Image: Queipo de Llano. Memorias de la guerra civil

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Ensayo

Queipo de Llano. Memorias de la guerra civil

Jorge Fernández-Coppel

16 octubre, 2008 02:00

Queipo asiste a una ceremonia religiosa durante la guerra. Foto: Archivo

Prólogo de José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano. La Esfera. Madrid, 2008. 400 pp., 29 euros

En un libro de gran circulación a comienzos de los setenta, Mis almuerzos con gente importante, José María Pemán dibujaba con trazos precisos los rasgos con los que el general Queipo de Llano ha pasado a la posteridad: "arrebatada simpatía", "pasión hispánica", "elementalidad cultural", "sin pelos en la lengua" y tendencia a la "sal gorda", sobre todo en las arengas. Los opositores añadirían en lo personal querencia por el morapio y en lo militar una actitud inflexible y cruel -con el asunto Lorca como piedra de toque-. En el prólogo de estas Memorias, su nieto -que también lo es del primer presidente de la República- se hace eco de esas acusaciones ("la figura de Queipo ha sido deformada, caricaturizada, satanizada") para rechazarlas con indignación, al tiempo que arremete contra la "exaltación desmesurada y hasta ridícula de personajes mediocres", incluyendo aquí expresamente a Franco y Azaña.

Un prólogo militante, como puede apreciarse, para un libro militante. Porque, en efecto, en consonancia con ese notorio temperamento del general, sus recuerdos y reflexiones pueden ser tildadas de todo lo que se quiera menos de falta de claridad o de contundencia. A Queipo se le puede aplicar con propiedad eso que se dice raras veces con admiración de los cargos públicos, que "se le entiende todo". Bien es verdad que ya teníamos noticias parciales de que así eran sus Memorias. Sin ir más lejos, en las suyas, otro conspicuo disidente, Eugenio Vegas Latapié, refiere que pudo leer un fragmento de los escritos de Queipo, quedándose con la miel en los labios porque no se atrevió a pedírselas. Lo que leyó, empero, fue suficiente para comprender que eran pura dinamita -y más, obviamente, en aquel tiempo-. El mismo Vegas recuerda que Queipo no se recataba en las críticas a Franco, al que negaba no sólo sus cualidades militares y sus dotes de mando, sino hasta su valor en los combates rifeños -"a buen recaudo de las balas se ponía"-.

Pues bien, esto y mucho más es lo que tenemos en estas Memorias rescatadas por Fernández-Coppel, con ayuda de algunos miembros de la familia Queipo de Llano, de una manera tan accidental como en cierto sentido rocambolesca, como cuenta con precisión en las páginas iniciales. No hay una continuidad propiamente dicha en el relato de Queipo, sino saltos y lagunas que se han tratado de compensar en una magnífica labor de edición, complementada con unas notas a pie de página que aportan, sin ser agobiantes, la información indispensable sobre los personajes aludidos en la narración. Comienza ésta en Roma, cuando ya el general "disfruta" de un exilio dorado: no deja de resultar irónico, por cierto, que Franco le mandara precisamente allí, cuando era tan público y notorio el desprecio que sentía por el fascismo y, más acentuadamente, por el carácter italiano -pp. 258-259: no tienen desperdicio-.

De Roma pasamos a la guerra civil, que ocupa la práctica totalidad del libro, si descontamos los capítulos finales, que vuelven de manera fragmentaria al retiro italiano. Lo más interesante de la perspectiva de Queipo es su versión de la toma de Sevilla primero, del control de Andalucía después y del asalto de Málaga por último. Una de las constantes del relato es la queja por la falta de medios, derivada en su opinión de la postergación sistemática que sufre por parte de Franco. En cambio, enfatiza la audacia de todas las operaciones que él mismo lidera. Reitera que la dirección de la guerra fue un desastre, del mismo modo que, más tarde, la política social del régimen resultó un fiasco.

Pero el rasgo que a la postre da su carácter al libro es la crítica radical al Generalísimo como persona -mezquino, envidioso, ególatra-, como jefe militar -inepto, incompetente, en la línea que ha divulgado Carlos Blanco Escolá- y como estadista -en brazos de una Falange a la que Queipo detestaba cordialmente-. Serrano Suñer, Varela y hasta el Duce -"seco, altivo, desagradable", p. 355- también se llevan su ración en este ajuste de cuentas, en el que el lector hallará bastante más resentimiento que autocrítica. ¡Ah, por cierto, de García Lorca ni palabra!

En un libro de gran circulación a comienzos de los setenta, Mis almuerzos con gente importante, José María Pemán dibujaba con trazos precisos los rasgos con los que el general Queipo de Llano ha pasado a la posteridad: "arrebatada simpatía", "pasión hispánica", "elementalidad cultural", "sin pelos en la lengua" y tendencia a la "sal gorda", sobre todo en las arengas. Los opositores añadirían en lo personal querencia por el morapio y en lo militar una actitud inflexible y cruel -con el asunto Lorca como piedra de toque-. En el prólogo de estas Memorias, su nieto -que también lo es del primer presidente de la República- se hace eco de esas acusaciones ("la figura de Queipo ha sido deformada, caricaturizada, satanizada") para rechazarlas con indignación, al tiempo que arremete contra la "exaltación desmesurada y hasta ridícula de personajes mediocres", incluyendo aquí expresamente a Franco y Azaña.
Un prólogo militante, como puede apreciarse, para un libro militante. Porque, en efecto, en consonancia con ese notorio temperamento del general, sus recuerdos y reflexiones pueden ser tildadas de todo lo que se quiera menos de falta de claridad o de contundencia. A Queipo se le puede aplicar con propiedad eso que se dice raras veces con admiración de los cargos públicos, que "se le entiende todo". Bien es verdad que ya teníamos noticias parciales de que así eran sus Memorias. Sin ir más lejos, en las suyas, otro conspicuo disidente, Eugenio Vegas Latapié, refiere que pudo leer un fragmento de los escritos de Queipo, quedándose con la miel en los labios porque no se atrevió a pedírselas. Lo que leyó, empero, fue suficiente para comprender que eran pura dinamita -y más, obviamente, en aquel tiempo-. El mismo Vegas recuerda que Queipo no se recataba en las críticas a Franco, al que negaba no sólo sus cualidades militares y sus dotes de mando, sino hasta su valor en los combates rifeños -"a buen recaudo de las balas
se ponía"-.
Pues bien, esto y mucho más es lo que tenemos en estas Memorias rescatadas por Fernández-Coppel, con ayuda de algunos miembros de la familia Queipo de Llano, de una manera tan accidental como en cierto sentido rocambolesca, como cuenta con precisión en las páginas iniciales. No hay una continuidad propiamente dicha en el relato de Queipo, sino saltos y lagunas que se han tratado de compensar en una magnífica labor de edición, complementada con unas notas a pie de página que aportan, sin ser agobiantes, la información indispensable sobre los personajes aludidos en la narración. Comienza ésta en Roma, cuando ya el general "disfruta" de un exilio dorado: no deja de resultar irónico, por cierto, que Franco le mandara precisamente allí, cuando era tan público y notorio el desprecio que sentía por el fascismo y, más acentuadamente, por el carácter italiano -pp. 258-259: no tienen desperdicio-.
De Roma pasamos a la guerra civil, que ocupa la práctica totalidad del libro, si descontamos los capítulos finales, que vuelven de manera fragmentaria al retiro italiano. Lo más interesante de la perspectiva de Queipo es su versión de la toma de Sevilla primero, del control de Andalucía después y del asalto de Málaga por último. Una de las constantes del relato es la queja por la falta de medios, derivada en su opinión de la postergación sistemática que sufre por parte de Franco. En cambio, enfatiza la audacia de todas las operaciones que él mismo lidera. Reitera que la dirección de la guerra fue un desastre, del mismo modo que, más tarde, la política social del régimen resultó un fiasco.
Pero el rasgo que a la postre da su carácter al libro es la crítica radical al Generalísimo como persona -mezquino, envidioso, ególatra-, como jefe militar -inepto, incompetente, en la línea que ha divulgado Carlos Blanco Escolá- y como estadista -en brazos de una Falange a la que Queipo detestaba cordialmente-. Serrano Suñer, Varela y hasta el Duce -"seco, altivo, desagradable", p. 355- también se llevan su ración en este ajuste de cuentas, en el que el lector hallará bastante más resentimiento que autocrítica. ¡Ah, por cierto, de García Lorca ni palabra!