendada sería entonces la de acompañar a sus interlocutores en el camino de la autoclarificación, tarea que por tanto finalizaría en el momento en que estos consiguieran acceder a su particular eureka!

Convendría introducir esta variable a la hora de analizar nuestra situación actual, especialmente en lo que se refiere a la desafección, en algunos momentos generalizada, respecto a los partidos políticos, que es algo que debería mover a todos a una profunda reflexión. Porque la proliferación creciente de «grupos de intelectuales», «círculos de opinión» o incluso de think tanks, la mayor parte de ellos de carácter transversal, induce a pensar que los partidos parecen haber renunciado a disponer no ya solo de intelectuales orgánicos en el sentido clásico sino de intelectuales a palo seco, lo que podría significar que han renunciado a producir discurso. Pero la inteligencia no puede abandonar a los partidos, que están ahí entre otras cosas para recoger y dar forma discursiva y programática a las preocupaciones y demandas de la ciudadanía. Sin inteligencia se corre el peligro de que los partidos queden reducidos, en el mejor de los casos, a meras organizaciones de reclutamiento de mano de obra política para las instituciones y, en el peor, a agencias de colocación para los más allegados.

Recuerdo una entrevista con Fernando Fernán Gómez que leí hace unos años en un diario de difusión nacional. En ella reconstruía su trayectoria, centrándose sobre todo en su faceta como director de cine, e iba pasando revista a las películas de las que había quedado más satisfecho personalmente, y a las que habían tenido mejor crítica, sin olvidar aquellas que habían resultado un auténtico fiasco en taquilla. En un momento dado de la entrevista, al ser preguntado justo por la película de la que había quedado menos contento, hizo referencia a una cuyo título no consigo recordar, pero respecto de la que sí recuerdo bien las razones de su descontento.

Había sido, venía a decir, una película de autoencargo. Esto es, alcanzada cierta altura en su carrera, Fernán Gómez llegó al convencimiento de que había adquirido el suficiente dominio del oficio y de los gustos del público como para llevar a cabo un producto con unas características tales que tuviera el éxito asegurado. Filmó esa película y el resultado fue un desastre. Entonces comprendió que lo que debía hacer no era ponerse de forma artificial en la piel de otros y realizar algo a la medida de lo que les atribuía, sino permanecer lo más fielmente en su propia piel, esto es, dirigir las películas que a él le gustaran, confiando en que gustaran también a mucha gente.

Cuando actuó de esta manera, consiguió grandes creaciones. No había otro secreto: ser lo más veraz posible a su persona y, desde esa sencilla afirmación de sí mismo, conectar con los espectadores. Materializaba con este nada pretencioso comportamiento lo que antes señalábamos, esto es, asumía que sus gustos no eran excepcionales, sino perfectamente comunes, que sus convencimientos podían ser compartidos por muchos y que lo que a él le emocionaba podía emocionar a cualquiera. Lo más íntimo es lo más universal, había escrito el poeta hace muchas décadas, y de nuevo este sencillo criterio resultaba ser el camino más directo para acceder al alma del mayor número de personas.

Es desde semejante perspectiva desde donde (re)cobra su sentido la vieja expresión «compromiso del intelectual», así como la afirmación según la cual el compromiso del intelectual, en tanto que tal, es únicamente con sus ideas. En efecto, esta figura, definida por su sencillez, también viene obligada por un compromiso a su vez sencillo: decir lo que piensa y no otra cosa. No, por ejemplo, lo que sus lectores estén esperando que diga, lo que él crea que es más oportuno y conveniente para sus propios intereses, lo que entienda que puede agradar al editor del medio para el que trabaja, lo que satisfaga al portavoz del grupo parlamentario al que pertenece o cualquier otra consideración ajena al pensamiento

mismo.4 Rechazar estas tentaciones tiene sus riesgos, claro está. El específico fracaso que aguarda a quien mantiene en la plaza pública lo que de veras piensa en su fuero interno es quedar descalificado por otros, verse refutado por los acontecimientos o ser incapaz de dar cuenta de aquello que pretende explicar. Pero comprometerse de esta manera es correr precisamente esos riesgos, al tiempo que el mejor servicio (aunque a algunos burócratas de los partidos, recelosos siempre ante el pensamiento, les cueste verlo) que un intelectual puede prestar a una formación política. Intentaré predicar con el ejemplo, e ilustraré en primera persona lo que pretendo sostener.

En los últimos tiempos, a menudo he tenido la impresión de que ni los comportamientos ni las palabras de algunos de los nuevos protagonistas que irrumpían en la vida pública anunciando un radical propósito regenerativo de esta no me venían de nuevas. Al contrario, me provocaban la poderosa sensación de que la película que protagonizaban, en teoría recién estrenada, yo ya la había visto. De inmediato, lo confieso públicamente, me asaltaba el temor a estar incurriendo en alguna modalidad del imperdonable pecado de «cebolletismo» (por el legendario abuelo Cebolleta de los tebeos de mi infancia, quien relacionaba todo cuanto ocurría con algún episodio de su lejana juventud), esto es, la resistencia a aceptar los cambios y novedades que acompañan al devenir de la historia. Pero, inevitablemente, me preguntaba a continuación: ¿hay otra opción que señalar lo que uno cree estar viendo?, ¿acaso resulta aceptable ocultar lo que se piensa por el miedo a cierto tipo de críticas o a las críticas de ciertas personas?

Para mi tranquilidad y alivio, el tiempo se encargó de demostrar que, en efecto, estábamos ante un mero remake (en muchos casos hasta en los menores detalles) de una película clásica. Un remake que, en determinadas escenas, lejos de hacernos olvidar la versión original, conseguía que la añoráramos intensamente. Pero de cualquier forma, más allá de que en unas ocasiones el tiempo pueda darnos la razón y en otras quitárnosla, no hay para ese particular profesional del espíritu que es el intelectual más alternativa que la de correr el riesgo de decir lo que piensa, sea esto lo que sea. Por más que a continuación Twitter, Facebook y similares puedan rugir o incluso arder en llamas.

De qué va y de qué no va este libro

Todo lo anterior ha pretendido dibujar, sin duda apresuradamente y a grandes trazos, lo que en otra época y con una terminología un tanto afrancesada se solía denominar el lugar teórico desde el que se va a hablar. O, si se prefiere un lenguaje menos pretencioso, la perspectiva en la que se coloca este libro y, en consecuencia, lo que se va a desarrollar a continuación y lo que no. Digámoslo claro: que nadie espere encontrarse en estas páginas con la revelación de secretos que hasta ahora permanecían ocultos para la mayoría, ni, menos aún, con chismes sobre rencillas personales provocadas por la vanidad o las ansias de poder interno de este o de aquella. Tampoco es mi propósito ofrecer al lector la consabida crónica del intelectual universitario «cejas altas», perplejo ante las complejidades, más o menos cargadas de burocracia y formalismos diversos, de la práctica parlamentaria diaria. Ni, por supuesto, pretendo ofrecer al lector el previsible relato del pensador-independiente-decepcionado-ante-el-abrumador-peso-del-apara- to-de-los-partidos o torturado interiormente por ver violentada su íntima libertad de conciencia ante la obligación de acatar la estrategia política de la formación con la que se ha alineado.

5 Entre otras razones porque de todas estas dimensiones del asunto ya se ocupó Xavier Rubert de Ventós en su libro El cortesano y su fantas­ ma, Madrid, Destino, 1991.

De nada de eso va el presente libro. Aquí (quiere decirse en lo que sigue) no se engaña a nadie, ni en ese sentido ni en ningún otro. Y si alguien objetara que el planteamiento que se está presentando viene muy mediado por lo filosófico, no me quedaría otra que aceptar el reparo, como señalaba al finalizar la nota previa. En efecto, he terminado por descubrirlo y he de confesar que no me desagrada el descubrimiento: esto del filosofar no se quita, porque es la argamasa con la que el filósofo empasta su vida, de tal manera que puede resultar perfectamente descriptivo del devenir de su existencia afirmar que vive para pensar. Por eso, los diarios de un filósofo (los más íntimos, por cierto) acostumbran a resultar decepcionantes para determinados lectores, ávidos de lo que aquel casi nunca les podrá dar, a saber, acción vertiginosa o episodios de gran intensidad. Por el contrario, son textos reflexivos, en los que la preocupación motora es cuestionar el sentido de lo que aparece a los ojos de todos bajo una determinada interpretación, buscar ese sentido en aquello que se tiene por absurdo o, en fin, asumir el completo sinsentido de lo que muchos se empeñan en ver como cargado de profundo significado. Porque un filósofo, por definición, no cuenta lo que pasa: cuenta lo que se piensa acerca de lo que pasa. O, tal vez mejor en este caso, cuenta lo que se piensa para pasarlo por el cedazo de la reflexión y la crítica. Por ello (e ir al otro apunte), lo que el lector podrá encontrar a continuación no son tanto consideraciones sobre lo que se ha hecho como sobre lo que se ha ido pensando acerca de lo que se ha hecho o, tal vez mejor aún, sobre lo que se ha ido argumentando al respecto a lo largo de este tiempo y, muy especialmente, sobre la lógica subyacente a todas esas argumentaciones.

Permítanme que formule esto mismo con otras palabras, de difusa inspiración wittgensteiniana (las más propias de mi gremio): este no es un libro sobre el hecho de ver, sino sobre lo visto. O, si se prefiere, no se trata del ojo, sino de lo que el ojo ve. Corresponde al lector valorar si mi perspectiva, si lo contemplado desde la particular ubicación en la que me encontraba primero en mi escaño en el Congreso de los Diputados y luego en la presidencia del Senado resulta homologable con la suya o, por el contrario, abarca (o deja fuera de campo) dimensiones de lo real muy diferentes o incluso por completo heterogéneas.

Porque, como les decía también en la nota previa, ese ha sido, en efecto, mi propósito al escribir el presente texto: ir levantando acta reflexiva de lo que iba viendo desde mi escaño o desde mi presidencia e inscribirlo en un marco de sentido general. El resultado puede motivar diversas reacciones, soy consciente. Cabe la posibilidad, en primer lugar, de que el resultado no difiera mucho del que se habría producido si no me hubiera embarcado en esta aventura parlamentaria y de que haya acabado sosteniendo más o menos las mismas afirmaciones que si hubiera continuado con mis tareas de filósofo precedentes, esto es, que entre el antes y el después algunos no alcancen a percibir diferencias relevantes. No descarto tampoco, en segundo lugar, que haya lectores que consideren que su perspectiva no difiere tanto de la mía y concluyan que, por tanto, no se ve la situación de manera muy diferente desde dentro que desde fuera, por recuperar la tipificación de hace un momento. Aunque tampoco se puede excluir, en tercer lugar, que mi nueva situación me haya hecho desplazar mi punto de vista de manera imperceptible para mí mismo pero patente para los lectores. Tal vez me haya contagiado de determinadas actitudes del ambiente parlamentario y partidista, haya pasado a ser benevolente con aquello que a los ciudadanos solivianta y a soliviantarme con asuntos que en la calle generan la mayor de las indiferencias.

Demasiadas dudas, probablemente. Pero solo hay un modo de salir de ellas: corriendo el riesgo de dejar por escrito toda esa experiencia y de someterla a la consideración crítica de los lectores. Y si resulta finalmente que no hay grandes diferencias entre el antes y el después, el dentro y el fuera, lo propio y lo ajeno (cosa que no descarto en absoluto), no podré por menos que alegrarme: me habré cargado de razones para continuar defendiendo la necesidad de la condición de transeúnte para los políticos. A fin de cuentas sería una forma de corregir el malhumorado «¡Que se vayan todos (estos)!», tan a la orden del día en su momento, por el más hospitalario

«¡Que pasen (otros)!». Y, a ser posible, que luego nos lo cuenten.