Image: Nat Tate (1928-1960). El enigma de un artista americano

Image: Nat Tate (1928-1960). El enigma de un artista americano

Novela

Nat Tate (1928-1960). El enigma de un artista americano

William Boyd

5 diciembre, 2014 01:00

William Boyd. Foto: Begoña Rivas

Traducción de Andreu Jaume. Malpaso. 96 pp, 14'50 euros

Nat Tate nunca existió, pero ese detalle no impide que se llegaran a pagar más de 9.000 euros por un dibujo atribuido a él con el título Puente n° 114. Este librito primorosamente editado por Malpaso es una brillante travesura con la que William Boyd (Accra, Ghana, 1952) transitó el género inverso a la non-fiction novel de Capote: se trata de una quest o búsqueda biográfica... de ficción. Harto de la impostura intelectual y del fetichismo de la mercancía que dominan el mercado del arte y lo convierten en una secta críptica para horteras inflacionarios, Boyd decidió inventarse a un pintor del expresionismo abstracto americano años 50 sobre la plantilla maldita de Pollock, arquetipo por el que se derrite esa izquierda caviar neoyorquina retratada por Tom Wolfe o Woody Allen. Cuanto más autodestructivo el artista, mayor la adoración. La rocanrolización del arte.

Boyd publicó este texto en 1998 sin revelar el engaño y, con la complicidad de tipos como Gore Vidal o David Bowie, logró convocar a lo más cool de la intelectualidad de Manhattan en casa del mandarín duchampiano Jeff Koons para homenajear al falso Tate. Picaron todos los invitados, incluyendo Julian Schnabel o Paul Auster y señora. Pero a los pocos días un periodista especializado descubrió el pastel y el bochorno de los mandarines se tornó satisfacción en el travieso Boyd, que no obstante lamentó que hubiera durado tan poco la comedia.

Pero es que basta con leer el libro -y con haber leído libros en general- para adivinar que Tate es una invención, de tan canónica. Boyd disfrutó sembrando sutiles exageraciones a lo largo de una clásica historia de malditismo: el padre desconocido, la madre ligera de cascos, la orfandad redimida por un matrimonio potentado, el padre adoptivo de tendencias homosexuales, el niño prodigio retraído, la escuela de pintura y los primeros compañeros de oficio, la promiscuidad entre críticos y galeristas o entre pintores y galeristas o entre pintores y críticos, el alcohol a raudales, el glamour de las fiestas, el choque epifánico, el proceso de alcoholización y autoodio, la quema de las obras -solo sobrevive una calculada docena-, el suicidio por ahogamiento en el Hudson -lo que explica que nunca se encontrara el cuerpo- y la apoteosis final a cargo de unos pocos diletantes que murmuran: "Siempre se van los mejores". Nada falta.

El autor gana verosimilitud tirando de intertextualidad cervantina, en este caso una supuesta correspondencia de la galerista de Tate y el diario del crítico que descubrió al genio. Introduce con habilidad referencias a personajes reales -Willem De Kooning, Peggy Guggenheim (cuyo mítico furor uterino no queda sin ponderar), Picasso, Georges Braque...-, así como ilustraciones con fotos de celebridades reconocibles junto a postales familiares que pueden ser de la primera comunión del propio Boyd.

El resultado es una malvada crónica que vuelve a certificar el poder corrosivo del humor frente al último dogma: el del prestigio social del arte. Como explica Francisco Calvo Serraller en un prólogo cómplice, con la desaparición de los antiguos mecenas el artista moderno se vio obligado a epatar para darse a conocer, vender y vivir. Y en un mundo secularizado dirigido por ingenieros y científicos, solo el arte mantiene su atractiva inutilidad, su hermetismo crítico, su rentable halo de oráculo. Que el show continúe: hay que sacarles los millones a los creyentes ricos.