Peter-Handke

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Primeros capítulos

El penúltimo viaje de Peter Handke

26 noviembre, 2019 11:41

Esta historia comenzó en uno de aquellos días de pleno verano en que uno anda descalzo por la hierba y por primera vez en el año es picado por una abeja. Al menos eso es lo que siempre me ha pasado a mí. Y ahora sé que esos días de la primera y a menudo única picadura del año, por lo general, coinciden con el abrirse de las flores blancas del trébol, del que crece a ras del suelo, en el que las abejas retozan medio escondidas.

Era un día soleado, también eso como siempre, de principios de agosto, pero, en todo caso bien entrada la mañana, aún no hacía calor, y en lo alto, y cada vez más en lo alto, el cielo azuleaba constante. Apenas había una nube, y si se formaba alguna: se disolvía de nuevo. Una brisa suave, que daba alas, soplaba, como suele ocurrir en verano, desde el oeste —en la imaginación desde el Atlántico— refrescando la bahía de nadie. No había rocío que secar. Igual que desde hacía ya más de una semana, al vagar temprano por el jardín, tampoco se había notado humedad bajo las plantas desnudas de los pies y, menos aún, entre los dedos.

Se dice que las abejas, a diferencia de las avispas, al picar, pierden el aguijón y que, por eso, a causa de la picadura, tienen que morir. En todos los años anteriores, pocas veces me habían picado —casi siempre en el pie desnudo— sin que yo mismo lo presenciara, por lo menos si tenía en cuenta el arpón de tres puntas, tan diminuto como poderoso, que parecía desgarrado de la carne interior de la abeja y alrededor del cual se hinchaba algo inconsistente y gelatinoso, las entrañas del insecto; a la vista estaba, además, un ser combándose, temblando, tiritando, cuyas alas perdían fuerza.

Pero aquel día de la picadura en el que la historia de la ladrona de fruta tomó forma, la abeja que me picó a mí, el descalzo, no sucumbió. Aunque se trataba de una abeja del tamaño de un guisante, peluda, lanosa, con los consabidos colores y franjas de las abejas, al picar, no perdió ningún aguijón y, después de la picadura, una picadura de abeja como pocas —tan repentina como intensa—, se elevó zumbando, dándose un impulso, no solo como si no hubiese ocurrido nada, sino como si, además, en virtud de su acción, hubiese recuperado nuevas fuerzas.

A mí la picadura me pareció bien, y no únicamente porque la abeja había sobrevivido. Hubo además otras razones. En primer lugar, se decía que las picaduras de abeja, de nuevo supuestamente a diferencia de las de las avispas o de los avispones, eran buenas para la salud, para aliviar los dolores reumáticos, para fortalecer la circulación sanguínea o para lo que fuera, y, ahora, una picadura así —otra vez una de mis imaginaciones— me reanimaría al menos durante un rato los dedos de los pies, que de año en año tenía más débiles e insensibles, prácticamente entumecidos; por una fantasía o imaginación similar, arrancaba yo las ortigas con las manos descubiertas, a menudo ramos enteros, tanto del jardín de la bahía de nadie como de las terrazas de la lejana finca de la Picardía —aquí, suelo de loess; allí, calcáreo—.

Di la bienvenida a la picadura por una segunda razón. Me la tomé como una señal. ¿Una buena señal?, ¿una mala? Ni buena ni mala y en absoluto funesta, simplemente una señal. La picadura dio la señal de partida. Es hora de que te pongas en camino. Aléjate del jardín y de la región. Vete. Ha llegado el momento de marchar.

¿Pero necesitaba yo esta suerte de señales? Aquel día, en aquel entonces: sí, y aunque de nuevo sea solo una imaginación o una ensoñación de verano.

Ordené lo que se tenía que ordenar en la casa y el jardín, también dejé expresamente esto y lo otro donde se hallara o reposara, planché las dos o tres camisas viejas a las que tenía más apego —apenas se habían secado en la hierba—, hice el equipaje, metí dentro las llaves de la casa de campo, mucho más pesadas que las de la casa de las afueras de la ciudad. Y no era la primera vez que, poco antes de salir, al atarme los cordones de las botas de caña corta, se me rompía un cordón, no encontraba de ninguna manera las parejas de los calcetines, me pasaban por las manos tres docenas de mapas detallados sin que apareciera el que me interesaba; la diferencia esta vez fue que se me rompieron los dos cordones de los zapatos —durante el cuarto de hora previo que tardé en desanudarlos se me rompió la uña de un pulgar—, que al final hice pares con los calcetines desaparejados —prácticamente sólo de esos—, y que de repente me pareció bien ponerme en camino sin tener ni un mapa.

De repente también me liberé de la falta de tiempo en la que había quedado atrapado, una falta de tiempo infundada que me invadía siempre, no solo en las horas previas a la partida; por lo general, entonces, me cortaba sobre todo la respiración y, en la hora antes de salir, era verdaderamente asfixiante. Ni una hora más allí. ¿Libro de la Vida? Libro en blanco. Se acabó el sueño. Se acabó el juego.

Pero ahora, de manera inesperada: la falta de tiempo se había esfumado, no tenía objeto. Todo el tiempo del mundo tenía yo de repente. Viejo como era: más tiempo que nunca. Y el Libro de la Vida: abierto y, a la vez, bien sujeto; las páginas, en especial las páginas en blanco, resplandeciendo al viento del mundo, de esta Tierra, del aquí. Sí, por fin conseguiría ver a mi ladrona de fruta; hoy no, mañana tampoco, pero pronto, muy pronto, y la vería como una persona, entera, y no meramente en los quiméricos fragmentos que, durante todos los años anteriores, por lo general, entre la multitud y, además, siempre solo de lejos, habían aparecido ante mis ojos envejecidos dándome otra vez nuevas alas. ¿Una última vez?

¿Es que has olvidado que eso de hablar de una «última vez» no se hace, tan poco como de una «última copa»? O si se habla de ello, entonces como aquel niño que, después de que le hayan dejado que juegue «¡una última vez!» (pongamos que con el columpio o el balancín), grita: «¡una última vez!», y luego: «¡una última vez». ¿Grita? ¡Vocea! ¿Pero eso no lo has dicho tú a menudo? Sí, pero en otro país. Y eso qué más da.

Aquel día de verano no me llevé ni un libro, incluso retiré el que tenía en la mesa y todavía había estado leyendo por la mañana, una historia medieval de una joven que, para afearse y así librarse de los hombres que la perseguían, se había cortado las dos manos. (¿Uno mismo se cortaba ambas manos? ¿Cosas así solo pasaban en las historias medievales?) En casa dejé también mis cuadernos de notas y libretas, los guardé, los escondí como para mí mismo, aceptando que ya no los encontraría más, al menos no en el tiempo venidero, prohibiéndome servirme de ellos.

Antes de ponerme en camino me senté —el petate a mis pies— en una silla aislada, más bien un taburete, en medio del jardín, a distancia de los árboles y, sobre todo, lejos de las mesas, de la mesa de debajo del saúco, de la de debajo del tilo, de la de debajo de los manzanos, que era la más grande o, en todo caso, la más saliente. En mi imaginación, sentado así, ocioso, ligeramente erguido, una pierna sobre la otra, con el sombrero de paja para los viajes bien calado, yo encarnaba aquel jardinero llamado «Vallier» (o como sea que se llame) que Paul Cézanne pintó y dibujó una y otra vez hacia el final de su vida, en especial en 1906, año de su fallecimiento. En todos esos cuadros, «el jardinero Vaillier» apenas muestra una cara, y no solo por el sombrero que le ensombrece la frente, o, si acaso, una cara, imagino yo, sin ojos, y también la nariz y la boca están como borradas. De la cara del que está ahí sentado, ahora sólo tengo presente una silueta. Pero qué silueta. Un contorno gracias al cual la superficie casi vacía de la cara encarna, expresa y emite algo que va más allá de lo que jamás podría llegar a comunicar el dibujo fiel hasta el detalle de una fisionomía o, por lo menos, es y transmite algo diferente, algo por completo diferente, una variante radicalmente distinta. Una posible traducción del nombre de aquel jardinero, que yo he modificado de «Vallier» a «Vaillant», ¿no sería «el vigilante»?, mejor dicho, ¿«el que presta atención»?, ¿«el que vela»? o, simplemente, ¿«el despierto»? Y eso, junto con los órganos de los sentidos semidesaparecidos, orejas, nariz, boca y, sobre todo, los ojos como borrados, ¿se ajustaría a todos los retratos del jardinero Vaillier?

Sentado así, despierto, a la vez que como en un sueño, en otro sueño, de pronto vino volando una voz hasta muy cerca de mi oído —más cerca imposible—. Era la voz de la ladrona de fruta, una voz interrogante, tan suave como decidida —imposible que fuera más suave y decidida—. ¿Y qué me preguntó? Si lo recuerdo bien (porque de nuestra historia ya hace mucho tiempo), nada especial, algo como «¿qué tal?», «¿cuándo te marchas?» (O no, ahora me viene a la memoria). Me preguntó: «¿Qué le pasa, señor?, ¿qué es lo que le preocupa de ese modo?, Qu’est-ce qu’il vous manque, Monsieur?, c’est quoi, souci?» Y esta resultó ser la única vez en la historia que la ladrona de fruta, en persona, me dirigió la palabra. (Por cierto, ¿cómo pude pensar que esta primera y única vez ella me tuteara?) Lo especial fue únicamente su voz, una voz de las que hoy en día son raras, o quizá hayan sido una rareza siempre, una voz llena de cuidado, sin un tono extra de preocupación y, sobre todo, una voz, la voz, de la paciencia, de la paciencia como atributo y también, aún de manera más intensa, como actividad, como un permanente estar activo en el sentido de «tener paciencia», también de «soportar»: «yo tengo paciencia y te soporto, le soporto, la soporto; soporto a quien sea o lo que sea, sin distinción y, sí, sin cesar.» Una voz así nunca en la vida modularía de otro modo y menos aún se cambiaría en otra espantosamente distinta —como me parece que es el caso de la mayoría de las voces humanas (la mía incluida) y, de forma más acentuada, de las voces femeninas—. Pero esa voz estaba en permanente peligro de enmudecer, y quizá —¡Dios no lo quiera!, ¡vosotros, poderes, acudid en ayuda de mi ladrona de fruta!— para siempre. Al cabo de los años —su voz todavía en mi oído— pienso que le encaja aquello que respondió un actor cuando en una entrevista le preguntaron cómo le ayudaba la voz a interpretar la historia que le correspondía en una película. Notaba, dijo, y no sólo en sí mismo, si una escena o la historia entera tenía «el tono adecuado», y le ocurría que valoraba la veracidad de una escena, incluso de la película, no a partir de lo que veía, sino de lo que escuchaba. Dicho lo cual el actor añadió riendo, cosa que por un momento hizo que me pusiera en su lugar: «Y por lo general tengo un oído muy fino, eso lo he heredado de mi madre.»

Era mediodía, el mediodía que quizá sólo es posible durante la primera semana de agosto. Parecía que todos los vecinos de los alrededores hubieran desaparecido, y no desde ayer. Era como si se hubieran mudado no solo para pasar el verano en sus segundas residencias o chalets de la provincia francesa o de otros lugares. Yo me imaginaba que se habían mudado definitivamente, más lejos que lejos, muy lejos de Francia, que habían regresado a la tierra de sus antepasados, a Grecia, al Portugal transmontano, a la pampa argentina, al mar del Japón, a la meseta española y, sobre todo, a las estepas rusas. Sus casas y cabañas de la bahía de nadie estaban todas vacías y, a diferencia de los veranos anteriores, durante los días y noches previos a mi partida no había saltado ni una alarma, tampoco de los pocos coches sin motor, averiados, que llevaban mucho tiempo ahí aparcados.

Durante toda la mañana, también muy temprano, ya había reinado un silencio que con el paso de las horas se extendía más allá de las fronteras o los márgenes de la región de la bahía; los episódicos graznidos de los cuervos, por lo general de tres tiempos, no lo interrumpían tanto como quizá incluso propagaban. Pero ahora, al mediodía, envuelto por un soplo sin viento, inaudible y tampoco visible en el follaje de verano o, más bien, por un flujo de aire adicional, que no una corriente, por una entrada de aire que externamente no se notaba en la piel, ni en los brazos ni en las sienes —no se movía ni una hoja, ni siquiera las hojas del tilo que son más ligeras—, el silencio extendido por toda la región descendió sobre el paisaje terrestre, y lo hizo de una vez, con una sacudida tan suave como poderosa; y, acontecimiento único que tenía lugar todos los veranos durante solo un momento: el paisaje, ya antes rodeado de silencio, bajó o se hundió con la ayuda de la entrada de silencio que repentinamente descendió desde las alturas del cielo; y, sin embargo, continuó siendo la superficie terrestre de siempre, encorvada, arqueada, sustentante. Eso sucedió más allá de lo audible, de lo visible, de lo perceptible. Y, no obstante, fue evidente.

Hundirme en la tierra había sido desde siempre uno de mis sueños diurnos. Y hasta ahora cada verano se había cumplido durante un momento, un único momento, al menos durante los más de veinticinco años de existencia que llevaba yo en uno y el mismo lugar.

Así que también aquel día, en la hora precedente a mi partida hacia el departamento de Oise, por un momento, el momento largamente esperado, había descendido en el silencio general el silencio adicional. Eso había sucedido como siempre. Y, sin embargo, algunas cosas no eran como siempre, para nada.

Como siempre, al dirigir la mirada hacia el cielo, vi que con las alas extendidas en forma de hoz daba vueltas sobre mí el águila que hasta ahora, fiel, había sido siempre la imagen viva de aquel momento y que, como su continuación, se acercaba silenciosa. En mi imaginación era la misma ave rapaz que, año tras año, se había elevado desde el coto que compartía con halcones, gavilanes, y también buitres y lechuzas en el bosque de Rambouillet, en el oeste, y, ahora, en su ruta aérea hacia el este, hacia las afueras de París, y regreso, volaba en espirales sobre la bahía del silencio. Como siempre, identifiqué también con un águila el ave que dibujaba sobre mi cabeza unos círculos que parecían hechos aposta para esta región concreta, aunque quizá solo se tratara —¿por qué «solo»?— de un gavilán o de un milano. Como siempre, decidí yo: águila. «¡Hola, águila!¡Oye, tú! ¿Qué tal? Que-ce-que tu deviens?»

Que el águila volara tan bajo, esto no era como siempre. Nunca la había visto dar vueltas tan cerca de las copas de los árboles y los tejados de las casas. Todos los años, incluso las golondrinas, por alto que volaran en el azul del cielo, planeaban varias unidades de volumen por debajo del águila. Pero esta vez las golondrinas dibujaban sus órbitas por encima de ella, y vi —esto tampoco era como siempre— que, más que dibujar órbitas, iban y volvían disparadas, cruzaban en todas direcciones el cielo azul a menos altura de lo habitual, justo por encima del águila.

Es cierto que los alrededores se hundieron como siempre lo habían hecho todos estos años que llevaba yo aquí. Pero, esta vez, el suelo y el subsuelo no permanecieron firmes y arqueados. Por momentos, en lugar de la hermosa depresión o concavidad de siempre —y yo hundiéndome en ella—, presencié cómo la región se derrumbaba y se desplomaba amenazadoramente, y no me amenazaba solo a mí.

Aquel día el silencio soñado se abalanzó sobre mí, aunque, efectivamente, solo durante un segundo, como la onda expansiva de una catástrofe de alcance mundial. Y por un momento tuve también claros los motivos, no eran imaginados —eran tangibles, sólidos, innegables—: semejante hundimiento de los alrededores, el silencio de ahora, ese silencio, en lugar de dar ánimos, amenazaba y lamentaba; era un silencio amenazante, un silencio horroroso y mortal a la par: horrorosamente silencioso, horrorosamente paralizante.

Ese silencio expresaba aquello que la historia de los últimos meses y años, brutalmente agudizado, ahora, en la segunda década del pongamos que tercer milenio, había infligido a la gente, no solo en Francia, allí, no obstante, de manera concentrada. Y también eso en aquel momento no era audible, ni visible ni palpable, pero, sin embargo, era evidente, evidente de otro modo. A mí me parecía que todas aquellas mariposas blancas que zigzagueaban cada una por su cuenta de un extremo al otro del silencioso jardín, también se precipitaban. Y luego: tras el seto de aligustre, en el jardín vecino, un grito que me impactó como un grito mortal.

Pero no: ¡fuera la muerte! Nada de muertes aquí: el grito procedía de la joven vecina que, sentada sin decir ni pio en un sillón de mimbre, se había pinchado el dedo con la aguja de bordar. Unas semanas atrás —entonces el aligustre aún estaba floreciendo y olía como solo lo hace el aligustre— yo la había visto sentada del mismo modo a través del follaje, más que verla claramente delineada, la había adivinado con un vestido claro que le llegaba hasta los tobillos y se le tensaba sobre el vientre abultado de un embarazo ya avanzado. Desde entonces, ni rastro de ella, hasta el grito de ahora, seguido de una risa, como si la joven se riera de haber gritado por un dolor tan insignificante.

Y ahora, al grito le sucedió un lloriqueo o, más bien, un llanto, como solo es el llanto de un recién nacido cuando es despertado de su sueño de bebé por el grito de dolor de la madre. ¡Buena noticia! El llanto me gustó. Lástima que apenas durara. La joven madre dio el pecho, o lo que fuera, al bebé. Silencio detrás del seto. Me hubiese gustado seguir escuchando el gimoteo, aunque sonara muy débil, como si viniera de una gruta. ¡Hasta el próximo pinchazo en el dedo, jeune brodeuse, mañana a la misma hora! Solo que, al día siguiente, yo ya estaría en otra parte.

¿Nada era como siempre aquel día de verano? Tonterías: era como siempre. ¿Todo? Todo. ¡Todo era como siempre! ¿Quién dijo eso? Yo. Yo lo decidí. Yo lo establecí así. Declaré que era como siempre. ¿Signo de exclamación? Punto. Cuando luego espié a través del seto, mi mirada topó con un único gran ojo, el del bebé, que me la devolvía sin parpadear, y yo intenté imitarle.

Del mismo modo que, en un día así, siempre me picaba una abeja por primera vez en el año, así, del mismo modo, simili modo, en lugar de las grandes mariposas blancuzcas que parecía que se precipitaran desde lo alto del espacio aéreo, acudió, fiable como siempre, la pareja de mariposas a las que yo llamaba «las mariposas balcánicas». Habían recibido este nombre porque la particularidad, el fenómeno que mostraba su vuelo en pareja, en su día —de eso ya hace mucho tiempo—, lo había presenciado yo por primera vez durante una excursión por la campiña balcánica. Pero quizá también la insignificancia de los bichitos, cuando se desplazaban balanceándose o, sencillamente, reposaban inmóviles sobre la hierba enmarañada, en la que apenas se los distinguía, contribuyó a que el nombre arraigara en mí.

Sí, como siempre danzaba aquí, por primera vez en este año, una de esas parejas balcánicas, una mariposa alrededor de la otra. Y, como siempre, su danza mostraba aquella particularidad que al menos yo no he observado en ninguna otra pareja de mariposas. Era esta una danza, arriba y abajo, de un lado a otro, y, aun así, cada vez, durante un lapso de tiempo (después la danza seguía igual en otro lugar), bastante fija en un lugar, en el cual las dos mariposas, uniéndose en remolino, formaban una figura triple. Por más que uno se desojara intentado distinguir en esta tríada lo que ya se sabía de antemano —que, en realidad, se trataba de dos mariposas danzando una alrededor de la otra—, era imposible: seguían siendo tres, inseparables. Y de nada servía que, como ahora, yo me levantara del taburete para, de igual a igual, con la pareja de danza a la altura de los ojos, descubrir el secreto del fenómeno: justo enfrente de mí, apenas a un palmo de distancia de mis ojos, las dos revoloteaban una alrededor de la otra, se metían una dentro de la otra como si fueran tres, y no había manera de desembrollarlas; con una manotada, quizá podías separarlas momentáneamente en solo dos, incluso desunirlas, individualizarlas, pero, al cabo de un momento, volvían a remolinear por los aires como un grupo de tres.

Pero ¿por qué separarlas? ¿Por qué querer verlas tal como eran en realidad, como un simple par? ¡Ay, tiempo! Tiempo en abundancia.

Me senté y seguí observando la pareja de mariposas. ¡Oh, cómo resplandecía cada vez la conversión en tres de las dos danzando! Dobar dan, balkanci. ¡Eh, vosotras! ¿Qué será de vosotras? Srećan put. Y a propósito: por primera vez, me llamó la atención lo mucho que la danza de la pareja, con sus permanentes y rapidísimos cambios de lugar, se asemejaba al trile, aquel juego tan popular en todas las aceras balcánicas. ¿Estafa? ¿Engaño? Al respecto, de nuevo: y qué más da. Sve dobro. Os deseo lo mejor.