Novela

Nuestra epopeya

Manuel Longares

1 junio, 2006 02:00

Manuel Longares. Foto: Javi Martínez

Alfaguara. Madrid, 2006. 424 páginas, 20 euros

La obra narrativa de Manuel Longares ha ido creciendo espaciadamente, con amplios intervalos entre los distintos títulos. Lo prueba la media docena de novelas aparecidas desde 1979 hasta hoy, todas ellas muestras indiscutibles de una escritura cuidada, repleta de registros y nunca vulgar, que obligan a tener en cuenta cualquier nueva obra del autor.

Nuestra epopeya es una novela ambiciosa y de compleja composición. El autor se ha propuesto reconstruir medio siglo de vida española; una etapa marcada por la segunda república, la guerra civil, la posguerra y sus miserias y la creciente recuperación del país, las emigraciones a Europa y la restauración monárquica, hasta desembocar en los últimos años 80 del pasado siglo. ésa es la "epopeya" a la que irónicamente se refiere el título: la de "la generación que fue de la Ceca a la Meca tras el plato único y el trabajo mísero" (p. 417), que, con el tiempo, pasa de la miseria a las autopistas ("Fuimos el alquitrán de la nueva España. Pedíamos la luna y nos dieron una carretera"), de modo que "una aldea castellana ha desterrado la pana y se torna americana" (p. 422). Para construir un fresco de tal magnitud, Longares ha dividido la obra en cinco partes, cada una de ellas formada por breves secuencias que saltan de unas escenas a otras, de unos personajes a otros e incluso de unas épocas a otras, con una libertad narrativa que rehúye la vertebración del relato tradicional y descompone la historia en facetas, en perspectivas diferentes que se mezclan y entrecruzan en una composición que por sus caracteres podría calificarse de cubista. Coplas y canciones de moda van festoneando las diversas etapas históricas. Sería inexacto hablar de protagonistas porque nos encontramos ante una novela coral, no sólo porque ningún tipo destaca sobre los demás, sino también porque aparecen o se mencionan pequeños grupos o personajes colectivos que, a manera de caricaturesca degradación del coro clásico, subrayan la acción con sus intervenciones o su presencia, como sucede con "las beatas" o con los tríos "Fina, Techu y Adela", o bien "Vega, Zarza y Raquelín", siempre jugando en la picota.

Nuestra epopeya desciende, sin duda, de la estirpe literaria valleinclanesca. Es en la serie inacabada del Ruedo Ibérico donde se encuentran los modelos más palpables de este modo de narrar, lo que no significa que Longares no tenga su propio mundo y su peculiar selección de elementos. Pero incluso hay destellos estilísticos en los que el eco de Valle-Inclán está presente, como en el afán de evitar -en una obra de abundantes diálogos- los habituales verbos de prolación ("dijo", "respondió", "afirmó"....) por otros más variados y menos previsibles, que matizan el contenido del parlamento e incluyen a menudo el gesto corporal: "anticipó", "contraatacó", "edujo", "intercaló", "se ilusionó", "descalificó", "renegó", "galleó", "apremió", "arengó", "dramatizó", "se enardeció" o "desveló" son algunas de las fórmulas utilizadas. El lenguaje se dilata, adquiere propiedad y precisión, deja entrever la riqueza de sus posibilidades, al contrario de lo que sucede con la planicie monótona en que consiste la prosa de muchas novelas. Longares vuelve a demostrar, por si hacía falta, que es un escritor excelente.

La narración, en cambio, ofrece algunos resquicios vulnerables, acaso por la acumulación excesiva de datos, por la multiplicación de escenas de impecable construcción en sí mismas, pero no siempre necesarias, y por cierta confusión en los saltos temporales que puede desorientar al lector, sobre todo en la primera parte. A cambio de ello, hay un puñado memorable de historias -la de Mauro y Henar y su aventura extranjera, la tortuosa ascensión de Acacio, la dureza de la posguerra en Madrid, las experiencias de Celi con los guerrilleros colombianos, la trayectoria de Luchini Berbén y Barragán- y de escenas descarnadas y crudas, como la de los asesinatos de Acacio, que acreditan el pulso de un narrador firme para el que la novela no es simple entretenimiento, y para quien la contemplación a distancia, a veces distorsionada y caricaturesca, de la realidad no excluye una mirada compasiva y humanísima hacia los personajes más desvalidos, eternos perdedores en una historia en la que sólo sobreviven y medran los bellacos y los advenedizos.