Vespa-Giorgio

Vespa-Giorgio

Primeros capítulos

De Roma a Saigón, 24.000 kilómetros a lomos de una moto

Altamarea publica En Vespa, uno de los diarios de Giorgio Bettinelli sobre sus viajes en motocicleta por los cinco continentes

23 julio, 2019 13:53

Durante una estancia de ocho meses en una aldea indonesia, a Giorgio Bettinelli le regalaron una vieja Vespa. Hasta entonces no había conducido nunca un vehículo de dos ruedas. Fue un flechazo y desde ese momento nunca dejó de viajar con ella: Indonesia, Bali, Java y Sumatra fueron sus primeras etapas, antes de regresar a Italia, punto de partida de un nuevo, épico viaje: de Roma a Saigón. 24.000 kilómetros en siete meses, una aventura en solitario desde Italia hasta Vietnam, a través de ocho países -Grecia, Turquía, Irán, Paquistán, India, Bangladesh, Birmania, Tailandia y finalmente Vietnam- y un sin fin de lugares míticos como Estambul, Teherán, el desierto de Baluchistán, Calcuta, Rangún y Hanoi.

De esa aventura ha nacido En Vespa (Altamarea), un libro lleno de caminos tortuosos, de obstáculos y penurias, pero también de momentos de desenfrenada libertad, de increíbles paisajes y de encuentros memorables on the road. Como telón de fondo, las contradicciones de Oriente Medio y el continente asiático, miserable y opulento, trágico e hilarante; en primer plano, fuerte y dócil, su inseparable compañera de viaje: la Vespa.

Suzy Wong

El 1 de marzo de 1993, tras haber recorrido los veinticuatro mil kilómetros de un viaje que había comenzado en Italia siete meses antes, apoyaba por fin el caballete de la Vespa en la plaza central de Ciudad Ho Chi Minh. Sentado frente a un chiringuito en el que una radio diminuta graznaba a todo volumen las notas de una canción vietnamita, decidí concederme el primer cigarrillo tras todo aquel tiempo y acompañar cada calada con un sorbo de cerveza tan fría que casi me aturdía de placer. Una combinación de sabores que a duras penas podía recordar y que me pareció tan buena que me hizo entornar los ojos y me provocó un imperceptible escalofrío de placer. Cumplir la promesa de no fumar había sido más difícil de lo que pensaba, cumplir el pacto que hice conmigo mismo la víspera de la partida en un arrebato de masoquismo ciertamente encomiable: «¡Ni un solo pitillo hasta llegar a Saigón!». Probablemente fue más difícil claudicar y someterse sin rebelarse a aquel desagradable y autárquico chantaje moral, a aquel voto, de lo que fue realmente llegar a Saigón; lo cual, en honor a la verdad, no había sido nada fácil sobre el sillín de un scooter.

Con el bigote manchado de espuma me sorprendí lanzando un aullido -comenzado casi con cautela, para aumentar luego el volumen sin el menor decoro-, ante la perplejidad de algunos vietnamitas que habían decidido acercarse y que sacudían incrédulos la cabeza, a mitad de camino entre un vago e injustificado respeto y la muy justificada conciencia de la locura ajena. Los curiosos me hacían preguntas en un inglés intrépido, canturreado con las peculiares inflexiones de las lenguas tonales, después de haber visto la matrícula de Roma y una extraña pintada en el lateral de la Vespa: «De Italia a Vietnam».

Sentado en el sillín me abrazaba las rodillas y respondía usando con profusión las palabras de vietnamita que había aprendido hasta aquel momento, mientras bajo la chupa de cuero mi corazón latía más fuerte de lo habitual, quizás gracias a aquella descarga inesperada de nicotina.

¿Iú Itáli?

Vâng. —Es decir, sí.

¿¡Iú Saigon go moto!?

—Vâng.

¿¡From Itáááááááli!?

¡Vâng!

¡Ahh!

¿Grupp? ¿Iú grupp travell?

Không, dôc thân. —«No, solo».

Llegados a este punto, al igual que me había sucedido en otros lugares como Irán, Pakistán o Bangladés, un hombre se abrió camino entre la muchedumbre, muy serio y con gestos calmados que provocaron un silencio repentino. Iba vestido de manera más elegante que los demás y su cara transmitía un gran conocimiento del mundo (y probablemente de la lengua inglesa). Me preguntó mirándome fijamente a los ojos, con un evidente toque de solemnidad en la voz:

¿¡Iú Itali!?

Yes.

Moto iú camm from Itáli.

¿Iú alónn?

Yes.

Okéi, tenk’iú.

Después lo tradujo en vietnamita para los asistentes.

Con todo lo que habían dejado aquí los norteamericanos -los Zippo de los marines muertos que ahora se vendían por las calles a pocos dongs, los hijos como recuerdo para las vietcong maltratadas y estupradas y para las prostitutas de los humeantes locales de Saigón en los que sonaba la voz de Mick Jagger de fondo, la pesadilla del napalm y de los pueblos de los que no quedaban en pie ni los cimientos, los cadáveres de sesenta mil pobres yanquis y de millones de pobres «chinos amarillos»-, después de todo el daño irreparable que habían causado en este país, podrían haber dejado unos conocimientos más sólidos de inglés entre sus habitantes.

A principios de marzo de 1993, mientras aparcaba la Vespa delante del quiosco y desenterraba de mi memoria aquella maravillosa mezcla de sabores, Vietnam todavía no se había convertido en un destino turístico «de moda». El Club Méditerranée no había abierto ningún resort con animadores gritones ni celebraba fiestas de disfraces para conmemorar el 14 de julio; las agencias de viajes apenas incluían este país en sus programas.

El embargo económico y las sanciones impuestas por el gobierno de Washington estaban todavía en vigor, aunque habían perdido intensidad en los últimos meses. La guerra con China por el control de la frontera del norte apenas acabada había provocado el naufragio desesperado de centenares de vietnamitas que huían clandestinamente de la zona en barcos ilegales. Por las calles de Saigón, que ahora se llamaba Ciudad Ho Chi Minh a pesar de que sus habitantes seguían empleando el nombre anterior, no se veían muchos extranjeros. Más que turistas en el sentido literal de la palabra, había sobre todo mochileros y «exploradores» que, independientemente de su condición, padecían el curioso síndrome del mirón aficionado delatado por el brillo de sus ojos. Por las calles de Hanói, la capital del Vietnam reunificado, se veían aún menos extranjeros; muy pocos también en los pueblos esparcidos a lo largo de los dos mil kilómetros de costa que llevan hasta el delta del Mekong. Me llevó dos semanas recorrer ese tramo de costa, las últimas antes de poner fin a este largo viaje sobre dos ruedas en el que, probablemente, padecí el voyerismo del aficionado al que le brillan los ojos.

La tragedia de la guerra y su inigualado (y puede que inigualable) eco en los periódicos de todo el mundo, en la cinematografía, en la opinión pública y en la conciencia de al menos dos generaciones de occidentales, habían hecho de Vietnam un país «especial», cargándolo de significados simbólicos y de consecuencias emocionales que otros países probablemente no tenían. Habían mitificado a sus gentes, al menos desde mi punto de vista, atribuyéndole unos rasgos particulares, entre los que destacaban un estoicismo y un aguante infinitos.

El hecho de que los vietnamitas fueran tan cordiales y receptivos con los pocos extranjeros que tenían la oportunidad de encontrar, después de todo el dolor que habían padecido, no solo en la guerra con los americanos, sino también en la guerra de independencia con los franceses; el que pareciera que no tuvieran rencor hacia los occidentales, incluso que rieran de buen grado con ellos (y no de ellos) apenas se presentaba la ocasión; el que estuvieran tan alegres y que tuviesen el deseo cuando menos conmovedor de divertirse y olvidar, en lugar de quedarse en una esquina lamiéndose las heridas…; estas y otras muchas cosas hacían que me maravillara todavía más de la relación que mantenía con ellos día a día, incrementando las dichas características, casi míticas, que ya poseían.

Acabada la segunda lata de cerveza y fumado el cuarto cigarrillo, saludé a diestra y siniestra regalando sonrisas avergonzadas, de persona feliz, eché un vistazo al pequeño mapa de Saigón en la ya desgastada guía South East Asia on a Shoestring, puse en marcha la Vespa y me dirigí a la estación de trenes con la intención de encontrar un hotel barato.

Después de haber visto un par de habitaciones bastante sórdidas decidí que era el momento de celebrar mi victoria y regalarme, al menos durante ese día, un alojamiento como corresponde, aunque para ello tuviera que gastar los últimos billetes de veinte dólares que me quedaban en la cartera. De momento iba a celebrarlo, luego ya veríamos.

Alquilé una habitación de hotel que tenía incluso nevera (vacía) y dos grabados enmarcados en la pared, uno de un chalet suizo y otro con un cachorro de pequinés. Era un hotel con sábanas increíblemente limpias (si las comparo con otras sobre las que había tenido el placer de dormir), y una recepcionista que mareaba solo de verla. Así, me vi obligado a importunarla -o, en su defecto, a sus compañeros- con los pretextos más absurdos. Su belleza fue la que me hizo bajar tres pisos de escaleras (sin ascensor) para volver a contemplarla, para tratar de sacarle una sonrisa con cualquier broma estúpida, para arrugar los labios al decir gracias como si le lanzara un beso. Por regla general, las vietnamitas eran muy hermosas y elegantes, y lucían vestidos sencillos y ajustados que resaltaban cada una de sus formas y que daban un toque de feminidad a los movimientos de sus cuerpos. Pero esta mujer no era solamente guapa: era una obra de arte, un concentrado de sensualidad innata, un milagro en carne y hueso que apoyaba los codos en el mostrador junto al libro de registros, bajo una cruel luz de neón que revelaba, sin ninguna necesidad, una pequeña imperfección en forma de grano enrojecido sobre la frente (aunque, sorprendentemente, este detalle la hacía aún más bella a mis ojos, como un inefable estrabismo de Venus). Un milagro que cada vez que subía las escaleras hacia el tercer piso me preguntaba, batiendo sus largas pestañas «¿Evliting nau isss ok, místel?». Querida mía, solamente faltaba que tuvieras una vocecita tan dulce como las notas bajas de un flautín.

Me duché rápidamente y me vestí lo más presentable que pude con lo rescatado en una mochila llena de ropa sucia: camisas con el cuello deshilachado y vaqueros reducidos a harapos por culpa de estos largos meses de viaje por las carreteras, a menudo bastante malas, de Asia. Me compuse el pelo frente a un espejo con forma de cacahuete y me dispuse a bajar por enésima vez con la ansiedad de un quinceañero que se prepara para su primera cita y con el propósito firme de invitarla a cenar en cuanto terminara su turno.

Pero cuando me presenté delante del mostrador de la recepción, casi sin aliento por haber bajado las escaleras como un rayo, sus compañeros me informaron de que su turno había terminado y que se acababa de ir hacía apenas diez minutos. Así que no pude hacer nada más que cenar solo, con una desilusión que hizo languidecer mi estómago, acompañado por el sabor de un pato frito y por la esperanza de verla al día siguiente.

Después salí a dar un paseo por la ciudad, a charlar con sus gentes -más con gestos que con palabras-, deteniéndome de vez en cuando a fantasear sobre un viaje que, a pesar de que en algunos momentos me pareció que iba a ser eterno, acababa de llegar a su fin. Había llegado a mi destino; había sacado el equipaje del portabultos para no volver a colocarlo allí al día siguiente; escribiría algunas postales en las que frases como «¡Misión cumplida!» o «Saigon by night, ¡por fin!» aparecerían entre los saludos; y, pocos días después, tras haber encontrado la manera de enviar la Vespa a Italia en barco, volvería a casa yo también. Sin embargo, todavía no sabía absolutamente nada de lo que iba a hacer después, ya que aún no tenía ni la más remota idea de cómo predecir un futuro que, al menos por razones de edad, debería estar delineado en un sentido o en otro.

La noche que paseé por las calles mal iluminadas de Saigón no hubiera podido imaginar, ni aunque hubiera puesto a prueba toda mi capacidad creativa, que pocos meses después de aquel raid entre Italia y Vietnam (el cual, muy a mi pesar, se estaba ya archivando en mi memoria), vendrían otros dos nuevos viajes en Vespa, desde Alaska a Tierra del Fuego y desde Australia a Sudáfrica: noventa mil kilómetros más que me aguardaban durante los próximos tres años. Tampoco me hubiera creído que iba a realizar un cuarto viaje, con salida en otoño de 1997, que me haría recorrer otros ciento cincuenta mil kilómetros a través de los cinco continentes: desde Chile a Tasmania cruzando solo estrechos naturales, como los de Bering y Gibraltar, Yibuti y Ormuz o Indonesia y Australia. Un viaje de tres años sin interrupción ni océanos que navegar. No hubiera podido nunca imaginar que en el futuro, después de haber recorrido aquellos veinticuatro mil kilómetros, vendrían doscientos cuarenta mil más y siempre con un scooter. A decir verdad, aun siendo capaz de imaginarlo, hubiera sido reacio a creerlo.

Me quedé a holgazanear cerca de la estación y, a las once en punto, volví al hotel para subir rápidamente a la habitación, con la seguridad que me proporcionaba el paquete intacto de cigarrillos vietnamitas que llevaba en el bolsillo (el segundo en pocas horas), no sin antes echar un breve y confuso vistazo al descuidado hall, con la esperanza de que la preciosa recepcionista se hubiera olvidado el bolso y volviera a buscarlo justo en ese momento.

Tardé en dormirme, pero curiosamente no era la imagen de mi enamorada detrás del mostrador de la recepción lo que me mantenía despierto, pues me di cuenta de que casi había olvidado su rostro e incluso su mera existencia. Eran otros los pensamientos que me acompañaban esa noche.

Tumbado en la cama, sudando copiosamente a causa del calor sofocante que reinaba en la habitación y que las aspas defectuosas del ventilador sobre mi cabeza apenas podían mitigar, mientras observaba detenidamente en la oscuridad de la noche los cuadros de las montañas nevadas de Suiza y del pequinés, me pasó por delante de los ojos una retahíla, desordenada, de imágenes: un guerrillero kurdo con un Kaláshnikov al hombro, las pagodas de Wat Pho en 5pt'> enviar la Vespa a Italia en barco, volvería a casa yo también. Sin embargo, todavía no sabía absolutamente nada de lo que iba a hacer después, ya que aún no tenía ni la más remota idea de cómo predecir un futuro que, al menos por razones de edad, debería estar delineado en un sentido o en otro.

La noche que paseé por las calles mal iluminadas de Saigón no hubiera podido imaginar, ni aunque hubiera puesto a prueba toda mi capacidad creativa, que pocos meses después de aquel raid entre Italia y Vietnam (el cual, muy a mi pesar, se estaba ya archivando en mi memoria), vendrían otros dos nuevos viajes en Vespa, desde Alaska a Tierra del Fuego y desde Australia a Sudáfrica: noventa mil kilómetros más que me aguardaban durante los próximos tres años. Tampoco me hubiera creído que iba a realizar un cuarto viaje, con salida en otoño de 1997, que me haría recorrer otros ciento cincuenta mil kilómetros a través de los cinco continentes: desde Chile a Tasmania cruzando solo estrechos naturales, como los de Bering y Gibraltar, Yibuti y Ormuz o Indonesia y Australia. Un viaje de tres años sin interrupción ni océanos que navegar. No hubiera podido nunca imaginar que en el futuro, después de haber recorrido aquellos veinticuatro mil kilómetros, vendrían doscientos cuarenta mil más y siempre con un scooter. A decir verdad, aun siendo capaz de imaginarlo, hubiera sido reacio a creerlo.

Me quedé a holgazanear cerca de la estación y, a las once en punto, volví al hotel para subir rápidamente a la habitación, con la seguridad que me proporcionaba el paquete intacto de cigarrillos vietnamitas que llevaba en el bolsillo (el segundo en pocas horas), no sin antes echar un breve y confuso vistazo al descuidado hall, con la esperanza de que la preciosa recepcionista se hubiera olvidado el bolso y volviera a buscarlo justo en ese momento.

Tardé en dormirme, pero curiosamente no era la imagen de mi enamorada detrás del mostrador de la recepción lo que me mantenía despierto, pues me di cuenta de que casi había olvidado su rostro e incluso su mera existencia. Eran otros los pensamientos que me acompañaban esa noche.

Tumbado en la cama, sudando copiosamente a causa del calor sofocante que reinaba en la habitación y que las aspas defectuosas del ventilador sobre mi cabeza apenas podían mitigar, mientras observaba detenidamente en la oscuridad de la noche los cuadros de las montañas nevadas de Suiza y del pequinés, me pasó por delante de los ojos una retahíla, desordenada, de imágenes: un guerrillero kurdo con un Kaláshnikov al hombro, las pagodas de Wat Pho en Bangkok, las dunas del desierto de Baluchistán y los «caballos humanos» de Calcuta, los vasitos en forma de tulipán con los que se bebía el té en Turquía y el lapislázuli de los mosaicos en las mezquitas de Isfahán, las procesiones ante el rito de la cremación en las escaleras o ghats de Benarés, los atascos de palanquines en los semáforos de Daca, el labio leporino de una mujer en Hanói, un repostaje en Huê, los bajorrelieves de Persépolis… Poco después todo comenzó a nublarse paulatinamente y a convertirse en un mar de estrellas hormigueantes recortadas sobre la negra oscuridad; las imágenes de mis recuerdos comenzaron a perder claridad e intensidad y entonces la recepcionista, que no sé por qué en mi sueño se llamaba Suzy Wong, recostada sobre el sofá, se quitaba la falda de cuero adornada con esmeraldas y rubíes, se insinuaba haciendo aparecer la punta de la lengua entre los labios entreabiertos y me hacía señas para que me acercara.