Greta Garbo, Emilio Salgari y Pancho Villa. Diseño: Rubén Vique

Greta Garbo, Emilio Salgari y Pancho Villa. Diseño: Rubén Vique

Letras

'Excéntricos': la rareza como síntoma de genialidad o por qué Salgari se hizo el harakiri

Acantilado edita el libro de semblanzas del italiano Geminello Alvi, que nos presenta a los extravagantes Pancho Villa, Lovecraft y Greta Garbo, entre otros.

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En los tiempos que corren, desafiar lo establecido es a veces la única manera de salir en la foto. Hay quien se presenta en los Grammy con un vestido trasparente y sin ropa interior, quien se compra un plátano por millones de euros –y luego va y se lo come–, quien se bebe la sangre de su prometido para celebrar su compromiso matrimonial y hasta quien esnifa las cenizas de su padre. Ahora bien, esto no garantiza pasar a la posteridad. Además, ya nada sorprende. Cuando la extravagancia es la norma, nadie es genuinamente trasgresor.

Los personajes que perfila el escritor y economista italiano Geminello Alvi (Ancona, 1955) en Excéntricos pertenecen a una estirpe bien distinta. Casi todas las vidas de este libro, editado por Acantilado, se concentran en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, de modo que todas ellas componen un retablo de aquel mundo en ebullición.

Se trata de figuras cuyas rarezas determinaron su existencia en un momento en el que nadar contra corriente suponía la única opción para mantenerse a flote. También encontramos identidades erráticas, desubicadas sin justificación aparente, que, más allá del legado transmitido, enriquecen este magnífico libro de semblanzas. 

Alvi retrata a los personajes con breves pero soberbias pinceladas, lo bastante certeras como para darnos acceso en apenas tres páginas a los pasadizos morales que albergan. ¿Cómo saber de otro modo quién era Cary Grant si no es incluyendo la frase en la que el protagonista de Con la muerte en los talones se refiere a su verdadero yo, o sea, Archibald Alexander Leach? "Comparado conmigo era muy inmaduro, pero me caía simpático", dijo.

Le dijeron que tenía las piernas torcidas y el cuello demasiado ancho para ser actor de cine, pero entró por la puerta grande de Hollywood sustituyendo a Gary Cooper. En su primera gran película salvó a la Paramount de la quiebra, pero Grant se retiró pronto, decidido a no arrastrar su vejez por los rodajes.

Durante la II Guerra Mundial trabajó como espía de los británicos y cuando averiguó que su madre no había muerto, la rescató del manicomio en el que estaba desde hace años recluida. "Intenté representar al individuo que quería ser y finalmente logré convertirme en esa persona", confesó.

No es el único caso en el que advertimos el desdoblamiento de personalidad como condición sine quanon del excéntrico. Otro ejemplo es James Stewart, cuyo retrato es un pretexto para el elogio de la película ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, "un modelo sano y benigno para orientar nuestras conductas". Tampoco le va a la zaga Greta Garbo, retratada para justificar el análisis de Ninotchka, una sátira del bolchevismo. 

A veces es una mera singularidad el punto de partida sobre el que se amplifica la semblanza. Por intrascendentes que sean –aunque siempre curiosos–, los detalles menores que aquí se consignan evidencian el rigor de tan laboriosa investigación. Mario Bava, por ejemplo, fue un director de cine al que interesaban más que el guion los códigos de la fotografía, labor que desempeñó antes de liderar rodajes de películas. Tanto fue así que prefirió prescindir de Catherine Deneuve para el filme Diabolik.

El cine, acaso la disciplina abordada más intensamente junto a la literatura, se cierra con Buster Keaton, cuyo alcoholismo le condujo al delirium tremens. "Se dio cuenta de que una bailarina de veintiún años sonreía a alguien: le tomó unos minutos darse cuenta de que era a él. Bajó las cejas y volvió a casarse". Esta y otras magistrales recreaciones son ejemplos de la gran altura literaria de este libro. Pródigo en descripciones, Alvi da rienda suelta a la exuberancia, si bien predomina una prosa equilibrada.

En general, no hay un modus operandi común en las distintas aproximaciones a los personajes: ni la narración cronológica ni la consigna de episodios por acumulación; cada perfil presenta su propia naturaleza. Claro que en buena parte de los casos la fórmula consiste en reservar el principal hito que condecora al personaje perfilado –o, al menos, por el que es más conocido– para el final. 

Ocurre así con Carlo Collodi (nombre real: Carlo Lorenzini). Solo en las últimas líneas se nos desvela que fue el autor de Pinocho (el personaje del hada, por cierto, está inspirado en su madre). Con Ned Buntline, más de lo mismo. El relato de su atormentada vida nos escamotea hasta el cierre su gran hazaña: popularizar a Buffalo Bill en sus dime novels o novelas de wéstern a diez centavos.

Los malditos

Los malditos, naturalmente, son figuras claves en este libro. El poeta austriaco Georg Trakl bien podría figurar en el famoso club de los 27 –Kurt Cobain, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison o Amy Winehouse también murieron con esa edad– si no fuera porque es tan desconocido. Su peripecia vital estuvo marcada por el incesto, la prostitución, la morfina, la cocaína, el opio… Y, con todo, escribió poemas. "En sus versos las flores eran frías, pero el último viento de la tarde aún lo asombraba", resume Alvi.

Emilio Salgari, del que se reseña también su desdoblamiento en el personaje de Yáñez de Gomera, aliado de Sandokán, fue otro desgraciado que, presionado por la editorial, terminó aplicándose un harakiri. Hans Christian Andersen sobrevivió a su agorafobia, pero su paso por el mundo no fue mejor. "Soy feo y no saldré de pobre, así que nadie se casará conmigo", vaticinó. Lovecraft, por su parte, a punto de estuvo de suicidarse frente al lago, pero nunca perdió su interesés por la astronomía.

En este capítulo el autor coloca la primera persona para que el maestro del terror y la ciencia ficción pueda decir: "Mi obra maestra fue la correspondencia", acaso lo que Alvi opina. Esta fórmula se repite con el científico Ehrenfried Pfeiffer y con Pancho Villa, el guerrillero mexicano, presentado en todas sus contradicciones: enemigo de las drogas, pero polígamo; defensor del pueblo, pero despiadado con los civiles que no se alistaban a su División del Norte para la causa revolucionaria. 

Más allá del cine y la literatura, es significativo el interés que el autor muestra hacia la aviación –Ferdinand von Zeppelin, Jules Védrines, Otto Lilienthal– y el deporte, sobre todo el boxeo. De un lado, Giovanni Raicevich, un luchador "exquisito y reflexivo" que protagonizó una épica victoria en el campeonato del mundo y encarnó a Tarzán –primera adaptación cinematográfica– en El rey de la selva (1922). De otro, Tunney, que se autoimponía largas noches de insomnio y hacía flexiones sobre sus dedos para alcanzar una fortaleza mental que le ayudara a vencer en sus combates.

Algunos de los personajes ajenos al imaginario popular resultan ser los más curiosos. Un ejemplo es Shinsho Hanayama, un monje budista que redime, tras la II Guerra Mundial, a quienes habían liderado Japón desde las antípodas morales propuestas en el Período Meiji. "El budismo no había logrado impugnar ese desprecio" hacia "la condición sagrada del ser humano", leemos en su semblanza, aunque lo más impactante es que, desde que llegó Hanayama a la terrorífica prisión estadounidense, no volvió a suicidarse nadie.

No menos reseñable es el caso de Raffaele Bendani, que preveía los terremotos adelantándose a los sismólogos oficiales. Mussolini lo nombró Caballero de la Orden del Reino de Italia, pero con la condición de que no desvelara sus predicciones. Si bien es cierto que la materia anecdótica se presenta como el principal activo, el libro de Alvi no es tan importante por la enjundia de los magnéticos personajes como por la calidad literaria y la precisión con la que están dibujados.