Image: Crumb. Recuerdos y opiniones

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Novela gráfica

Crumb. Recuerdos y opiniones

Robert Crumb y Peter Poplaski

20 marzo, 2008 01:00

Global Rhythm Barcelona, 2007. 390 pp. + 1 Cd., 34’90 euros

Bertrand Russell, al hablar de sus años juveniles en Old Southgate, traza un perfil sobre la brutalidad de sus compañeros, insoportable para él. "Me sentía profundamente desdichado", escribió. "Había un sendero que llevaba a New Southgate, y solía ir allí solo para contemplar la puesta del sol y pensar en el suicidio. No me suicidé, sin embargo, porque deseaba saber más matemáticas".

Al gran dibujante Robert Crumb (Filadelfia, 1943), tal y como se desprende de la lectura de esta larga conversación con su amigo Poplaski, bien podemos decir que le salvaron del suicidio, o de un manicomio, o de una cárcel, dos cosas: su pasión por el dibujo, que ha sido el elemento catalizador de sus peores fantasmas, y una cabeza ordenada lo justo para no dejarse arrastrar por las turbulencias que se llevaron por delante a muchos de sus compañeros del movimiento underground.

Niño tan débil como sensible, Crumb creció en el seno de una de esas familias disfuncionales de clase media en el marco de una América consumista y feliz que anteponía la ilusión a la realidad y en la que la cultura de masas permutaba por basura lo que tenía de interesante legado tradicional (como esa música popular, registrada en discos de 75 rpm, que a Crumb le gusta coleccionar).

La pasión por los tebeos que le inculcó su hermano Charles, que más tarde se suicidaría, y cuya carta de 1989, aquí incluida, es una de las letanías más aterradoras sobre la inestabilidad mental que he leído, le abrió una puerta a la desconexión con la degradación familiar y social que le rodeaba. Y su instinto de supervivencia le llevó a romper con una vida monótona de dibujante comercial en una empresa de tarjetas de felicitación y a lanzarse a vivir la aventura beat en San Francisco.

"Todos mis impulsos naturales son retorcidos y perversos", nos confiesa en esta obra, y en el ambiente contracultural del momento pudo canalizar un buen número de ellos a través de unas historietas que enseguida le significaron como el autor más genial de todo aquel movimiento. La fama le llegó demasiado pronto y demasiado rápidamente, pero ni las drogas de las que abusó consiguieron secuestrar por completo sus neuronas. Sus historias del lascivo y politóxico gato Fritz, del alcohólico Bo Bo Bolinsky o del verborreico y menorero gurú Mister Natural siguen interesándonos por lo que tienen de irónico, antes que de entusiástico, sobre aquel período.

Pero la verdadera grandeza de Crumb -que, por cierto, cada día dibuja mejor- arranca del instante en que sus trabajos pasaron a ser abiertamente autobiográficos para exponer las fantasías extravagantes de un sujeto inmaduro en su desarrollo sexual que sueña con "estuprar" a mujeres grandes y de culos enormes, extremadamente fuertes y poderosas. Es la autenticidad con que nos desvela ese ego dañado, unido al altísimo nivel de su grafismo, lo que ha hecho de aquel pringado gilipollas, como él dice, un icono de la cultura contemporánea.

El que, al alcanzar ese público reconocimiento, alguien como Robert Hughes nos diga que ve en él a heredero de Brueghel o Goya no es sino otra palpable muestra de que el establishment artístico a veces no sabe muy bien cómo integrar en su grey a los que viven lejos de su pastoreo. A los que carecemos de ese prurito para valorarlo, nos basta con ver que sigue dibujando espléndidamente desde su retiro en el sur de Francia, con su familia y esos discos a los que se aferra para no olvidar la importancia de la tradición.