Image: Javier Cercas-Caballero Bonald Cara a cara

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Ensayo

Javier Cercas-Caballero Bonald Cara a cara

26 diciembre, 2001 01:00

Javier Cercas

Dos escritores de generaciones distintas, Javier Cercas (1962) y José Manuel Caballero Bonald (1926), han sido para los críticos de El CULTURAL los mejores autores del año. También para los lectores, que, sin campañas promocionales abrumadoras, han hecho correr la especie de que eran imprescindibles. Cara a cara, analizan sus libros, descubren cómo han jugado en ellos con la ficción y la realidad, con la dignidad y las verdades del alma, y cómo piensan defenderse de las presiones de editores, crítica y público.

¿Cuáles son los límites entre la realidad y la icción en su libro? ¿Quizá los límites entre los géneros están desapareciendo?

Javier Cercas: Una de las principales virtudes de la novela es, a mi juicio, su naturaleza casi infinitamente maleable, su capacidad casi infinita para asimilar todo cuanto tiene a su alcance. De hecho, así es como la inventa Cervantes -como un territorio de aluvión, como un género de géneros; es decir: como un género degenerado- y así es como algunos seguimos viéndola hoy. Mi novela, sin ir más lejos, participa a su modo del ensayo, de la biografía, de la historia, del reportaje periodístico y de lo que se quiera, pero precisamente por eso es una novela. Esta hibridación no es una novedad -no podría serlo: en literatura nada se crea ni se destruye, sólo se transforma-, sino casi un rasgo inherente al género. El narrador de mi novela -que se llama como yo pero no soy yo; o, si se prefiere, es mi yo al cuadrado, o al cubo- afirma una y otra vez que el libro es un relato real; dejando de lado que esta es una expresión deliberadamente problemática, un tanto confusa, dejando de lado incluso la discusión sobre la posiblidad misma de escribir un relato real, lo obvio es no hay que hacerle caso: lo primero que conviene hacer al leer una novela es desconfiar por sistema del narrador; en esto mi novela no es ninguna excepción, porque un relato real es lo que el narrador dice que va a escribir, no lo que efectivamente escribe. Añadiré que todo lo que se cuenta en la novela es o aspira a ser verdad, pero esa verdad no es una verdad concreta, sino una verdad moral, genérica o, por así decir, poética, que es la que persigue siempre la literatura.

José Manuel Caballero Bonald: No sé muy bien por dónde andan esos límites. Pienso que las memorias son en cierto modo un género de ficción y nunca se me ha ocurrido establecer ninguna frontera precisa entre lo ficticio y lo verdadero. Lo que olvido o lo que recuerdo a medias lo suplo con la invención. Decía Machado que también la verdad se inventa y en este libro hay muchas verdades inventadas.

¿A qué se debe el interés que el lector español siente por el género memorialístico hoy? ¿No existían buenos libros antes, sólo es imitación de modas extranjeras, o es que quizá el autor español comienza a perder el pudor?

J. M. C. B.: Supongo que es una cuestión de aprovechamiento privado de las libertades públicas. Un libro de Memorias como el mío habría sido impensable durante la dictadura, y no precisamente por cuestiones de pudor. Aparte de que en España no ha existido una tradición memorialística mínimamente relevante. Con la democracia se corrigió en parte esa deficiencia.

J. C.: No sé si hay hoy día un mayor interés por la llamada literatura del yo que hace 30 ó 40 años; lo que sí parece evidente es que se publican más memorias, diarios y autobiografías que entonces. De todos modos, a botepronto se me ocurren unos cuantos textos memorialísticos anteriores a este auge que se cuentan entre lo mejor que conozco de la prosa española en este siglo; veremos cómo resiste el tiempo lo que ahora se escribe. Y en cuanto a la consabida cantinela de la falta de literatura del yo en la tradición española, cada vez que la oigo me acuerdo de aquel caballero que, cuando le escuchó a su interlocutor afirmar que la vida es absurda, contestó: “Bueno, depende de con qué la compare”.

¿Esperaba la respuesta del público? ¿Y de la crítica? ¿Qué es lo que le ha sorpendido más?

J. C.: Ni en el más megalómano de mis delirios hubiese soñado con una acogida como la que ha tenido este libro; salvo mi madre, que considera que entre Cervantes y un servidor hay un enorme vacío en la tradición literaria occidental, cualquiera es de la misma opinión. A veces pienso que se trata de un fenómeno paranormal; otras, que en todo esto hay algún extraño malentendido. Una noche soñé que alguien descubría el pastel: el libro no lo había escrito yo, sino mi madre.

J. M. C. B.: Pues la verdad es que nada de eso me ha sorprendido. Incluso había previsto que el libro le iba a interesar a los lectores que a mí también me interesaban. En el fondo, uno escribe siempre a favor de unas personas a las que aprecia y en contra de otras que no te merecen ningún crédito. Además, lo que yo pretendía antes que nada era elaborar un texto bien trabado, artísticamente válido. Y eso lo ha visto así la crítica casi con unanimidad, salvo algún comentarista atraído más por los aspectos -digamos- descarnados del relato que por una cuestión estrictamente literaria. Y eso no me agradó, claro.

Caballero Bonald afirmaba hace tiempo que escribía poesía para justificarse. También que en sus novelas ha luchado “contra los que pretenden una historia sin culpables, los que pretenden decretar la amnesia histórica”. ¿También con sus últimos libros? ¿Lo han conseguido?

J. M. C. B.: No, no creo que haya conseguido nada de eso. Tampoco me lo propuse. En realidad, lo único que me propuse fue plantear algunas cuestiones que considero inaceptables en este sentido y otras que se me habrán enconado por dentro si no las hubiese esbozado al menos. Creo que en unas Memorias se debe contar esa parte de la historia que los historiadores no cuentan. mezclar la reflexión, los sondeos severos en la intimidad, con todo lo que la experiencia puede tener de divertida, incluso limando las asperezas críticas con la ironía. Siempre he pensado que la literatura, aparte de una suma de procedimientos, es también una suma de justificaciones.

J. C.: No lo sé, pero es posible que yo también escriba para justificarme, para dar una apariencia de orden al caos en que vivo, para distraerme de mi absoluta inutilidad vital, de la estupidez de ser un tipo con unas ganas tremendas de pasarlo bien y con una incapacidad espantosa para conseguirlo. También es posible que en mi libro haya una lucha contra la amnesia, pero lo cierto es que ese no era un propósito deliberado, sino una obligación que, para mi sorpresa, me impuso la escritura. Nunca he escrito con un propósito previo: escribo por necesidad, casi como una compulsión; también para poder pensar, para hacerme una ilusión de cordura, para frenar en lo posible al sucio y descerebrado indeseable que llevo dentro, para matar el tiempo. Esto creo que lo he conseguido pasablemente, pero eso no significa que considere el mío un libro conseguido: nunca he escrito un libro así y nunca lo escribiré, porque si lo escribiera quizá dejaría automáticamente de escribir.

Los dos libros hablan de dignidad e integridad. ¿Cómo es posible conservarla en tiempos difíciles? ¿Contra toda esperanza?

J. M. C. B.: Por lo que a mí respecta, esa dignidad, esa integridad, pueden estar implícitas en el texto, en la propia construcción del texto, pero en ningún caso pretendí abordar directamente esos conceptos tan solemnes. Yo creo que la integridad, la verdad, la sinceridad pueden adornar la vida privada de un escritor, pero no tienen nada que ver con la literatura.

J. C.: No creo en la literatura aleccionadora, y por supuesto no pretendo enseñar nada con lo que escribo, aunque yo aprenda muchísimo haciéndolo y más todavía leyendo lo que otros que tampoco creían en la literatura aleccionadora que han escrito. La literatura no sirve para nada útil: sólo sirve para vivir más. Y quizá todos los libros que importan hablan de cosas como la dignidad y la integridad, de eso que Faulkner, un poco enfáticamente, llamaba “las verdades del alma”; si el mío lo hace, no obstante, no es porque me lo propusiera, sino porque la aventura de escribirlo me obligó a hacerlo: los libros que de verdad me interesan (o los únicos que sé escribir) son aquellos que me trasladan a lugares donde no había estado antes y cuya existencia ni siquiera sospechaba. Antes de escribir este libro, por ejemplo, yo ignoraba por completo que los héroes no son una invención de la literatura, sino que existen en la realidad y son tal vez encarnaciones, a menudo involuntarias o instintivas, de eso que usted llama dignidad e integridad. En cuanto a si es posible conservar la dignidad en estos tiempos, lamento decir que soy la persona menos indicada para contestar a esa pregunta, puesto que, como habrá adivinado con facilidad, no soy un héroe; y, en el caso descabellado de que lo fuera, tampoco creo que pudiera hacerlo, porque una de las condiciones del héroe es que no es consciente de serlo. Por lo demás, dudo que haya habido mucha gente en la historia que no haya creído vivir en tiempos difíciles.

11-S, el terrorismo... ¿Cree que los intelectuales españoles han estado a la altura de las circunstancias? ¿Han renunciado a tomar partido, y, en ese caso, por qué?

J. C.: No quisiera ser sarcástico, pero si hay una figura que desde hace muchos años está pidiendo a gritos que se reformule su papel es la figura del intelectual. Es indudable que todavía existen los intelectuales, porque increíblemente un puñado de ellos, casi siempre en circunstancias bastante extremas, sigue desempeñando su función sin haber degenerado en charlistas, pero yo creí que había asistido a su defunción histórica el día de mi adolescencia en que escuché a una folclórica decir en la tele: “Porque nosotros, los intelectuales...”. No sé si hace falta que aclare que no me considero un intelectual, e ignoro si en la actual coyuntura los intelectuales han estado a la altura de las circunstancias, pero no me cabe la menor duda de que muchos habrán tomado partido, porque para eso ni siquiera hace falta saber dónde queda Afganistán -no digamos Tora Bora. Imagino que su reacción ante los atentados del 11-S habrá sido similar a la de un camionero o una peluquera: una mezcla inextricable de incredulidad y de miedo.

J. M. C. B.: Tengo la impresión de que hay como una dejadez generalizada en este sentido, como el contagio de una moda que rechaza todo lo que suene a compromiso. Algo así. También es verdad que yo puedo entender que se separe la actividad política del trabajo creador. Pero lo que no acepto es la actitud de los que se desentienden. Claro que tampoco estoy de acuerdo con los que fomentan esa bobada del patriotismo institucional.

¿Es el mercado el mayor enemigo de la literatura? ¿La vida cada vez más breve de los libros? ¿El exceso de libros prescindibles? ¿Cuál es a su juicio el mayor problema? ¿Tiene solución?

J. M. C. B.: Ni idea, no estoy muy al tanto de lo que ocurre en esos negociados extraliterarios, me quedan un poco a trasmano. Es posible que la ramplonería ambiental tenga algo que ver con todo eso.

J. C.: Me parece un error demonizar el mercado: éste tiene cosas buenas -por ejemplo, permite ganar algún dinero a los escritores, hecho del que sólo se quejan, y con razón, lo que no lo ganan- y cosas no tan buenas. Pero, además de un error, es muy cómodo: siempre se le puede echar la culpa de todo. Porque lo más probable es que el mayor enemigo de la literatura seamos los propios escritores, cuando, por los motivos que sean, no somos capaces de estar a la altura de nuestro propio talento, por escaso que sea; nos nos engañemos: si uno no escribe los libros que podría o debería escribir el único responsable es uno mismo.

A la hora de escribir y publicar su libro, ¿se sintió presionado por sus editores? ¿cree que la respuesta de críticos y público pueden condicionar obras futuras? ¿Podrá preparar su siguiente libro con libertad, o quizá su editorial ya le está “invitando” a escribir lo antes posible otro éxito?

J. C.: La presión del mercado sobre los escritores es una de las cosas no tan buenas -o directamente malas- del mercado a que aludía antes. Pero todo el mundo, incluido el camionero y la peluquera, y hasta mi madre, está sometido a presiones, y la obligación de un escritor, como la de todo el mundo, es resistirse a la que se pretende ejercer sobre él. En mi caso, eso no tiene mérito: mis editores no me presionan de ninguna manera, sin duda porque saben lo que se hacen y, a elegir, prefieren un libro mío no del todo indecente cada tres años -o cada cuatro, o cada siete; o ningún libro más- que tener un libro mío infumable cada año; y, si no lo prefieren ellos, lo prefiero yo. De todas maneras, supongo que a mis editores, que saben muy bien que un escritor sólo puede escribir bien si escribe lo que le da la gana, les gustaría que escribiera pronto otro libro; a mí también me gustaría. Y en cuanto a la respuesta de los críticos y el público, por supuesto que condiciona, y no siempre para mal, pero eso no creo que vaya a impedirme tratar de seguir el consejo de Wittgenstein: de lo que se trata es de comportarse lo mejor posible y seguir trabajando.

J. M. C. B.: Nunca me he sentido presionado por ningún editor, sobre todo a partir de la publicación de mi primera novela. Siempre he actuado con absoluta libertad y en ningún caso hubiese consentido la la menor ingerencia a este respecto. Es que ni pensarlo. De todos modos si un escritor, a mi edad, no ha logrado esa independencia o esa libertad de movimientos, es que se ha equivocado de oficio