Miranda July. Foto: Todd Cole

Miranda July. Foto: Todd Cole

Letras

'A cuatro patas': sexo contra el miedo al tiempo

La escritora Miranda July nos presenta a un fascinante personaje, la protagonista de su exitosa novela, a quien lo que más le preocupa es perder su atractivo y su libido.

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Alexandra Jacobs
Publicada

La Isadora Wing de Erica Jong tenía miedo a volar, pero se armó de valor para asistir al primer congreso psicoanalítico en Viena desde el Holocausto. Cincuenta años después, la heroína anónima de la nueva novela de Miranda July (Vermont, 1974), A cuatro patas –llamémosla Amanda Huggenkiss– apenas puede emprender un viaje por carretera a través del país.

A cuatro patas

Miranda July

Traducción de Luis Murillo Font
Random House, 2025
378 páginas. 22,90 €

Huggenkiss –ah, no importa–, la anónima narradora, está a cinco años de los 50 : es una artista "semifamosa" con un escritorio un poco inestable y una carrera a la altura. "Trabajé en tantos medios que pude debutar muchas veces", explica. "Simplemente, no paraba de emerger, como un capullo que se abre una y otra vez".

Está casada con un productor musical, Harris, que no divide a la gente en erizos y zorros, sino en conductores y aparcacoches. Los primeros, como él, son funcionales y están contentos. Los segundos, como su mujer, se aburren en la vida ordinaria, pero, ávidos de aplausos, prosperan en los momentos difíciles y en las emergencias.

Uno de ellos fue el nacimiento de su bebé, Sam (una criatura no binaria), tras el tipo de hemorragia fetomaterna que suele provocar la muerte fetal. La señora Harris está extasiada con su hijo, que ahora está en segundo grado –se baña una vez a la semana con él a la luz de las velas y llora de amor–, pero siente que sus esfuerzos como madre, que incluyen masajear col rizada para el almuerzo bento de cinco porciones, pasan desapercibidos o son criticados. Y su vida sexual, que depende de la fantasía, es decir, es "mental", se ha resentido. A veces, cuando ella retrasa el inicio, puede oír el pene de su esposo —que es más "corporal"— "silbando impaciente como una tetera".

Después de que una compañía de whisky le pagara 20.000 dólares por la licencia de una de sus atrevidas frases, Amanda decide darse el lujo de alquilar una habitación en el Carlyle, el elegante hotel del Upper East Side neoyorquino, para su cumpleaños. Pero, partiendo de Los Ángeles, solo llega hasta un motel del cercano suburbio de Monrovia. Y ahí es cuando las cosas se ponen muy raras, a la manera de Miranda July, que algunos críticos consideran el non plus ultra de lo cursi (¿Harris cursi?) y que a yo disfruto muchísimo, con algunas salvedades.

La angustia por el cambio de vida –lo que Erica Jong llamaría "miedo a los cincuenta"– parece una maldición familiar. A los cincuenta y cinco años, la abuela paterna de la narradora se arrojó fatalmente por la ventana, metiéndose primero, por consideración, en una bolsa de basura; la tía Ruthie la siguió; y su propia madre tiene problemas cognitivos y de audición (mientras que su padre vive en un estado de letargo, sumido en la depresión y el pánico). Pero lo que más le preocupa a la protagonista de la novela es perder su atractivo y su libido: decaer, lo que ella ve claramente en un gráfico de cambios hormonales a lo largo de la vida, esto es, el "precipicio del estrógeno".

Amanda no solo despilfarra sus ganancias en remodelar la habitación 321 con un estilo lujoso y peculiar, alfombrada con lana de Nueva Zelanda y perfumada con habas tonka, sino que además comienza un tórrido y absorbente romance con el marido de la decoradora, un aficionado al hip hop llamado Davey que trabaja en Hertz y se parece a Gilbert Blythe, de la serie Ana de las Tejas Verdes. (Blythe y una alfombra Grand Parterre Sarouk son el tipo de alusiones que July deja caer para su culto público sin explicación alguna).

Unas palabras sobre el sexo en esta novela [finalista del National Book Award, de Women’s Prize for Fiction, libro del año para el New York Times y The New Yorker].Se titula A cuatro patas por lo que el mejor amigo de la narradora, un escultor, llama "la posición más estable. Como una mesa" –bueno, no una que se tambalee–. La novela es desgarradoramente gráfica y a veces roza lo asqueroso (orina, tampones y un sospechoso pólipo –"esperemos que benigno"– entran en juego), y se complementa con abundante masturbación.

Obligada a leer estos pasajes, que no tienen nada de tiernos ni de cursis, me planteé durante un instante presentar una queja a recursos humanos. Entonces recordé las prolongadas y caóticas escenas de sexo que Philip Roth, Harold Brodkey y otros lanzaron a bombo y platillo, y decidí que estaba siendo discriminatoria y mojigata.

El deseo de la protagonista de la novela es insaciable, insondable, vaga a través de géneros y generaciones

Erica Jong popularizó la idea del coito "sin ataduras" (de forma más ágil); el término de July es "sin fondo". El deseo de su protagonista perimenopáusica es insaciable, insondable, vaga a través de géneros y generaciones: es una especie de supernova de la lujuria que precede a lo que ella prevé que será el agujero negro de la senectud.

Incluso más que este apetito adúltero, su edadismo casual, en un entorno donde los pronombres preferidos son sagrados, puede escandalizar. "Nadie, excepto el médico, sabía –o podía siquiera concebir– lo que pasaba entre sus piernas", piensa de una mujer de unos setenta años a la que vislumbra en la consulta del ginecólogo, imaginando "unos labios grises, largos y sueltos". (¡Llamando al célebre ginecólogo Arnold Kegel!) Y, cuando compra una colcha de los años veinte a un "espíritu libre" en un centro comercial de antigüedades, reconoce: "A veces, mi odio hacia las mujeres mayores casi me derribaba, llegaba tan abruptamente".

El odio se basa en el miedo, por supuesto, y llegas a comprender que el verdadero viaje de la protagonista no será por la Ruta 66, sino por el camino de la autoaceptación. Sin embargo, para poder viajar cómodamente de copiloto, hay que aceptar su preocupación por el reflejo en el espejo retrovisor, su indiferencia hacia cualquier asunto que no sea el suyo propio.

Cuando esta mujer anónima pinta con spray "LLÁMAME" en una silla para el ahora disntanciado Davey, es como la serenata del radiocasete de John Cusack en Say Anything (Un gran amor), 1989. Cuando publica un baile salvaje en Instagram después de reafirmar su propio cuerpo en el gimnasio, buscando frenéticamente su me gusta, es como si el magnetófono estridente estuviera a la altura de un estadio.

¿Han vuelto ya de Europa los profesionales de la salud mental? Uno aparece al final del brazo de Harris, cuando el matrimonio se reconfigura, pero, por lo demás, están extrañamente ausentes de A cuatro patas, cuya protagonista, al borde de la madurez cronológica, tiene la intensa concentración de una artista, sí, pero también la de una adolescente anhelante.

© The New York Times Book Review