Poesía

El corazón helado

por Almudena Grandes

15 febrero, 2007 01:00

Almudena Grandes

Tusquets

Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
Antonio Machado


-Que adónde vamos a ir hoy, abuelo...
-Hoy vamos a ir de visita -dijo él, y le sonrió con su sonrisa de antes, la sonrisa de París, tan parecida a una máscara, una mentira piadosa con los demás pero implacable consigo mismo.
-Vale, pero ¿adónde?
-A casa de un amigo mío.
-¿Sí? -Raquel frunció el ceño, porque las tardes de los sábados eran sólo para ellos, para ellos solos, nunca había intervenido nadie más hasta entonces-. ¿Y va a ser divertido?
-Seguramente. Tiene muchos hijos, algunos de tu edad.

Pero no iba a ser divertido, no lo fue. Fue un episodio extraño, misterioso, oscuro, divertido no. Raquel lo adivinó enseguida, antes de que la abuela abriera la puerta para besarles a toda prisa y anunciar que se iba corriendo porque llegaba tarde. Su marido le recordó que pasarían a recogerla hacia las ocho y media para ir luego los tres juntos a cenar por ahí, y eso también formaba parte del programa habitual, el plan de todos los sábados, que ella reconstruiría en voz alta con precisión y el orgullo de haber cenado en un restaurante, cuando sus padres fueran a comer con los abuelos al día siguiente, para llevarla con ellos de vuelta a casa después. Y sin embargo, nunca le contaría a su padre, ni a su madre, ni a su abuela Anita, lo que pasó aquel sábado que parecía como los demás y fue distinto desde el principio, desde que el abuelo escogió ponerse un traje gris y una corbata en lugar de la camisa y el jersey con los que siempre había salido con ella de paseo, antes de sacar de un cajón de su escritorio que siempre estaba cerrado con llave una cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo.

-¿Qué es eso, abuelo?
-Una cartera -y se la enseñó a una distancia cautelosa-. ¿No lo ves?
-Sí, pero... ¿qué tiene dentro?
-Papeles.
-¿Qué papeles?

El abuelo no sólo no contestó a su pregunta, sino que hizo como si nunca la hubiera oído, y eso fue otra novedad, porque él no se cansaba de su curiosidad, jamás le pedía que se callara, que lo dejara en paz, ni murmuraba entre dientes, hay que ver, hija mía, qué pesada te pones, como hacían sus padres. El abuelo Ignacio siempre había contestado a todas sus preguntas y, a diferencia de su mujer, nunca se había preocupado por el aspecto de su nieta. Sin embargo, aquella tarde, antes de salir de casa la estudió con atención, desde los zapatos hasta las cintas de raso, por supuesto entonadas con el vestido, por supuesto entonado con la chaqueta, que la abuela había colocado al borde de sus dos trenzas perfectas.

-¿Qué miras?
-Nada -y la besó en la frente-. Lo guapa que eres.
Luego, como si quisiera desmentir las contradictorias novedades de su indiferencia y su atención, se esforzó por comportarse como otras veces, cuando de verdad disfrutaba explicándole los nombres de las calles o evocando episodios de su propia infancia, anécdotas de personajes pintorescos que había conocido o de los que había oído hablar cuando era un niño, pero aquella tarde Raquel no le prestó mucha importancia a sus palabras porque se dio cuenta de que para él tampoco eran importantes.

-No vamos a salir del barrio, ¿sabes? Lo vamos a cruzar, más bien, de punta a punta. Mi amigo vive en la calle Argensola, que está al final de Fernando VI, alguna vez hemos ido por allí para salir a Recoletos, ya lo verás...

Había oído palabras parecidas muchas veces, y sin embargo escuchó aquéllas como si fueran nuevas y distintas, porque habían perdido el acento alegre de la despreocupación a favor de una emoción más grave.

Su abuelo guardaba una memoria asombrosa de la ciudad donde había nacido, recuerdos tan ricos, tan minuciosos y precisos de la situación de las calles, de las fachadas de los edificios, de las fuentes y las estatuas, las tiendas y los cines, que la abuela estaba convencida de que la había ejercitado en secreto, año tras año. él lo negó al principio, pero luego, cuando se cansó de burlarse de su mujer, que había tardado más de una hora en empezar a orientarse en Zaragoza, reconoció que todas las noches, al apagar la luz, pensaba en Madrid, en un lugar, en una iglesia, en una esquina concreta que tomaba como punto de partida para reconstruir de memoria la calle Viriato, la plaza de Santa Ana o la Carrera de San Jerónimo, hasta que se quedaba dormido, y si no lo lograba a la primera, al día siguiente le echaba un vistazo a un plano para intentarlo otra vez. Raquel había sido la espectadora privilegiada, y a menudo única, del entusiasmo con el que Ignacio Fernández celebraba la lealtad de su ciudad con su memoria, y por eso percibió enseguida la misteriosa indolencia de su voz mecánica, neutral, desprovista de la vida, de la energía de otros sábados.

Aquella tarde, su abuelo hablaba por hablar, como si se hubiera dado cuerda a sí mismo sólo por estar ocupado en algo, y dejaba las frases a la mitad para saltar de un tema a otro sin terminar las historias que había empezado. Apretaba su mano con fuerza, con demasiada fuerza, mientras caminaba muy derecho, la cabeza alta, recta, casi rígida, sobre un cuello que había renunciado a la flexibilidad, su capacidad de moverse hacia los lados, y sus piernas avanzaban a una velocidad constante, recorriendo una distancia idéntica en cada paso. Raquel seguía su ritmo a duras penas, como si estuviera encadenada a una máquina, el autómata concienzudo que ocupó el cuerpo de su abuelo durante el último tramo, los últimos y silenciosos metros en los que su nieta empezó a sufrir por él, cuando ya estuvo segura de que aquello no iba a ser divertido y de que el hombre al que su abuelo iba a visitar no podía ser un amigo.

-Ya hemos llegado.
Ignacio Fernández se detuvo ante un portal grande y oscuro, y volvió a mirar a su nieta, no como antes, en casa, mientras estudiaba su ropa, su peinado, sus zapatos, sino mucho más adentro, al fondo de sus ojos, de su conciencia, el saldo de sus ocho años de niña feliz y muy lista, tanto que en aquel momento adivinó algunas cosas que eran ciertas aunque ella no pudiera entenderlas del todo, que su abuelo estaba muy nervioso, que estaba calculando si no sería mejor darse la vuelta para regresar a la rutina alegre y callejera de todas las demás tardes de sábado, y que en aquel momento, su compañía era importante para él. Entonces, como no sabía qué hacer, hizo lo mismo que había visto hacer tantas veces a la abuela Anita cada vez que su marido se enfadaba, o se ponía triste, o lo pasaba mal. Cogió su mano derecha con las dos manos, se la llevó a la boca y la besó muchas veces. Cuando terminó, su abuelo sonrió con esa sonrisa triste que Raquel ya conocía, la cogió en brazos y la abrazó con fuerza, con demasiada fuerza, mientras le devolvía los besos en la cara, en el pelo, en la cabeza. Después, colocó bien su vestido, volvió a encajarse la cartera de piel marrón debajo del brazo izquierdo, le dio la mano y entraron los dos juntos en aquella casa.

En el tercer piso había dos puertas, muy grandes y muy altas, de madera oscura, brillante, recién barnizada. Sólo una tenía una placa dorada en el centro, pero Raquel se dio cuenta de que su abuelo la habría escogido aunque no tuviera ningún apellido escrito. También se dio cuenta de que, al abandonar la suya para tocar el timbre, su mano temblaba como una hoja de periódico en medio de una tormenta, y entonces fue ella quien la apretó con fuerza, con demasiada fuerza, cuando volvió a encontrarla entre sus dedos.

-Buenas tardes. ¿Qué desea?
El abuelo no contestó a la doncella uniformada que abrió la puerta, porque vio aparecer enseguida a una mujer que a Raquel le pareció una actriz de cine, muy elegante, muy rubia, con los ojos muy azules y la piel muy blanca, arreglada como para ir a una fiesta, con un vestido negro sin mangas, unos zapatos de tacón alto y muchas joyas, en los dedos, en las muñecas, media docena de sartas de perlas blancas y negras confundiéndose alrededor de su cuello. Usaba un perfume tan penetrante que conquistó el descansillo sin esfuerzo, y les dedicó una sonrisa cortés, trivial, que sería el único gesto relajado que Raquel llegaría a contemplar aquella tarde en su hermoso rostro.

-Déjalo, María -le dijo a la doncella-. Yo me ocupo.
-Tú debes de ser Angélica -supuso el abuelo en voz alta como todo saludo, y aquélla era su voz, clara, firme, serena, la voz de un hombre que había recuperado su propio cuerpo y el control absoluto de sus palabras, sus gestos, sus movimientos, una metamorfosis tan misteriosa como la precedente, que debería haber tranquilizado a su nieta y sin embargo terminó de alarmarla del todo.
-Sí... -aquella mujer vaciló, miró al visitante con atención y se estiró, levantando al mismo tiempo la muralla del usted, la voz y la barbilla-. Perdone, pero creo que no nos conocemos.
-Claro que nos conocemos -y hasta se permitió el alarde de sonreír-. Lo que pasa es que tú no puedes acordarte de mí porque la última vez que nos vimos tenías tres años, pero estoy seguro de que sabes quién soy -entonces hizo una pausa más larga, y tan calculada como si estuviera interpretando un papel dramático sobre un escenario, quizás porque ella ya había juntado las manos y se frotaba una con la otra, como si estuviera poniéndose nerviosa-. Tu madre y yo éramos primos hermanos. Me llamo Ignacio Fernández.

Vámonos, abuelo, vámonos, pensó Raquel entonces, mientras la actriz de cine se ponía blanca, mucho más blanca, blanca como una enferma, como una estatua, como una llama moribunda de su propia blancura, vámonos de aquí, abuelo, por favor... Ella dio un par de pasos hacia atrás, marchita y desmadejada de golpe como si nada la sostuviera, como si todos los huesos de su cuerpo se hubieran disuelto en un momento para abandonarla a la suerte de una muñeca de trapo, una pobre marioneta de movimientos torpes, inconexos, no sonrías así, abuelo, así no, no sonrías así... Raquel quería hablar pero no podía, sus labios se negaban a moverse, y aquella mujer que parecía herida, fulminada por un nombre, un apellido que le hubiera estallado por dentro como una bomba programada con mucho tiempo, mucha paciencia, mucha astucia, había dejado de brillar, ya no brillaban sus perlas, no brillaban sus joyas, no brillaban sus ojos, ni su pelo dorado, ni su perfume caro, vámonos de aquí, abuelo, vámonos, por favor, vámonos, pero él sonreía, tenía los labios curvados en el ángulo exacto de la tristeza, y estaba tranquilo, como si acabara de desprenderse de una carga muy pesada, la que ahora hundía los hombros de la mujer que cerraba los ojos y se sujetaba la frente con los dedos como si su cabeza fuera a desprenderse de su cuerpo de un momento a otro, vámonos, abuelo...

-Vámonos -logró decir Raquel por fin, en voz muy baja, casi un susurro.
-He venido a ver a Julio -pero la voz de su abuelo se impuso a la suya-. ¿No está en casa?
-No... No, él... Ha ido... -ella le miró, miró a la niña, intentó ganar tiempo, cerró los ojos, volvió a abrirlos, miró el reloj-. Volverá enseguida.
-Muy bien -Ignacio Fernández dio un paso adelante, aunque nadie le había invitado a pasar-. Si no te parece mal, preferiría esperarle. Después de tanto tiempo...
-Claro, claro -la dueña de la casa reaccionó enseguida, como si temiera el final de la frase-. Pasa, por favor... ¿Y esta niña?
-Es mi nieta Raquel.
-¡Qué mona! -la actriz de cine intentó volver en la amplitud de su sonrisa y la caricia de sus dedos enjoyados, pero la angustia convirtió su rostro en una máscara, barnizó sus ojos con un brillo vidrioso, inspiró en la niña una lástima temible, más profunda que el miedo-. ¿Quieres venir a jugar un rato con mis hijos? Iba a ponerles la merienda...
Raquel apretó la mano de su abuelo con desesperación, porque no quería separarse de él ni un instante, pero al mirarle, supo que no tenía otra opción.
-Claro, qué buena idea -el abuelo la besó en la cabeza-. Ve con ellos, anda.
-María, por favor... -la doncella no había ido muy lejos-. Acompaña a este señor al despacho. Yo voy enseguida.

La mujer rubia la cogió de la mano y la condujo por un pasillo largo, lleno de muebles de madera oscura y muchos cuadros, algunos grandes, antiguos, otros pequeñitos, colgados en grupo. Las alfombras ahogaban el sonido de sus pasos, tan firmes que Raquel tardó en identificar el origen de un ruido sordo, atropellado, urgente, que no era más que el sonido de su respiración. Aquella mujer jadeaba como si alguien la estuviera persiguiendo, como si corriera en lugar de caminar, como si se sintiera atrapada en un lugar ajeno, extraño, peligroso, mientras atravesaba el pasillo de su propia casa. Al doblar la esquina, el pasillo cambió, perdió los muebles, los cuadros, las alfombras, para ganar a cambio la luz de dos ventanas que se abrían a un patio interior. Al fondo, había una puerta doble de madera, con hojas batientes como las de los bares de las películas del oeste. Ella la empujó y desembarcó a Raquel en una cocina muy grande, con muebles blancos, y en el centro, una mesa preparada para la merienda.

-Bueno -por fin la mujer rubia soltó su mano, le dedicó una sonrisa tan crispada que parecía una mueca, y señaló a los dos niños sentados a la mesa-. éstos son mis hijos pequeños, álvaro y Clara. Niños, tenéis una invitada. Se llama Raquel, y es prima vuestra, muy lejana pero... O no. No, no, es más bien sobrina, creo, segunda, o tercera, no sé, siempre me hago un lío con lo de los parentescos. En fin... Siéntate aquí. ¿Quieres un chocolate? Fuensanta lo hace muy rico...

Estaba tan nerviosa que al apartar la silla tiró una servilleta, y luego dio una vuelta completa alrededor de la mesa sin encontrar el cajón de los cubiertos. Una señora gorda y sonriente, de unos cincuenta años, vestida con un uniforme azul que apenas se distinguía bajo el delantal blanco, inmaculado, le tendió una cucharilla y dijo que ella se ocupaba de todo.

-Gracias, Fuensanta... Voy un momento al baño... Tengo que... ¿Dónde habré dejado el tabaco, Dios mío?
Raquel miró a aquellos niños que no parecían hermanos, él con el pelo muy negro, corto, fuerte, y los ojos grandes, oscuros como pozos a los que no se les veía el fondo, ella muy rubia, más que su madre, con la piel sonrosada y los ojos dorados, más pequeños que los del niño, pero limpios y transparentes como dos gotas de miel. Le pareció muy guapa y más que eso. Tenía la clase de belleza de los niños que salen en televisión, en los anuncios de champús o de galletas, el encanto dulcísimo de quienes siempre hacen el papel más lucido en las obras de teatro del colegio, ese atractivo innato, magnético, que establece la jerarquía en los pupitres y los recreos. Raquel tampoco se habría resistido al deseo de admirarla, de ser amiga suya, de invitarla antes que a nadie a todos sus cumpleaños, si la hubiera conocido otro día, en un lugar donde no sintiera la necesidad de medir sus palabras, de temer por su abuelo, de defenderse de las señoras muy rubias y muy amables que la invitaban a merendar con sus propios hijos. El niño le llamó mucho menos la atención y sin embargo fue quien más se fijó en ella. (...)

-Estaría bien que fueras prima nuestra, porque nosotros no tenemos -le explicó la niña.
-¿No?
-No -confirmó su hermano-. Papá y mamá eran hijos únicos. ¿Tú tienes?
-Sí, yo tengo muchos... Miguel y Luis, que viven en Málaga, Aurelio, Santi y Mabel, que tienen una casa al lado de la de mis abuelos, en Torre del Mar, Pablo y Cristina, que viven aquí, y luego los de París, Annette y Jacques.
-¿Tienes primos en París?
-Sí. Antes vivíamos allí. Yo nací en París.
-Entonces eres francesa.
-No. Soy española. Mis padres son españoles, y mis abuelos también.
-¡Qué raro! -el niño la miró como si no se creyera una palabra de lo que le acababa de contar-. Los que nacen en Francia son franceses. (...)

Entonces Fuensanta sirvió el chocolate, que estaba muy rico, riquísimo de verdad, y puso en el centro de la mesa dos fuentes, una con suizos y ensaimadas, otra con picatostes recién hechos. No os lo comáis todo, les advirtió, que ahora llegarán vuestros hermanos muertos de hambre, después del partido... Cuando ya no podía más, Raquel se echó hacia atrás en la silla y para su sorpresa, casi en contra de sus deseos, experimentó un instante de auténtico bienestar, como si el sabor del chocolate, de los picatostes, hubiera borrado el presentimiento de la amargura y desterrado el miedo, la sensación de estar cercada en un territorio hostil, más peligroso que cualquier otro lugar donde hubiera estado antes.

-Tengo un tren eléctrico -le dijo el niño-. Si quieres te lo enseño.
Salieron al pasillo en fila india, él delante, Raquel en medio, su hermana detrás, en dirección a una habitación amplia y luminosa, con dos balcones a la calle, una puerta cerrada a cada lado y un montón de juguetes por el suelo. (...)

El tren estaba montado sobre un tablero, entre los dos balcones, y era muy bonito porque tenía un puente, y un túnel, y una estación con muñequitos que parecían viajeros, de pie en el andén o sentados en los bancos, y hasta unas montañitas con un pueblo al fondo. Había dos locomotoras, una negra y antigua, que tiraba de tres vagonetas cargadas de carbón, y otra moderna, pintada de colores brillantes, enganchada a una larga hilera de vagones de viajeros.

-El tren no es tuyo, álvaro, es de los tres -la niña se acercó a Raquel con dos muñecas casi iguales, vestidas con la misma ropa en colores diferentes, y se las enseñó como si quisiera darle a escoger-. Mira, son mellizas. ¿A que son bonitas? Me las trajeron los Reyes, coge tú una...

Las locomotoras ya habían empezado a moverse, a cruzarse en direcciones opuestas, a subir por los puentes y perderse en el túnel, ganando velocidad en cada viaje, cuando un coro de voces masculinas que entonaban el cántico de la victoria, hemos ganao, hemos ganao, el equipo colorao, estalló en medio del pasillo.

-¡Papá!
Los dos gritaron a la vez un instante antes de que un hombre alto, moreno, corpulento, que no era joven pero conservaba el aire atlético de quienes sí lo son, entrara en la habitación precediendo a un muchacho rubio y larguirucho y a otro mayor pero muy parecido, y Raquel se dio cuenta de que álvaro se parecía a él tanto como los demás a la mujer muy rubia.

-¡Tres a cero!
El padre de los niños gritó el resultado del partido marcándolo al mismo tiempo con los dedos de las manos, tres levantados en la izquierda, el índice y el pulgar de la derecha dibujando un círculo en el aire, antes de coger a cada uno de sus hijos pequeños con un brazo para empezar a hacerles cosquillas mientras las recibía de ellos al mismo tiempo, hasta que los tres se cayeron al suelo y rodaron por la moqueta, convertidos en un ovillo de cuerpos y risas que no se deshizo cuando se pararon a tomar aliento.

-Y todavía no os he contado lo mejor, Julio ha metido dos, ha estado inmenso, ¿a que sí, Rafa? Anda... -y entonces, álvaro colgado de su cuello, Clara presa entre sus piernas todavía, se quedó mirando a Raquel-. ¿Y tú quién eres?
-Es una prima nuestra -le informó la niña-. Se llama Raquel.
él se echó a reír, besó a su hija, sonrió a esa sobrina postiza con la que no contaba, y ella comprendió que, a pesar del pelo rubio, a pesar de los ojos color de caramelo, a pesar del óvalo perfecto de su cara y la perfección sonrosada de su piel, si Clara era tan guapa, era porque sabía sonreír igual que su padre.
-A ver, a ver...
Mientras le veía acercarse andando a gatas, con los ojos tan negros, los dientes blanquísimos y una expresión juvenil, como de niño gamberro, en la cara, Raquel sintió una simpatía instintiva por aquel hombre y no se preguntó por qué, como nadie se lo había preguntado nunca, pero percibió calor, confianza, y una sensación aún mucho más extraña de cercanía, de intimidad, como si él fuera distinto de su mujer, de sus hijos, como si le conociera desde siempre y desde siempre hubiera sabido que podía fiarse de él.

-Dime una cosa... -se arrodilló a su lado y le habló con suavidad, en un tono sereno, seductor, casi sedante, como si nadie más pudiera escucharles o acabaran de quedarse solos en la habitación-. ¿A ti te gustan los chupa-chups?
-Sí -y Raquel sonrió sin saber por qué.
-¿Seguro? -entonces le enseñó una mano abierta, la cerró muy cerca de su cara e improvisó una mirada de asombro-. Pues sí que te deben gustar, porque tienes uno dentro de la oreja...
Raquel le miraba con la boca abierta, como si estuviera hip-notizada, inmovilizada de puro placer, atrapada en su voz, en sus palabras, pero escuchó un palmoteo nervioso y un par de carcajadas de los espectadores de la escena antes de sentir el roce de unos dedos junto a la mandíbula.
-Mira -y sus dedos sostenían un chupa-chups envuelto en un papel naranja-. Tómalo, es tuyo. Estaba en tu oreja.
-Gracias -dijo ella, y se echó a reír.
-Claro que, a lo mejor, te gustan más los de fresa. Déjame mirar en tu otra oreja... -repitió la operación con la otra mano y encontró un caramelo idéntico con un envoltorio de color rosa fuerte-. ¡Ahí va, qué suerte! Te crecen chupa-chups en las orejas.

Entonces, sin pensar en lo que hacía, Raquel le echó los brazos al cuello y le besó en las mejillas, y él le devolvió los besos, los abrazos, y por un instante fue como si siempre hubieran vivido juntos, como si no fueran a separarse nunca, como si ella fuera una hija más de aquel padre que iba a animar a sus hijos a los partidos, y se dejaba hacer cosquillas, y rodaba con ellos por el suelo, y andaba a gatas, y encontraba chupa-chups en sus orejas.

-Julio... -la voz de la mujer rubia, plantada en el umbral, los ojos muy abiertos, la piel muy pálida, frotándose las manos con tanta fuerza como si pretendiera desollarse una con otra, deshizo al mismo tiempo abrazo y hechizo-. Julio, tenemos visita.
-Ya lo veo -él se echó a reír-. Acabo de conocer a mi sobrina.
-Pues sí, claro, eso es... Esta niña es la nieta de Ignacio Fer-nández, el primo de mi madre, ya sabes. Te está esperando en el despacho.

él cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos para mirar a Raquel, para estudiar su cara con una expresión ambigua, que era una sonrisa pero no reflejaba placer ni simpatía, antes de desprenderla de sí con suavidad. Luego se levantó despacio, se arregló la ropa, arrugada por el forcejeo de las cosquillas, y salió de la habitación sin mirar hacia atrás. (...)
Fue otra vez la mujer rubia quien vino a buscarla cuando ya se había cansado de mirar los trenes y jugaba por fin con Clara y sus muñecas mellizas.

-Tu abuelo te está esperando, Raquel, tienes que irte.
-¡Ay, no, mamá, por favor! -Clara protestó-. Con lo bien que nos lo estamos pasando ahora...

Entonces, aquella mujer tan rara abrazó a su hija, la mantuvo apretada contra sí, la besó, y pareció estar a punto de hablar un par de veces, pero no dijo nada. Luego, cogió la mano de Raquel y deshizo el camino que las dos habían recorrido antes, desde el pasillo desnudo y luminoso, por el alfombrado corredor lleno de cuadros, hasta el recibidor donde Ignacio Fernández, muy alto, muy tieso, muy solo, esperaba a su nieta junto a la puerta. Clara fue tras ellas todo el camino, lloriqueando, protestando, suplicando entre sollozos una prórroga que era imposible, Raquel se dio cuenta, porque la maltrecha actriz de cine caminaba cada vez más deprisa, y porque se volvió dos veces para pedirle a su hija que se callara, la última a gritos, justo antes de doblar la esquina que desembocaba en el recibidor.

-Raquel...
Su abuelo la llamó por su nombre y entonces se dio cuenta de que con el brazo izquierdo seguía abrazando a la melliza pelirroja vestida de verde, y se quedó parada sin saber qué hacer, la mano derecha tendida hacia su abuelo y la otra hacia Clara, que ya corría a recuperar su muñeca cuando su madre la inmovilizó en lo que pretendió que pareciera un abrazo.

-Si te gusta, puedes quedártela.
-¡No! -su hija intentó zafarse de sus brazos, pero ella la apretó con más fuerza, sus manos cruzadas sobre las de la niña.
-Claro que sí -insistió, y se esforzó en sonreír, como si no pasara nada-. Te la regalamos.
-¡Pero, mamá, si es una melliza! -la niña levantó la cabeza, buscó los ojos de su madre y empezó a llorar de verdad, con lágrimas auténticas-. ¿No lo entiendes? Si son dos, ¿cómo voy a regalarle una?
-Eso es verdad -Raquel pensó que Clara tenía razón y estiró el brazo aún más hacia ella-. Además, yo ya tengo muchas muñecas.
-Nada, nada... -la mujer rubia se mostró inflexible en el arbitrario capricho de su generosidad-. Llévatela. Ya le compraré yo otra.
-¡Mamá!

De repente, Raquel se encontró en el descansillo. Su abuelo la había sacado de aquella casa y había cerrado la puerta sin despedirse. Eso también era raro, pero no le importó, porque la escena del recibidor había resucitado el grumo que se instaló en su pecho al llegar allí, cuando todo le daba miedo y le costaba tanto respirar como si la atmósfera del interior fuera más pobre, más pesada que el aire de la calle. Entonces recordó que aquello no iba a ser divertido, que ella lo había sabido siempre, desde el principio, y se preguntó cómo había podido llegar a olvidarlo, cómo había podido pasarlo tan bien con la merienda, y el tren eléctrico, y las muñecas, y los chupa-chups, y sin embargo alegrarse de que el abuelo hubiera decidido bajar por la escalera en lugar de coger el ascensor, porque en cada escalón respiraba mejor y las luces, las sombras, los muros, los objetos, iban recuperando la normalidad poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que los dos, siempre de la mano, reconquistaron la amplitud de aquel portal oscuro donde hacía casi frío, y tras la puerta, la recompensa de una tarde de mayo soleada y limpia, una brisa ligera agitando las hojas de los árboles, el sol aún capaz de calentarles.

-Qué casa tan grande tienen, ¿verdad? -sólo se atrevió a hablar cuando ya caminaban por la acera, al ritmo lento, calmoso, de otros sábados-. Y qué bonita. Deben de ser muy ricos, ¿no?

Su abuelo no le contestó enseguida, no se detuvo, no sonrió, ni usó su comentario como punto de partida para enlazarlo con una historia cualquiera. Ni siquiera la miró. Siguió andando despacio, con la cabeza recta, los ojos fijos en el horizonte, su rostro muy pálido a la luz del sol y un temblor pequeño, pero constante, en la frontera de sus labios cerrados.

-Lo que son es muy hijos de puta.
Eso dijo, y tampoco entonces quiso mirarla. Habían llegado a una plaza escondida, rectangular, con un edificio muy grande al fondo, muchos árboles delante, un quiosco de periódicos y algunos bancos. Su abuelo escogió uno que estaba vacío, se sentó, y Raquel se dio cuenta de que había dejado de contar con ella, como si se le hubiera olvidado que era su nieta, que tenía ocho años y que estaba allí, como si todo le diera ya lo mismo. Escogió un banco, se sentó, dejó a un lado su cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo, y se tapó la cara con las manos. Durante un instante, no ocurrió nada más. Luego, su cabeza empezó a moverse arriba y abajo, despacio al principio, con más ritmo, más intensidad después, contagiando su agitación a los hombros, a los brazos, a las manos que permanecían firmes contra sus párpados, sus mejillas, como si la piel de sus palmas se hubiera fundido con la de su cara, como si no pudieran separarse más. La niña, de pie sobre la acera, frente a él, le miraba y no podía creerse lo que estaba viendo, no de su abuelo Ignacio, de él no, y sin embargo, los sonidos roncos, guturales, viscosos, que se escurrían por los resquicios de sus dedos entreabiertos se hicieron más nítidos, aún más inverosímiles y precisos, más sollozos, hasta que ella ya no encontró ninguna puerta por donde escapar, ninguna solución para seguir dudando de la capacidad de sus oídos, de sus ojos abiertos e incrédulos.

Aquélla fue la primera vez en su vida que Raquel Fernández Perea vio llorar a su abuelo, la primera y la última, la única, pero nunca se sintió privilegiada ni orgullosa por haber sido testigo de su llanto, como había sido tantas veces espectadora de su alegría, porque su abuelo lloraba como un niño pequeño, sin freno, sin pausa, sin consuelo, olvidado de su nieta y de sí mismo, del hombre que había sido y del que seguía siendo, un hombre que había podido morir muchas veces y había salvado la vida para celebrar la muerte de su enemigo bailando un pasodoble con su mujer en una plaza del Barrio Latino de París, muy poco, poquísimo, casi nada, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes, Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo, español, y propietario de una pena negra, honda y sonriente que su nieta no olvidaría jamás, como no olvidaría la tarde en que le vio llorar, más solo, más angustiado, más derrotado que nunca, incapaz de seguir reteniendo por más tiempo todas las lágrimas que no había dejado ir mientras toreaba a la muerte por su cuenta, mientras se fugaba de las cárceles, de los campos, de los trenes, de los que le querían matar sólo porque era él, y que eran todos, mientras se acostumbraba al fracaso perpetuo de una vida próspera en un país ajeno, y al sueño imposible de la ciudad propia que volvía a perder cada mañana, porque somos de un país de hijos de puta, vamos a brindar, porque somos de un país de mierda, brindemos, él había levantado la copa, todas sus copas, pero había retenido también todas sus lágrimas para dejarlas ir ahora, sin freno, sin pausa, sin consuelo, para llorar el llanto de una vida entera, él, su abuelo Ignacio, el que sonreía al dolor, el que burlaba a la muerte, el que no lloraba nunca, el hombre que podía haber muerto muchas veces y había vivido para volver a casa, para recuperar su lugar, para cobrar sus deudas, a sus órdenes, mi capitán, para nada, había dicho él, para nada.

-No llores, abuelo, por favor... No llores.
¿Qué ha pasado?, le habría gustado preguntar, ¿qué te han hecho, abuelo, quién ha sido, por qué, cómo, cuándo, cuánto te duele?, pero no pudo decir nada, ni siquiera que le quería, que aquella tarde de mayo, tan cálida, tan limpia, tan cruel, había aprendido que le quería muchísimo, que no había nadie en el mundo a quien quisiera más que a él. Lo que a ti te hace daño, a mí me hace daño, eso era lo que sentía, lo que habría querido decirle, pero no pudo, porque estaba llorando, lloraba igual que él, como la niña pequeña que ella sí era, sin freno, sin pausa, sin consuelo, y no se tapaba la cara con las manos porque las necesitaba para aferrarse a su abuelo, para acariciarle, para explicarle la verdad, que le quería tanto que le dolían las palabras que no salían enteras de sus labios contraídos, los sonidos que se perdían en su garganta ahogada por los sollozos, y no conocía el origen, la razón de las lágrimas que mutilaban cada sílaba que intentaba pronunciar, pero sentía que esas lágrimas le dolían porque eran suyas, porque le pertenecían a él, porque ella había escogido llorar el llanto de su vida entera.

No llores, logró repetir por fin, después de un rato, y se abrazó a sus mangas, escondió la cabeza en su cuello y se quedó muy quieta. Esta vez, él respondió enseguida. La apretó con fuerza, la besó en la cabeza y mantuvo sus labios firmes contra su pelo hasta que los dos se tranquilizaron. Luego, manteniéndola sujeta entre sus manos, la separó de sí, la miró, sonrió y volvió a besarla en las dos mejillas. Tenía los ojos enrojecidos, los párpados hinchados y la piel de los pómulos muy fina, tan frágil de repente como si fuera de papel.

-ésta es la plaza de las Salesas -dijo, y su voz, ensuciada por el llanto, adoptó sin embargo el acento y el ritmo de otras veces-. Se llama así porque antes había un convento, pero esa iglesia de ahí detrás se llama Santa Bárbara, porque la fundó Bárbara de Braganza, una reina de España que era hija del rey de Portugal -hizo una pausa, se frotó los ojos, volvió a sonreír-. Esa calle lleva su nombre. Aquí enfrente estaban los juzgados donde condenaron a mi cuñado Carlos, ¿te acuerdas? Y el edificio gris que está adosado a la iglesia por detrás, ¿lo ves?, es el Tribunal Supremo. Su fachada da a otra plaza que hay detrás, la plaza de la Villa de París.

Raquel se quedó un instante callada, sin saber qué decir, cómo interpretar esas palabras frías y calientes a la vez, que tendían un puente o proponían un pacto cuyos términos no estaba muy segura de comprender. Por eso se limpió los ojos, se sonó los mocos, y dijo lo mismo que habría dicho si aquella tarde no hubiera pasado nada.

-Y las dos son cuadradas, porque si fueran redondas se llamarían glorietas.
-Justo -las lágrimas volvieron a aflorar por un instante a los ojos de Ignacio Fernández Muñoz, pero las mantuvo a raya en honor a la inteligencia de su cómplice-. No le cuentes nada a la abuela, ¿de acuerdo?
-Te lo prometo.

él sonrió a la solemnidad de su nieta, que había levantado en el aire la mano derecha con los dedos cruzados para reforzar su compromiso, y la abrazó otra vez.
-Recoge la muñeca -dijo entonces, mirando al suelo-. Se te ha caído.
-No la quiero -Raquel la recogió de entre sus pies, la acostó en el banco, y buscó luego en sus bolsillos hasta encontrar los chupa-chups, que dejó a su lado, el de naranja a la izquierda, el de fresa a la derecha, era tan bonita, pensó al despedirse de ella, con el pelo rojo y aquel vestido verde lleno de volantes y puntillas-. No la he querido nunca. (...)

Y entonces, como si de verdad no hubiera pasado nada aquella tarde, se levantó al fin, se encajó su vieja cartera debajo del brazo izquierdo, ofreció a su nieta la otra mano, y echó a andar hacia Recoletos con el paso regular, tranquilo y relajado, de otros sábados.

-¿Quieres un helado? -propuso al llegar al paseo.
-Bueno. De fresa, pero pequeño, porque he merendado... -mucho, iba a decir, pero se calló, porque no quería recordar nada bueno de aquella tarde.
El abuelo escogió uno grande de vainilla, mantecado, decía él, y se lo comió despacio, sin hablar, disfrutando mucho de su sabor y del paseo, Recoletos lleno de niños con patines, de madres con bebés, de parejas de novios que se besaban en los bancos y grupos de amigos que juntaban las mesas de las terrazas en largas hileras repletas de cañas de cerveza. Se escuchaban sus voces, sus risas, y el eco de los juegos de los niños, pareados y canciones, interminables retahílas de frases sin más sentido que el de acompañar los movimientos de las palmas velocísimas, las manos que volaban en el aire, encontrándose y separándose, chocando entre sí para componer una pauta rítmica y constante que Raquel conocía muy bien.

-¿Qué ha pasado, abuelo? -se atrevió a preguntar al final, cuando ya no quedaba ni rastro del cucurucho entre sus dedos y la templada alegría del aire de mayo, la gente en la calle, caía como un bálsamo compasivo sobre su incertidumbre.
-¡Uf! Es una historia muy larga. Muy larga y muy antigua. No la entenderías y además... Creo que tampoco te conviene saberla.
-¿Por qué?
él volvió a mirarla muy despacio, muy adentro, hasta el fondo de sus ojos, de su conciencia de niña de ocho años, y Raquel intuyó que nunca contestaría a esa pregunta, pero se equivocó.
-Bueno... -titubeó al principio-. Ya hemos vuelto, ¿no?, y lo lógico... Lo más normal es que tú ya vivas aquí siempre. Y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber. Incluso no entender... -hizo una pausa y sonrió a la expresión concentrada de su nieta, que intentaba descifrar sus palabras en vano-. Mañana por la mañana podemos ir al Rastro, si quieres. Hace muy bueno, y seguro que a la abuela le apetece venir con nosotros. Ya sabes tú que, a ella, todo lo que sea comprar...

Ignacio Fernández había podido morir muchas veces, pero había vivido para estar seguro de lo que a su nieta Raquel le convenía y no le convenía saber. Pasarían muchos años, muchas cosas, antes de que ella comprendiera el sentido de aquel discurso oscuro, que era claro, luminoso y justo, como las verdades necesarias a las que se renuncia a tiempo y por amor. Entonces ya había dejado de pensar en sí misma, en sus padres, en su familia, como españoles. El color, el sol, la luz, el azul, no necesitaban apellidos en un país donde los suyos no requerían explicación, ni reflexión alguna. Pasaron muchos años, muchas cosas, y su hermano Ignacio, el tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, nació en Madrid, igual que el primero, pero no se sintió nunca especial, ni diferente por eso, porque ya vivían aquí y era lo lógico, lo normal. Cuando ya parecía que nunca iba a ocurrir, una tarde de junio como cualquier otra, su abuelo Aurelio se quedó dormido mirando el mar pequeño y andaluz que había escogido para morir, y mientras viajaba a la casa blanca y luminosa de los veranos de su infancia, Raquel ni siquiera se dio cuenta de cómo había ido perdiendo la memoria de los años raros, y del tiempo anterior, que llegaría a parecerle muchísimo más extraño todavía cada vez que volviera a París, donde había nacido Mateo, donde había nacido ella, donde parecía mentira que hubieran nacido y vivido los dos, que un domingo cualquiera de los años ochenta se encontraron sobre la mesa de la abuela Anita con una ensalada de endibias aliñadas con queso azul y nueces picadas que no recordaban haber visto jamás, y que estaba muy buena a pesar de su aspecto lacio y un poco asqueroso.

Pasaron muchos años y muchas cosas en España, al principio muy deprisa, más despacio después, mientras los deseos y la realidad aprendían a encajar en sus moldes flamantes, nuevos pero estrechos, como fue encajando su vida en las etapas de una vida cualquiera, la trabajosa negociación de sus propios deseos con las estrecheces de la realidad disponible, y habría querido ser actriz de teatro, pero terminó haciendo Económicas, y le habría gustado trabajar en algo más interesante, pero encontró enseguida trabajo en un banco, y se casó, pero se divorció, y deseó tener un hijo, pero no encontró ni al padre ni el momento, y fue desgraciada a veces, pero a veces fue feliz.

Pasaron muchos años, muchas cosas, pero Raquel Fernández Perea no dejó nunca de mirar al cielo. Y nunca olvidó cómo se llamaba el hombre que hizo llorar a su abuelo.