Caitlin-Moran

Caitlin-Moran

Primeros capítulos

Caitlin Moran, un hachazo a los mitos de la fama

Tras el éxito de su best seller mundial 'Cómo ser mujer' una de las columnistas más queridas e irreverentes del Reino Unido vuelve a la carga con una novela visceral y tronchante sobre la necesidad de aprender a ser una misma sin cortapisas y la perniciosa obsesión por la fama

13 enero, 2020 12:09

NOTA DE LA AUTORA

Esto es una obra de ficción. De vez en cuando aparecen músicos y lugares reales, pero todo lo demás -los personajes, lo que hacen y lo que dicen- es producto de mi imaginación. Provengo, igual que Johanna, de una familia numerosa, crecí en una vivienda de protección oficial de Wolverhampton e inicié mi carrera profesional como periodista musical cuando todavía era una adolescente. Pero no soy Johanna. Su familia, sus colegas, las personas a las que conoce y sus experiencias no son mi familia, mis colegas, las personas a las que yo conocí ni mis experiencias. Esto es una novela, y todo es ficticio.

La lista de reproducción que acompaña a la novela  está disponible en www.caitlinmoran.co.uk

Primera parte

Cuando tenía once años renuncié oficialmente al sueño de mi familia.

El sueño de mi familia era sencillo y aparece en mis recuerdos más tempranos: algún día conseguiríamos dinero en algún sitio (nos tocaría la lotería, encontraríamos un cáliz medieval en un mercadillo o, lo menos probable, ganaríamos ese dinero) y nos marcharíamos de Wolverhampton.

«Cuando caiga la bomba atómica, mejor que nos pille bien lejos», decía mi padre, al final de nuestra calle, y señalaba más allá de los campos de cultivo de Shropshire, hacia las lejanas Black Mountains. Vivíamos prácticamente en el campo.

«Si se cargan Birmingham, la lluvia radiactiva no llegará a Gales, porque esas montañas son como un muro –añadía, convencido–. Allí estaremos a salvo. Si nos metemos en la furgo y salimos cagando leches, en dos horas nos plantamos en la frontera.»

Estábamos a mediados de la década de los ochenta, cuando sabíamos a ciencia cierta que, tarde o temprano,  los rusos iniciarían una guerra nuclear contra las West Midlands. La amenaza era tan visceral que hasta Sting había escrito una canción sobre ella para advertirnos que iba a ser, a grandes rasgos, jodida. Así que estábamos mentalizadísimos.

Y planeábamos nuestra huida. La casa de nuestros sueños era un refugio de supervivencialista, con suministro de agua propio (un manantial o un pozo). Necesitaríamos un amplio terreno para poder ser autosuficientes («Cultivaremos fruta en invernaderos de plástico», decía papá) y tendríamos un sótano lleno de cereales y armas («Para disparar contra los saqueadores cuando vengan. O para suicidarnos», añadía con el mismo tono risueño, «si las cosas se ponen muy feas»).

Hablábamos tanto de la casa de nuestros sueños que todos dábamos por hecho que su existencia era real. Manteníamos apasionadas y largas discusiones sobre si era mejor tener cabras o vacas («Cabras. Las vacas son muy cabronas») y sobre qué nombre podíamos ponerle a la finca. Mi madre, que se había quedado un poco idiota después de tantos embarazos, era partidaria de una opción horrible: «La casa feliz». Mi padre no quería ponerle nombre («No quiero que ningún capullo nos pueda encontrar en la guía telefónica. Cuando llegue el Apocalipsis, no voy a estar para muchas hostias»).

Éramos pobres (bueno, eso era normal; toda la gente a la que conocíamos era pobre), así que por Navidad nos hacíamos regalos unos a otros, y esa Navidad (la Navidad de 1986) yo había dibujado un cuadro de La Casa de los Sueños del Supervivencialista para regalárselo a mis padres.

Como solo era un dibujo, no había escatimado en nada: había una piscina en el jardín y, en la parte de atrás, un huerto de árboles frutales. La puerta principal estaba decorada como la cola de un pavo real, todos los niños teníamos nuestro propio dormitorio y el de Krissi contaba con un tobogán que salía por la ventana e iba a parar a su propio parque de atracciones. Era una casa cojonuda.

Mis padres contemplaban el cuadro con lágrimas en los ojos.

–¡Qué bonito, Johanna! –dijo mi madre.

–¡Debes de haber tardado una eternidad en dibujarlo!–comentó mi padre. Y era verdad. El tejado estaba cubierto de hadas. Me había llevado horas dibujarles las alas. Hasta se veían las venas. Razoné que las alas debían tener venas. Necesitaban un sistema vascular.

Entonces mi madre volvió a mirar mi dibujo y preguntó:

–Pero ¿dónde está tu cuarto, Johanna? ¿Se te ha olvidado dibujarlo?

–Ah, no –contesté con la boca llena de tartaleta de frutas navideña. La masa era muy densa; mi madre no era muy buena cocinera. Por suerte, le había puesto encima una loncha de queso cheddar, por si acaso–. Es que yo no viviré ahí. Yo me iré a vivir a Londres.

Mi madre rompió a llorar. Krissi se encogió de hombros: «Más sitio para mí.» Mi padre me soltó un sermón.

«¡La vida en la ciudad es una muerte segura! –dijo en un momento de su discurso–. Si no te matan los rusos, te matará el IRA. ¡La civilización es una trampa de la que es imposible escapar!»

Pero a mí no me importaba que los rusos o el IRA lanzaran una bomba atómica. Por mí podían lanzar millones, yo seguiría negándome a vivir en la ladera de una montaña, con un rebaño de cabras y soportando la lluvia. Aunque Londres fuera radiactiva, estuviera llena de mutantes y significara una muerte segura, seguía siendo el sitio ideal para mí. En Londres era donde pasaban las cosas y yo quería que pasasen cosas y con la máxima urgencia.

Así que tengo diecinueve años y aquí estoy, en Londres, y resulta que Londres es el sitio ideal para mí. Tenía razón. Tenía razón cuando decía que era aquí donde debía instalarme. Me vine a vivir a la metrópolis hace un año, a un piso de Camden, para iniciar mi carrera de periodista musical. Me compré suficiente ropa para llenar tres bolsas de basura, una tele, un portátil, una perra, un cenicero, un encendedor con forma de pistola y un sombrero de copa. Esa era la suma total de mis posesiones. No necesitaba nada más.

Londres proporciona todo lo demás, hasta las cosas que jamás habías soñado. Por ejemplo: estoy tan cerca del zoo de Regent’s Park que por la noche oigo follar a los leones. Rugen como si quisieran que toda la ciudad se enterase de lo sexuales que son. Conozco esa sensación. Yo también quiero que toda esta ciudad se entere de lo sexual que soy. Los veo como otro de los bonus tracks de Londres: leones calentorros en-suite. Wolverhampton jamás podría haberte ofrecido nada semejante. Aunque hay un inconveniente: los leones calentorros vuelven majara a la perra. Ladra hasta que encargo una pizza Meat Feast y le doy a ella las albóndigas, y yo me como los bordes y el queso. Formamos un buen equipo. Es mi colega.

Si me imagino que la perra es un caballo (y es fácil, porque es enorme), mi vida, en rasgos generales, podría describirse como «la de Pippi Calzaslargas, pero con whisky y música rock». Vivir en una gran ciudad con diecinueve años, con la única compañía de una mascota, significa dedicarse a actividades adultas, pero con la actitud de una cría.

Me pasé tres días pintando mi piso de azul eléctrico, porque, en Sound & Vision, eso era lo que hacía David Bowie y no existe nadie mejor de quien recibir consejos de decoración de interiores que David Bowie.

Luego intenté pintar nubes blancas en la pared, para hacerla más celestial, pero resulta que es muy difícil pintar nubes con una brocha enorme y pintura al agua blanca.  Las nubes parecen bocadillos de tebeo vacíos; las paredes parecen llenas de espacios donde habría que decir cosas, pero todavía no sé qué cosas. Es lo que pasa cuando tienes diecinueve años. Todavía no sabes cuáles son tus frases memorables. Todavía no las has pronunciado.

Cuando tengo dinero, me compro espaguetis a la boloñesa preparados y me los como para desayunar, todos  los días, porque son comida-golosina y los niños se compran golosinas, no comida. Cuando no tengo dinero, me alimento de patatas al horno, porque también son comida-golosina.

Me despierto a mediodía y estoy por ahí hasta las tres de la madrugada y, cuando vuelvo a casa, me preparo una bañera, porque puedo. No despierto a nadie. Esas bañeras me producen una gran felicidad. Todas y cada una de ellas. Vale la pena salir de casa solo para bañarte en la bañera de madrugada. En eso consiste la verdadera independencia.

Me cortan el teléfono a menudo porque se me olvida pagar las facturas, ¡llegan tan seguidas! ¿Quién abre las cartas el mismo mes que las recibe? Solo los imbéciles. Y cuando me cortan el teléfono, la gente llama al pub de al lado, el Good Mixer, y me deja el mensaje allí. El dueño  se queja a menudo de eso.

–¿Qué te has creído? ¿Que soy tu secretaria? –me dice, y me entrega un montoncito de pósits de colores cuando entro con la perra a tomarme una birra.

–Ya lo sé, Keith. Ya lo sé. ¿Me dejas usar el teléfono?

–le contesto–. Solo necesito devolver las llamadas más importantes. ¡Quieren que vaya a Madrid a entrevistar a los Beastie Boys!

Y Keith me pasa el teléfono desde detrás de la barra y suspira, porque es lo que tiene que hacer una persona responsable cuando una adolescente que vive sola necesita hacer una llamada. ¡Uno espabila rápido en un barrio así!

Dejo toda mi ropa sucia en el suelo, porque ¿para qué me voy a gastar el dinero en un cesto de la ropa sucia pudiéndomelo gastar en pollo asado y cigarrillos?

Una vez al mes, cuando toda la ropa ha llegado al suelo, la meto en mi petate y la llevo a la lavandería. Uno de Blur va a la misma lavandería que yo. Mola mucho ir a la misma lavandería que una estrella de la música pop. Nos saludamos con la cabeza, sin decirnos nada, y luego leemos la prensa musical y de vez en cuando salimos a fumar un cigarrillo. Una vez lo vi leer una mala crítica de Blur mientras hacía la colada de la ropa interior. Jamás había visto a nadie pasar sus calzoncillos de la lavadora a la secadora con una cara tan triste. No es nada fácil compaginar tu faceta de icono público y tu rutina doméstica. Hay un desajuste tremendo, algo que chirría. Grace Kelly nunca tuvo que desatascar el filtro lleno de pelusa de la secadora mientras Pauline Kael, la crítica de cine, la insultaba a voz en grito.

Y estas cosas me hacen comprender que Londres no solo es un sitio donde vives: Londres es un juego, una máquina, una lupa, el crisol de un alquimista. Gran Bretaña  es una mesa inclinada de un modo que todas las monedas ruedan hacia Londres y nosotros somos calderilla. Yo soy esa calderilla. Londres es una máquina tragaperras y tú eres la moneda que introduces con la esperanza de que salgan todo cerezas o todo campanas.

En Londres no vives. En Londres juegas y juegas para ganar. Para eso es para lo que todos estamos aquí. Es una ciudad llena de concursantes y cada uno persigue uno del millón de premios posibles: riqueza, amor, fama. Inspiración.

Tengo las páginas del callejero pegadas en la pared para poder así contemplar toda Londres e intento aprenderme cada pasaje, cada calleja y cada callejón. Y cuando retrocedo cuatro pasos, hasta que choco contra la cómoda, a lo que más se parece ese entramado de calles es a una placa madre de ordenador. Las personas son la electricidad que va de un lado a otro por él y ahí es donde nos encontramos, donde colisionamos y donde surgen las ideas, se solucionan los problemas, se crean cosas. Donde explotan las cosas. Yo, ese tipo triste de Blur y seis millones de personas más no hacemos otra cosa que intentar renovar la instalación eléctrica. Intentamos, en la medida de nuestras posibilidades, por pequeñas que sean, establecer nuevas conexiones entre las cosas. Esa es la tarea de una capital: inventar posibles futuros y ofrecérselos al resto del mundo: «Podríamos ser así. O así. Podríamos utilizar estas palabras o llevar esta ropa. Podríamos tener a personas así, si quisiéramos, ¿no?»

Somos instigadores de porvenir, intentamos que nuestro porvenir resulte lo más atractivo que sea posible, porque el secreto de todos los que vienen a Londres, de todos los que van a cualquier gran ciudad, es que han venido aquí porque en su casa no se sentían normales. Solo se sentirán normales si se apropian de la cultura popular con su extravagancia, si se infiltran a sí mismos en el sistema de circuitos y, recurriendo a los estimulantes eufóricos de la música, los cuadros, las palabras y la moda, hacen que, de pronto, el resto del mundo aspire a ser tan excéntrico como ellos. A encontrar la manera de ser mejor estrella de rock o mejor escritor. Hacer que el resto del mundo también quiera pintar las paredes de su casa de azul eléctrico... porque se lo dice una canción bonita. Quiero hacer que pasen cosas.