Edmund Hillary y Tenzing Norgay. Foto: Capitán Swing

Edmund Hillary y Tenzing Norgay. Foto: Capitán Swing

Letras

La dignidad de los sherpas, el pueblo que lleva 100 años muriendo en el Everest

El libro 'Más cerca de mi padre' recoge el testimonio de Jamling Tenzing Norgay, que subió el pico más alto del mundo en 1996 siguiendo los pasos de su padre, primer sherpa en pisar la cima.

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Cuando a Jamling Tenzing Norgay (Darjeeling, 1965) le propusieron subir el Everest, no supo qué contestar. Estaba acostumbrado a las montañas y sabía escalar en hielo, era fuerte y estaba en forma, pero no tenía experiencia en grandes altitudes.

Más cerca de mi padre

Jamling Tenzing Norgay

Traducción de Montserrat Gurgui y Hernán Sabaté
Capitán Swing, 2025
296 páginas. 23 €.

Aquella expedición de 1996, en la que había alpinistas de distintos países (entre ellos Araceli Segarra, primera española en coronar el techo del mundo), pretendía grabar imágenes a 8.849 metros para una película en formato IMAX.

La propuesta se la hacían a Jamling por una razón de peso: su padre, Tenzing Norgay, era el sherpa que acompañaba a Edmund Hillary el 10 de mayo de 1953, cuando el neozelandés conquistó para el imperio británico la cima más alta del mundo. Capitán Swing edita ahora, veinticinco años después de su publicación original, un testimonio único de aquella expedición de los 90.

El libro es valioso por varios motivos. En primer lugar, da voz al pueblo sherpa, que lleva cien años muriendo en el Everest, a menudo sin reconocimiento. Dedicados sobre todo al transporte de oxígeno y enseres y a la instalación de escaleras y cuerdas fijas, los sherpas suelen trabajar por la tarde, cuando más peligrosa es la montaña, y atraviesan una y otra vez zonas de gran dificultad técnica, como la cascada del Khumbu, una sección que los occidentales recorren menos veces y en condiciones más seguras.

La expedición IMAX subió por la cara sur de la montaña pocos días después del "desastre del Everest". Inmortalizado por Jon Krakauer en su best seller Mal de altura, aquel día, en apenas 24 horas, ocho montañeros murieron en la montaña por razones nunca esclarecidas.

Jamling Tenzing Norgay. Foto: Capitán Swing.

Jamling Tenzing Norgay. Foto: Capitán Swing.

Jamling, que en su ascenso posterior se cruzó con los cadáveres congelados de Rob Hall y Scott Fischer, dos de los montañeros muertos en la tragedia, aporta un punto de vista cercano y bien informado de aquellos hechos.

A través de telescopios, Norgay y sus compañeros vieron desde el campo II los minúsculos puntos de los escaladores que iban a morir, encarando con dos horas de retraso el Escalón de Hillary, último obstáculo exigente antes de la cima, para después, ante el pasmo de todos, ser tragados por una feroz tormenta.

La expedición británica que en 1953 coronó el Everest por primera vez. Foto: John Henderson.

La expedición británica que en 1953 coronó el Everest por primera vez. Foto: John Henderson.

Más tarde, Norgay sería testigo de la última conversación por radio de Rob Hall con su mujer embarazada, cuando ambos sabían que al experimentado alpinista, que estaba acurrucado bajo la cima con las extremidades congeladas, no le iba dar tiempo a bajar.

La expedición IMAX se produjo en un momento crítico del montañismo en el Everest, cuando el viraje hacia la explotación comercial de la montaña ya daba muestras de ser irreversible. Tres años antes, en la primavera de 1993, se había batido el récord de autorizaciones para escalar la cara sur: hubo 17 expediciones, casi una decena de muertos.

Uno de esos muertos fue un primo de Norgay, Lobsang Tsering, que cayó al vacío a 8.200 metros mientras encaraba el descenso tras hacer cumbre. En aquella época, los tapones en la llamada zona de la muerte (a más de 8.000 metros, una altura a la que el ser humano solo puede sobrevivir un número limitado de horas) empezaban a ser un problema a tener en cuenta al planificar el ascenso.

Se calcula que, en el último siglo, unos ciento treinta sherpas han muerto en las laderas del Everest.

Norgay cuenta que algunos montañeros amateurs, que pagaban hasta 65.000 dólares para que los guiaran a la cima, aprendían a ponerse los crampones en el campamento base y apenas eran capaces de caminar con ellos. "La motivación que impulsaba al montañismo ya no era el respeto y la humildad ante la gran montaña, sino la gratificación del ego, el negocio y la caza de trofeos", dice el sherpa sobre lo que considera el fin de una era.

Aunque hoy el Everest no está entre las montañas más mortíferas del mundo, ninguna se ha cobrado tantas vidas indígenas como ella. Se calcula que, en el último siglo, unos 130 sherpas han muerto en sus laderas.

Pese a que constituyen un porcentaje mínimo del total de escaladores que suben la montaña cada año, aproximadamente un tercio de los muertos en el Everest, y casi la mitad de los muertos en todo el Himalaya, son sherpas.

La motivación de los sherpas —en esto Norgay no se engaña— es también económica, pero su vida ha tenido siempre poco valor para los occidentales.

Durante el desastre de 1996 se quiso enviar a sherpas a rescatar a los supervivientes, cuando era evidente que sería una misión suicida. En los 50, la muerte de un sherpa se compensaba con el pago de entre 20 y 50 dólares; en los 90, la póliza obligatoria ascendía a 3.500 dólares por sherpa. Vale la pena preguntarse si hoy, cuando las expediciones comerciales son la norma en el Everest, su vida vale mucho más.