Novela

Oblómov

Ivan A. Goncharov

30 enero, 2000 01:00

Traducción de Lydia Kuper de Velasco. Alba. Barcelona, 1999. 644 páginas, 4.600 pesetas

Iván Alexándrovich Goncharov (Simbirks, 1812-San Petersburgo, 1891) nace en una familia burguesa y tras cursar estudios universitarios entra a trabajar en la administración estatal como censor. En 1847 publica su primera novela, Una historia vulgar, que recrea la frustración de los ideales de un joven provinciano. Su segunda obra, Oblómov (1859), consagra al escritor como un clásico de las Letras rusas. Goncharov escribe una tercera novela, El declive (1869), un espléndido retrato de la vida patriarcal que, sin embargo, no alcanza la calidad de su obra maestra. Fue un hombre solitario, que sólo salió de su país para emprender un viaje a Oriente que plasmó en La fragata Palas.

Cuando Emilia Pardo Bazán preparaba sus conferencias ateneísticas sobre La revolución y la novela en Rusia pudo leer tan solo fragmentariamente esta obra de Ivan A. Goncharov publicada originariamente en 1859, pues por aquel entonces la traducción francesa disponible lo era únicamente de la primera de sus cuatro partes. Nos llega ahora felizmente la versión española completa y muy cuidada de Lydia Kuper de Velasco, que no ha dudado en incluir algunas notas para aclarar los aspectos más insólitos del universo que esta novela reproduce con una voluntad y una resolución realistas verdaderamente admirables. A doña Emilia le seducían las similitudes existentes entre los mujiks feudatarios de las grandes casas perdidas en la vastedad de las estepas rusas y los labriegos gallegos dependientes de los pazos. Pero con su buen tino crítico, apunta que lo realmente valioso de Oblómov no es tanto la descripción abigarrada y verista de un paisaje o unas costumbres cuanto la "intensidad psíquica" que caracteriza a sus protagonistas.

Ciertamente la novela de Goncharov ofrece un raro logro técnico y estético que la novela española decimonónica tardaría en alcanzar. En este sentido, Oblómov participa de las mismas virtudes que llevaron a Ortega a admirar la innovación y la técnica de Dostoievski. Para nuestro filósofo, el empleo de un abundante flujo verbal hace que los lectores de Dostoievski se saturen de las almas de sus personajes, hasta el extremo de que "van adquiriendo las personas imaginarias una evidente corporeidad que ninguna definición puede proporcionar". Esto implica la retracción del narrador, que, siendo omniscente en cuanto al mundo que nos narra, deja no obstante que los protagonistas se expresen mediante sus propias palabras, confiriéndoles de este modo coherencia y solidez.
Este modelo de novela dialéctica y objetiva caracteriza tanto a Dostoievski como a Goncharov, y puede mostrar su sostenida eficacia ante los lectores de hoy. Oblómov tiene así -como también, por ejemplo, la novela de Dostoievski publicada por entregas aquel mismo año de 1859 La alquería de Stepanchikovo y sus vecinos- un cierto aire teatral, donde los acontecimientos importan mucho menos que las palabras cruzadas entre sus protagonistas. Por cierto, Goncharov hace referencia al personaje central de Stepanchikovo, Foma Fomicho, una especie de Tartufo que domina la mansión aldeana del coronel de húsares retirado Yegor Illich Rostaniev.

También Iliá Illich Oblómov, propietario absentista de dos lejanas aldeas y de más de trescientas almas que viven en ellas, está rodeado de auténticos vampiros que hacen su agosto a costa de la indolencia del rentista. Dos de ellos, Tarántiev y Matvéievich, reconocen abiertamente que "mientras haya papanatas en Rusia que firmen sin leer podremos vivir" (página 474). Oblómov es uno de esos peleles, cuya abulia y dejadez alcanzan niveles patológicos. Es la suya una enfermedad del espíritu, una especie de spleen característico de la clase social rusa a la que Oblómov representa y que da lugar a una acuñación verbal explícita en esta novela. Porque a diferencia de Madame Bovary, cuyo reemplazo de la realidad por la ilusión romántica de sus lecturas inspirará el término bovarismo, omoblovismo es el diagnóstico que sobre semejante personaje hace el otro protagonista, el ruso-alemán Shtolz. Incluso la novela concluye con un quiebro metanarrativo, cuando, comentando la muerte de Omóblov, Shtolz, hijo de un maestro de Sajonia, tecnólogo en ciernes y gran experto en agronomía, se dispone a explicar el alcance del omoblovismo a "un escritor, amigo suyo, hombre grueso, de rostro apático y pensativo, de ojos un tanto somnolientos" (páginas 640), auténtico alter ego del propio novelista Iván A. Goncharov.
La maestría del escritor se muestra en su capacidad de definir todos los matices de la abulia omoblovista simplemente a través de la relación establecida entre el personaje que la representa y, fundamentalmente, otros dos. El primero de ellos es el mencionado Shtolz, una especie de ejecutivo de la pragmaticidad avant la lettre, máximo develador de la patología vital de su amigo. Y le secunda la figura admirable de Olga, la mujer que amó a Oblómov pero que fue incapaz de vencer su galbana. Porque una de las virtudes de Goncharov es la de presentarnos a su protagonista a partir de la perspectiva humanizadora de Shtolz y Olga, quienes a un tiempo denuncian la dejadez que le hará perder toda su vida y le reconocen "un corazón honrado y fiel" (página 610). No faltan, con todo, proclamas regeneracionistas, al modo de nuestro 98, en el sentido de que Rusia necesitaría que naciesen muchos Shtolz y desaparecieran los Oblómov. Pero Goncharov no se ceba en la debilidad de su criatura, que muere "sin dolor, sin sufrir, como se para un reloj al que olvidaron de dar cuerda".