Image: Escribir y prohibir. Inquisición y censura en los Siglos de Oro

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Ensayo

Escribir y prohibir. Inquisición y censura en los Siglos de Oro

Manuel Peña Díaz

8 abril, 2016 02:00

Felipe II mandó al Santo Oficio confeccionar una lista de libros prohibidos

Cátedra. Madrid, 2015. 250 páginas, 15€, Ebook: 12'98€

La historia de la lectura ha rendido notables frutos al abrir el campo de la historia cultural más allá de la producción de libros y del análisis de bibliotecas particulares. Asimismo, una vez consolidado nuestro conocimiento de los aspectos internos y punitivos de la Inquisición, ahora los investigadores están abordando el estudio de los mecanismos de control ideológico y sus consecuencias en las conciencias colectivas e individuales. Pues bien, este libro se ubica en el cruce de ambas líneas de investigación, centrado en un asunto tan atractivo como complejo: la censura de libros.

Censurar libros implicaba, obviamente, prohibirlos, pero además suponía creer en el potencial subversivo de la palabra escrita, influir en los hábitos de lectura, condicionar incluso la tarea de los autores (desde perfeccionar el estilo para eludir la vigilancia hasta la autocensura), todo con la intención de uniformar los modos de pensar, reprimir la disidencia de conciencia y combatir ideas políticas y religiosas consideradas peligrosas.

El compromiso de la Inquisición con la censura se estrechó a partir de 1558, cuando Felipe II dividió el control de textos entre las autoridades civiles y eclesiásticas (censura previa a la impresión) y el Santo Oficio (censura de lo publicado), al que además encomendó la confección de una lista de libros prohibidos. Al año siguiente, el primer Índice contenía setecientos títulos que debían ser secuestrados de las imprentas, de las librerías y de las bibliotecas privadas y públicas. La tarea se reveló compleja y polémica, tanto por los limitados medios inquisitoriales, como por la resistencia de diversos sectores afectados (libreros, impresores, universidades, órdenes religiosas, intelectuales, lectores en general). Se abrió entonces la puerta al expurgo, es decir, la censura solamente de aquello considerado heterodoxo o erróneo dentro de un libro, permitiendo el acceso al resto del texto.

Por añadidura, esta solución de compromiso, a medio camino entre la prohibición total y la libre lectura, y el reconocimiento del Santo Oficio de su incapacidad para calificar todos los impresos, franquearon el paso a una serie de modalidades flexibles de vigilancia. Es el caso del caute lege, el aviso de leer con cautela, que desplazaba al lector la responsabilidad censoria y le invitaba a practicar la crítica textual en un sentido amplio. Como Manuel Peña señala en Escribir y prohibir, el llamamiento a la lectura prudente significó un paso más en la interiorización del rigorismo ideológico y a la vez certificó el relativo fracaso del Santo Oficio ante la enorme responsabilidad encomendada. A ello habría que añadir las consecuencias a largo plazo en los hábitos de lectura y una eventual canalización de otros conflictos de diverso género a través de la denuncia de lo escrito.

Como se ve, la censura inquisitorial de libros constituye un objeto de estudio rico y de amplias conexiones que el autor recorre en todas sus variadas direcciones, combinando el panorama general con casos concretos. Así, se refiere a las formas de lectura de moriscos, judaizantes y heterodoxos, a la habilidad con la que Santa Teresa de Jesús allanó los obstáculos inquisitoriales a sus escritos, a los conflictos de Bartolomé de las Casas con la censura, al famoso capítulo VI de la primera parte del Quijote donde se realiza el escrutinio de la biblioteca de Alonso Quijano, o al empeño de los inquisidores por neutralizar la Leyenda Negra entrando de lleno en la guerra de impresos paralela a los conflictos bélicos a los que se enfrentó la Monarquía de España.

En definitiva, la censura de libros comprometió al Santo Oficio y lo colocó ante sus limitaciones materiales y de personal. Forzada al pragmatismo, la Inquisición fue solucionando los problemas según se presentaban, sin criterios fijos, aun cuando de ello se derivara una notable disparidad de actuaciones y hubiese de ceder competencias. Puede decirse que tanto influyeron las prácticas de lectura en la censura como ésta en aquéllas. El control inquisitorial condicionó, pero no determinó, el universo cultural español, concluye acertadamente Manuel Peña.