Image: Lección de permanencia

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Poesía

Lección de permanencia

Jordi Doce

7 junio, 2000 02:00

Jordi Doce

Pre-Textos. Valencia, 2000. 90 páginas, 2.200 pesetas

Pocas veces tiene el lector de novedades la ocasión de tropezar con un libro de tanta calidad como éste ostenta en sus mejores páginas. Poder dar la enhorabuena a un autor, con verdad y desinterés, es la mayor satisfacción entre las que el ejercicio de la crítica puede conllevar. Lo es, sobre todo, cuando ese placer, que es un deber gustoso, se impone por el mérito de un texto limpio de los prejuicios que son siempre los juicios previos sobre quien lo firma y su trayectoria. No creo haber tropezado hasta ahora con el nombre de Jordi Doce ni con los dos libros que ya tiene publicados, en 1994 y 1997; pero tengo la seguridad de que merece que se mantenga sobre él una llamada de atención y de justificada esperanza.

"Calidad" es palabra muy socorrida, y debe justificarse y aclararse. Es aquel ingrediente de la poesía que le permite encajar en su definición de ejercicio de autoconocimiento perseguido en actos de intensidad. Por eso, la mejor definición de la calidad es la negativa: no puede haberla en el discurso que no esté cargado del significado, tanto emocional como reflexivo, que nos sirve de antorcha en el laberinto. Los dos escollos primordiales de la calidad son la certeza anticipada de lo previsible, y la lectura somera de lo superficial: los dos defectos de la poesía que se cree legítima en la mera crónica de anécdotas existenciales, ese manoseado papel moneda que, como señalaba Mallarmé, se contenta con ser vehículo del intercambio rutinario en una comunicación previamente pactada, y renuncia al brillo, al valor y al peso de la moneda de metal precioso.

El personaje poemático de Lección... traza el itinerario de su indagación sobre los dos símbolos gemelos del viaje y el paseo. Ambos implican un desplazamiento en el espacio que es al mismo tiempo la trayectoria de una interrogación, gracias al desdoblamiento del yo en esa soledad locuaz que exploraron, en los siglos XVIII y XIX, Rousseau y los románticos ingleses, y luego los simbolistas. El problema y los atisbos de la propia identidad se manifiestan en contraste con la certeza del ser sin conciencia de la naturaleza y el paisaje, y desde la infinita sugerencia y la perpetua duda que es constitutiva del existir humano. La lluvia remoza el paisaje aportándole la brisa y el frescor de la inquietud. Nos cruzamos con personas desconocidas y anónimas, que se desvanecen dejándonos el enigma de su ser y el de su rostro entrevisto, tan imposibles de fijar como los nuestros. El retorno, cuando la inmovilidad del cuerpo hace más patente la inercia en que prosigue su curso la reflexión, deja en el aire el intento inacabado de construir una hipótesis sobre la propia personalidad con las estampas y las sensaciones del pasado. Meléndez Valdés escribió que "el invierno es el tiempo de la meditación", y mucho tiene de invierno perpetuo el paisaje inglés que sirve de caja de resonancia a estos poemas de clima húmedo y de cielo cubierto, de amanecer oscuro como un crepúsculo, de ciudad pequeña y horizontalmente desarrollada en viviendas bajas con jardín, en la que el tamaño y el diseño acogen al caminante en vez de rechazarlo: léase el poema "El paseo", uno de los mejores del libro.

El lenguaje es amplio y rico, sin ostentaciones no exigidas por el matiz, ni degradaciones de retórica forzadamente conversacional. Corresponde a una mirada atenta al detalle, que se complace en detenerse en él y nombrarlo con el término adecuado, aunque pueda violentar una musicalidad que no se considera imprescindible, o producir una rima parásita. Reunir lo indeciso y lo preciso, como recomienda el "Arte poética" de Verlaine, es sin duda el mayor atractivo de la escritura de Doce, y se consigue ante todo en los poemas extensos, los que mejor cauce ofrecen a una aventura meditativa que, en ocasiones, sitúa su referencia en la realidad transfigurada por el arte o por la literatura, como ocurre en los poemas que aluden a las escenas de interior de Vermeer o a Ocnos de Cernuda. Mi única objeción apunta a los pocos lugares en los que el libro se aparta de su tono predominante, incluyendo un par de apuntes en prosa -"Habitación 212" y "Paula"- y un puñado de poemas brevísimos -págs. 27, 34 a 36, 61 a 64. Las prosas seudopoéticas, anotaciones de diario y esbozos de poemas que no llegaron a serlo, se han convertido, tanto como los aforismos, en un truco para hinchar el perro que este libro no necesita, habida cuenta de su suficiente extensión. Los poemillas citados -tanto como la décima de pág. 51- no tienen la concisión reconcentrada del haikú, nada añaden, ni rompen una línea que debe su eficacia a su continuidad. Unas y otros deberían haber quedado en el tintero.