Retrato de Antoine Compagnon. Foto: Claude Truong

Retrato de Antoine Compagnon. Foto: Claude Truong

Letras

'Con la vida por detrás': desde el último arrepentimiento de Virgilio al canto del cisne de Proust

Antoine Compagnon reúne en su libro los finales literarios y vitales de algunos de los escritores más influyentes de la historia.

Más información: Ana María Matute, el hada buena de nuestras letras: varada en una infancia triste, pero salvada por los libros

Publicada

Convertido en libro (y singular en su enjundia), estamos ante el último curso que Antoine Compagnon (Bruselas, 1950) dio en el Collège de France en 2020. Acaso porque sintió que era "el último", decidió hacer del final de escritores (y algunos pintores) el tema del curso y de este libro, fundamentalmente francés en sus referencias.

Con la vida por detrás

Antoine Compagnon

Traducción de Manuel Arranz. Acantilado, 2025. 364 páginas. 24 €

Hay escritores que a su punto final llegan cansados, hay quienes dejan de escribir antes del fin, y los hay que en el final –títulos de varios capítulos– dan "el canto del cisne", o hasta dicen: "Todo lo que he producido antes de los setenta años no vale la pena tenerlo en cuenta". Pero también es verdad que Virgilio pidió, en trance de muerte: "¡Quemad La Eneida!".

Hay quienes quieren dejar de escribir, pero no pueden (la escritura es un fatum), y hay quien escribe, por ese mismo impulso, alcanzando el período a veces muy feliz de "un poco de todo, como les digo".

Maurice Barrès se volcó en las "ultima verba" de autores y pintores. Elogió el estilo tardío. En El Greco o el secreto de Toledo (1911) declara que el viejo cretense hispánico, anciano ya, pinta para la iglesia de San Vicente una Ascensión de la Virgen, una obra en todo mayor "que encierra su impaciente corazón, henchido de riquezas. En pocos meses morirá."

Para muchos –siguiendo a Barrès o al siempre juvenil André Gide–, uno de los mejores libros del muy prolífico y gran Chateaubriand es su obra final Vida de Rancé, en la que el inicial romántico conservador se deleita –dando vueltas y digresiones en un estilo sobrio y magnífico– hablando de la vida y contradicciones del mundano monje Rancé (1626-1700), abad de la Trapa y gran reformador cisterciense.

La Vida de Rancé –ultimissima verba– "está escrita con la desenvoltura del genio que no tiene pelos en la lengua".

¿Tres inmensas obras postreras? Los autorretratos de Tiziano o de Leonardo (dibujo) o la Pietà Rondanini de Miguel Ángel, donde lo no acabado se convierte en futuro.

Pero ¿qué son sino monumentos finales –y nuevos– el Segundo Fausto de Goethe, La tempestad de William Shakespeare o el Cuarteto nº 15 de Beethoven? Un francés agrega los versos finales de Victor Hugo. Podríamos añadir al último Miguel de Cervantes.

Colette, ya vieja, en su apartamento del Palais Royal, que apenas puede abandonar, no deja de escribir. Es su oxígeno, aunque en este caso El fanal azul no sea lo mejor. Bergotte (el escritor que inventa Marcel Proust), al mirar la Vista de Delft de Vermeer, exclama: "Así debiera haber escrito yo". Porque los grandes dudan. Pero muere con el esplendor de todos sus libros, que lo vigilan y la sensación (es otra postrimería) de la obra cumplida. Los Cuadernos de Paul Valéry o el Diario de Gide dejan testimonio del final del escritor, no en sublime.

El libro de Compagnon demuestra que hay mucho más en un final que en el inicio. Lo sublime senil es una fuente o resultado del genio

Proust murió joven (a los cincuenta y un años) pero todos lo tenían por un viejo. En él se podrían analizar la antigua distinción senectus –la obra del viejo, con poder– y decrepitas, la decrepitud que se debate con la muerte.

Don Quijote o Las memorias de ultratumba son obras senectas en su calidad, pero cuando Sartre, al final de Les mots (Las palabras), confiesa que, como fuere, seguirá escribiendo hasta el final –y fue terrible el final que Simone de Beauvoir contó en La ceremonia del adiós– vemos la decrepitud, ese momento –como la muerte del escritor– que hacía llorar a Barthes, sólo en apariencia frío.

Digamos que es muy cierto (¡y cuánto abrevio!) que hay mucho más en un final que en el inicio. Lo sublime senil es una fuente o resultado del genio, aunque como escribió el poeta griego Teognis de Megara, más que la muerte del viejo debiera lamentarse la muerte de la juventud, cuando deja vivo a quien no es joven ya.