Imagen | La hija de las palabras

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Primeros capítulos

Iris Murdoch, novela inédita

La editorial Impedimenta publica 'Monjas y soldados' (1980), una novela inédita de la escritora, en la que encontramos ya algunos de sus temas esenciales, como el amor, el deseo y la muerte

4 noviembre, 2019 08:08

-Wittgenstein…

–¿Sí? –dijo el Conde.

El moribundo se movió en la cama, girando la cabeza rítmicamente de un lado a otro de una manera que se había vuelto habitual en los últimos días. ¿Dolor quizá?

El Conde se encontraba de pie junto a la ventana. Ya nunca se sentaba cuando estaba con Guy. En otra época, había tenido más confianza con él, aunque Guy siempre había sido una especie de rey en su vida: su modelo, su profesor, su mejor amigo, su norma, su juez; pero, ante todo, un ser de naturaleza regia. Ahora había un rey distinto y más grandioso presente en la habitación.

–Era una especie de aficionado, de verdad.

–Sí –dijo el Conde. Estaba perplejo por el repentino afán de Guy por menospreciar a un pensador al que tanto admirara antaño: quizá necesitaba creer que tampoco Wittgenstein sobreviviría.

–Una fe ingenua y conmovedora en el poder del pensamiento puro.

Y ese hombre creía que nunca llegaríamos a la Luna.

–Así es. –El Conde y Guy habían hablado en numerosas ocasiones sobre asuntos abstractos, pero en el pasado también habían charlado de muchas otras cosas, incluso habían llegado a chismorrear. En aquellos días, no obstante, ya se les habían empezado a agotar los temas. Sus conversaciones se habían vuelto refinadas y frías hasta el punto de que nada personal quedaba entre ambos. ¿Cariño? A esas alturas ya no cabían expresiones de cariño: cualquier gesto de afecto constituiría un craso error, algo de mal gusto. Era cuestión de comportarse correctamente hasta el final. El terrible egoísmo del moribundo. El Conde era consciente de lo poco que ahora necesitaba o deseaba Guy su afecto, o incluso el de Gertrude; y también reconocía, con dolor, que él mismo se estaba alejando, que reprimía su compasión, que llegaba a sentirla como una especie de sufrimiento infructuoso: no queremos aferrarnos demasiado a lo que estamos perdiendo. Subrepticiamente le retiramos nuestra empatía y preparamos al moribundo para la muerte, lo reducimos, lo despojamos de sus últimos encantos. Lo abandonamos como a un animal enfermo al que dejamos tirado bajo el seto del jardín. Se supone que la muerte nos muestra la verdad, pero eso es su propio espacio de ilusión. La muerte derrota al amor. Quizá nos muestra que, después de todo, no hay amor alguno. “Ahora estoy pensando los pensamientos de Guy –se dijo el Conde–. Yo no creo esas cosas. Aunque yo no me estoy muriendo.”

"Se supone que la muerte nos muestra la verdad, pero es su propio espacio de ilusión. La muerte derrota al amor"

Descorrió un poco la cortina y clavó su mirada en la noche de noviembre. Volvía a caer la nieve en Ebury Street: grandes copos que se movían en masa, lentos y uniformes, en un silencio visible, a la luz de las farolas de la calle, y que se acumulaban casi imperceptiblemente en una oscuridad sin viento. Algunos coches pasaban silbando. Su sonido se apagaba, se atenuaba. El Conde estuvo a punto de decir: “Está nevando”; pero se contuvo. Cuando alguien se está muriendo, no tiene ningún sentido hablarle de la nieve. El tiempo que hiciera ya nada tenía que ver con Guy.

–Era la voz del oráculo. Sentíamos que tenía que ser verdad.

–Sí.

–El pensamiento de un filósofo puede irte bien o no. Solo es profundo en ese sentido. Igual que una novela.

–Sí –dijo el Conde; y añadió–: Sin duda.

–Idealismo lingüístico. Un baile de categorías exangües, después de todo.

–Sí. Sí.

–Pero, de verdad, ¿acaso podría yo ser feliz ahora?

–¿Qué quieres decir? –preguntó el Conde. Últimamente siempre tenía miedo de que incluso en esas estériles conversaciones se pudiera decir algo terrible. No estaba seguro de qué debía esperar de ellas, pero podía ser algo espantoso: una verdad, una equivocación.

–La muerte no es un acontecimiento de la vida. Aquel que vive en el presente es quien vive eternamente. Ver el mundo sin deseo es ver su hermosura. Lo hermoso lleva a la felicidad.

–Nunca he entendido eso –dijo el Conde–, pero tampoco parece tener sentido. Supongo que es de Schopenhauer.

–Schopenhauer, Mauthner, Karl Kraus… ¡Menudo charlatán!

El Conde consultó disimuladamente su reloj. La enfermera les ponía un límite estricto a sus conversaciones con Guy. Si se quedaba demasiado tiempo, Guy empezaba a divagar: lo abstracto daba pie a lo visionario; la computadora mental comenzaba a embarullar sus datos. Un poco menos de sangre en el cerebro y todos nos volvemos locos de remate, nos ponemos a desbarrar sin freno. Las divagaciones de Guy le resultaban terriblemente dolorosas al Conde: la desvalida irracionalidad, todavía consciente de sí misma, de las mentes más racionales. ¿Cómo sería por dentro? Era cosa de los analgésicos, por supuesto: la causa era química. Pero ¿acaso eso mejoraba la situación? No era natural. Aunque ¿era natural la muerte?

–Juegos del lenguaje, juegos funerarios. Pero… la cuestión… es…

–¿Sí?

–La muerte ahuyenta a la estética, que es la que gobierna sobre todo lo demás.

–¿Y sin ella?

–No podemos experimentar el presente. Quiero decir que morir…

–Ahuyenta…

–Sí. La muerte y morirse son enemigos. La muerte es un poder voluptuoso ajeno. Es una idea en la que se puede indagar; en la que pueden indagar los que sobreviven.

“Ay, indagaremos en ella –pensó el Conde–, indagaremos en ella. Luego tendremos tiempo.”

–El sexo desaparece (ya te lo imaginarás). ¡Un moribundo con deseo sexual! Eso sería obsceno.

El Conde no dijo nada. Se volvió otra vez a la ventana y frotó la superficie empañada que su aliento había dejado en el cristal.

–¡Sufrir es una porquería! La muerte es limpia. Y no habrá ninguna… lux perpetua… ¡Cómo detestaría que la hubiera! Solo nox perpetua…, gracias a Dios. Es solo el… Ereignis…

–El…

–Aquello a lo que uno le tiene miedo. Porque se da… probablemente… una especie de acontecimiento, medio acontecimiento… En cualquier caso… Y uno se pregunta… cómo será… cuando llegue…

El Conde no quería hablar de eso. Carraspeó, pero no a tiempo para interrumpirlo.

–Supongo que uno se muere como un animal. Puede que muy pocos tengan una muerte humana: morir de agotamiento, o bien sumidos en algún tipo de trance. Que corra la fiebre como un barco arrastrado por la tempestad. Y al final… ¡queda tan poco de uno mismo, tan poco que pueda desvanecerse! Todo es vanidad. Nuestras respiraciones están contadas. Puedo ver que el total previsible de las mías… ya está aquí… ante mis ojos.

El Conde continuaba de pie junto a la ventana contemplando los enormes y lentos copos de nieve que caían desde la oscuridad, iluminados. Habría querido detener a Guy, hacerlo hablar de cosas cotidianas, pero también pensó: “Quizá este discurso sea muy valioso para él, su elocuencia, la última posesión personal de una mente que se está quebrando. Quizá me necesite para poder hacer un soliloquio que le alivie la angustia. Pero es demasiado rápido, demasiado extraño. No puedo barajar sus ideas como antes. Estoy torpe y no puedo conversar. ¿O acaso le basta con mi silencio? ¿Querrá verme mañana? Ha desterrado a los demás. Habrá un último encuentro”.

Últimamente el Conde se pasaba por Ebury Street todas las noches. Había renunciado a su escasa vida social. De todas for- mas, pronto no habría más mañanas: el cáncer estaba muy avanzado. El médico dudaba de que Guy llegara a las Navidades. El Conde no pensaba a tan largo plazo. Se le aproximaba una crisis vital propia, de la que, cautelosamente, honorablemente, había decidido apartar los ojos.

Guy seguía moviendo la cabeza de un lado a otro. Era un poco mayor que el Conde, tenía cuarenta y tres años, pero ahora, sin ningún rastro ya de su antigua apariencia leonina, parecía un viejo. Le habían cortado la melena, pero se le había caído más pelo aún. Su frente arrugada era una cúpula de la que se había desprendido todo. Su gran cabeza había encogido y se había afilado, y se le acentuaban los rasgos judíos. Un ancestro rabínico de ojos brillantes lanzaba miradas iracundas a través de su cara. Guy era medio judío; sus antepasados habían sido judíos cristianizados, hombres ricos, caballeros ingleses. El Conde contemplaba la máscara judía de Guy. Su padre había sido ferozmente antisemita. Por eso, y por otras muchas cosas, el Conde (que era polaco) hacía constante penitencia.

Al fin, tratando de imponer la cotidianidad, el Conde dijo:

-¿Estás en condiciones de leer? ¿Puedo traerte algo?

-No. La Odisea me despedirá de este mundo. Siempre me he identificado con Odiseo; solo que ahora… no volveré atrás… Espero tener tiempo para terminarla. Aunque es tan tremendamente cruel al final… ¿Van a venir esta noche?

-¿Te refieres a…?

-Les cousins et les tantes.

-Sí, imagino que sí.

-"Huyen de mí los que alguna vez me buscaron."

 -Al contrario -dijo el Conde-, si hay alguien a quien tú quisieras ver, te puedo asegurar que esa persona querría verte a ti. -Había aprendido de Guy una cierta precisión en el discurso que resultaba casi engorrosa.

-Nadie entiende a Píndaro. Nadie sabe dónde está la tumba de Mozart. ¿Qué prueba el hecho de que Wittgenstein nunca pensara que llegaríamos a la luna? Si Aníbal hubiera avanzado hasta Roma después de la batalla de Cannas, la habría tomado. Ah, bien. Poscimur.4 Esta noche parece diferente.

-¿El qué?

-El mundo.

-Está nevando.

-Me gustaría ver…

-¿La nieve?

-No.

-Es casi la hora de la enfermera.

-Estás aburrido, Peter.

Ese era el único comentario de verdad que Guy le había dirigido esa noche, una de las últimas y valiosas señales, en medio de aquel espantoso monólogo confidencial, de que la conexión entre ambos persistía. Para el Conde casi fue demasiado. Estuvo a punto de gritar de angustia y de dolor. Pero respondió como Guy le exigía, como Guy le había enseñado.

-No. No es aburrimiento. Es solo que no soy capaz de captar tus ideas; quizá es que no quiero. Y no permitirte dirigir la conversación… sería terriblemente descortés.

Guy admitió su respuesta con aquella rápida mueca en que se había transformado ahora su sonrisa. Por fin se quedó en silencio, incorporado en la cama. Sus miradas se encontraron, luego se apartaron rehuyendo la punzada de dolor.

-Ah, bueno… Ah, bueno… Ella no debería haber vendido el anillo…

-¿Quién…?

-"En fin de compte… ça revient au même…"

-"De s'enivrer solitairement ou de conduire les peuples." -El Conde completó la cita, una de las preferidas de Guy.

-Todo ha ido mal desde Aristóteles. Ahora podemos ver por qué. La libertad murió con Cicerón. ¿Dónde está Gerald?

-En Australia con el gran telescopio. ¿Querrías…?

-Yo creía que mis pensamientos vagarían por espacios infinitos, pero aquello era un sueño. Gerald habla del cosmos, pero no es posible hacer eso: no se puede hablar de todo lo que hay. Las reglas del juego… ni siquiera garantizan… que uno sepa algo…

-¿Qué…?

-Nuestros mundos crecen y menguan con una diferencia: pertenecemos a tribus diferentes.

-Siempre ha sido así -dijo el Conde.

-No…, solo ahora. Ay…, qué mal está todo por aquí. ¡Cuánto desearía poder…!

-¿Poder…?

-Verlo…

-¿Verlo?

-Ver… el conjunto… del espacio lógico, la cara superior… del cubo…

A través de la puerta que Gertrude, la mujer de Guy, acababa de abrir sin hacer ruido, el Conde vio a la enfermera de noche sentada en la sala. Ella se levantó en ese momento y se acercó, rápida y sonriente. Era una morena robusta con las mejillas casi de color granate. Se había cambiado las botas por las zapatillas, pero todavía olía al aire de la calle y a frío. Re- partía amabilidad a diestro y siniestro. Sus bonitos ojos oscuros bailaban algo vagamente y titilaban: estaba pensando en otras cosas (en las satisfacciones, en los planes que la aguardaban). Se apartó y se pasó la mano por su oscuro pelo ondulado. Tenía un ligero aire de sentirse competente, ufana, algo que habría resultado agradable, incluso tranquilizador, en una situación en que aún cupiera alguna esperanza. Parecía haber algo casi alegóricamente triste en su distanciamiento del desaliento que reinaba a su alrededor. El Conde se echó a un lado para dejarla entrar. Entonces se despidió de Guy con la mano y se marchó. La puerta se cerró tras él. Gertrude, que no había entrado con la enfermera, ya había vuelto al salón.

El Conde (habría que explicarlo) no era un conde de verdad. Su vida había sido un embrollo conceptual, una equivocación; igual que la vi- da de su padre. De sus antepasados más remotos no sabía nada, salvo que su abuelo paterno, al que habían matado en la Primera Guerra Mundial, había sido soldado profesional. Sus padres y su hermano mayor Jozef, por entonces un niño, habían llegado a Inglaterra desde Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial. Su padre, de nombre Bogdan Szczepański, era marxista. Su madre era católica. (Se llamaba Maria.) El matrimonio no fue precisamente un éxito.

El marxismo que profesaba su padre era una variante polaca algo peculiar. Adquirió conciencia política en la Polonia de posguerra, una Polonia destruida, embriagada de independencia y de entusiasmo por haber reivindicado su nacionalidad de la mejor manera posible, aplastando a un ejército ruso en las afueras de Varsovia en 1920. Bogdan era precoz desde el punto de vista político: fue seguidor de Dmowski, pero admirador de Piłsudski. Su patriotismo era intenso, cerrado y antisemita. Dejó a su madre y una casa repleta de hermanas cuando aún era muy joven. Quería ser abogado y estudió, durante poco tiempo, en la Universidad de Varsovia, pero pronto se metió en política (posiblemente desempeñara labores administrativas). A su odio por Rosa Luxemburgo solo lo superaba su odio por Bismarck (odiaba a un gran número de personas, del pasado y del presente). Tenía un temprano recuerdo de su madre diciendo que Rosa Luxemburgo merecía ser asesinada porque quería entregar Polonia a los rusos. (Su padre, a quien Bogdan apenas recordaba, había cumplido por supuesto su primer deber paterno al decirle a su hijo que todos los rusos eran unos demonios.) Sin embargo, aunque Bogdan nunca dejara de odiar a Rosa Luxemburgo (y se alegrara ligeramente cuando acabaron por asesinarla), una intensa vena absolutista, natural en él, lo condujo al marxismo. Sentía que el destino lo había elegido para convertirse en el creador de un genuino marxismo polaco. Tenía un primo, miembro del pequeño e ilegal Partido Comunista Polaco, con el que había mantenido encarnizadas discusiones. El partido era prorruso y además estaba plagado de judíos de mierda, pero, curiosamente, a pesar de eso, atrajo al joven Bogdan: en el marxismo había una intensidad, una especie de absoluto, que lo fascinaba. Era un "camino corto"; era idealista, antimaterialista, violento y no prometía comodidad alguna. Sin duda, Polonia requería, como mínimo, una entrega total como esa. No obstante, como más tarde le contó a su hijo, su particular patriotismo no le permitió convertirse en comunista. Siguió siendo un marxista furioso, aislado e idiosincrásico, el único hombre que verdaderamente había entendido lo que el marxismo significaba para Polonia.

Se casó en 1936. Entonces Stalin intervino en su vida. El Partido Comunista Polaco nunca había sido más que un ineficiente e insignificante instrumento en manos del gran líder ruso. Los comunistas polacos se habrían disgustado ante un acercamiento ruso-germano. Además, estaban infectados por el virus del patriotismo y no podían desempeñar en los planes que Stalin tenía para Polonia ningún papel que no pudiera desempeñar mejor el Ejército Rojo. En consecuencia, con aquella serena implacabilidad, intencionada y lúcida, tan característica de sus políticas y de su éxito, Stalin liquidó de raíz al Partido Comunista Polaco. El primo de Bogdan desapareció. El propio Bogdan, un disidente marxista confeso, un intelectual, el típico hombre problemático, estaba ahora en peligro. En 1938 llegó a Inglaterra con su mujer y su hijo. En 1939 decidió regresar a Polonia; sin embargo, los acontecimientos se habían precipita- do y se quedó confinado en Inglaterra, de modo que se convirtió en un espectador enloquecido y desdichado del subsiguiente destino de su país, y la terrible culpa de no haber luchado en suelo polaco lo atormentó de por vida.

El Conde nació justo antes de la guerra. Su primer recuerdo consciente era que había tenido un hermano, pero que este había muerto. Su hermano había sido maravilloso. En cierto modo, el Conde debió de ser un consuelo, un sustituto para sus padres, unos pobres exiliados. Con el despertar de la conciencia, experimentó también la certeza del exilio. La primera percepción del Conde fue la de una bandera roja y blanca. Aquel maravilloso hermano había fallecido en un ataque aéreo. Varsovia había sido destruida. Esos fueron los primeros datos que recibió el Conde en su vida, para él casi más nítidos que sus propios padres. Bogdan, viendo frustrado su regreso a casa y ahora, de nuevo fuera de toda lógica, un ferviente admirador de Sikorski,7 se había unido a la Fuerza Aérea polaca, constituida a la sazón en Inglaterra bajo la égida del Gobierno en el exilio. Quería ingresar en la brigada paracaidista y soñaba con regresar a su país desde el cielo como un libertador, para convertirse enseguida en un destacado estadista en la Polonia independiente de posguerra. Sin embargo, nunca abandonó tierra firme, ya que al poco tiempo un estúpido accidente en un entrenamiento lo devolvió a la vida civil. Consiguió un trabajo (de nuevo, probablemente como oficinista) en el Gobierno polaco en Londres. Allí consumió su corazón y su tiempo en su odio a Rusia (su odio a Alemania se daba tan por descontado que apenas constituía una ocupación) y en vanos intentos de infiltrarse en la conspiración de alto nivel que obsesionaba a sus compatriotas más poderosos. Él, por supuesto, le ofreció sus servicios como mensajero al Ejército Nacional clandestino de Polonia, pero fue rechazado. (El Conde nunca dudó de que su padre fuera un hombre muy valiente que habría dado la vida con entusiasmo al servicio de su país.) Era capaz de seguir con cierto detalle aquella agonizante diplomacia mediante la cual, tras la muerte de Sikorski, Miko?ajczyk8 trató de complacer a Gran Bretaña aplacando a Stalin, pero sin entregarle a Rusia la zona oriental de Polonia. Y más tarde a menudo se la describía al Conde, que de niño era exasperantemente in- diferente a los destinos de las marismas del Prípiat.

El Ejército Rojo, por supuesto, había entrado en Polonia en septiembre de 1939, según lo acordado con los alemanes. La noticia de que los rusos habían asesinado en secreto a quince mil oficiales polacos fue uno de los golpes que la conciencia de Bogdan tuvo que encajar y que su capacidad de odio tuvo que digerir en la primera parte de la guerra. Por aquel tiempo, también circularon rumores de cómo estaban administrando los alemanes su parte de Polonia. En palabras del gobernador alemán: "La noción misma de polaco será eliminada en los siglos venideros. Ninguna forma de estado polaco renacerá jamás. Polonia será una colonia y los polacos, meros esclavos dentro del Imperio alemán". La rabia, el odio, la humillación, un amor apasionado y un orgullo mortalmente herido luchaban de tal modo en el alma de Bogdan que a veces parecía que podría morirse de pura emoción. De joven, el Conde, forzado a revivir esos horrores y decidido a que no le afectaran, se maravillaba de la falta de realismo de su padre. ¿No era capaz de ver lo indefensa e insignificante que era Polonia? ¿Cómo podía haber esperado que Churchill o Roosevelt se preocuparan de la frontera polaca? Evidentemente, la historia tendía, y siempre había tendido, a que Polonia estuviera sometida a Rusia. De hecho, a Polonia no le había ido demasiado mal en tiempos de paz en lo que al territorio se refería. Posteriormente el Conde tendría un sentir diferente respecto a todas esas cosas. La guerra de Bogdan, y en cierto sentido también su vida, terminó el 3 de octubre de 1944. El Alzamiento de Varsovia, la gran insurrección que los polacos habían esperado, comenzó el 1 de agosto, cuando la artillería del Ejército Rojo hizo temblar las ventanas de la ciudad. Los polacos de Varsovia empezaron a combatir a los alemanes. El avance de los rusos se detuvo. El Ejército Rojo no cruzó el Vístula. Los rusos se retiraron. La Fuerza Aérea Soviética desapareció de los cielos. Los bombarderos alemanes volaron sin impedimento a ras de los tejados de la ciudad. Los británicos y los americanos lanzaron desde el aire escasos pertrechos armamentísticos. Las desesperadas peticiones de ayuda a Moscú y a Londres fueron desatendidas. El Ejército Polaco clandestino luchó en solitario contra los alemanes durante nueve semanas. Y, al final, se rindió. Doscientos mil polacos fueron asesinados. Los alemanes, en su retirada, hicieron saltar por los aires lo que quedaba de Varsovia.