John Banville. Foto: Archivo

John Banville. Foto: Archivo

Letras

'Las singularidades' de John Banville: el juego infinito de un genio

La obra trae de regreso a personajes que ya conocemos de libros anteriores para sumirlos en una trama juguetona sobre un ex presidiario

5 marzo, 2023 01:39

¡Qué majestuosamente bien sigue escribiendo John Banville (Wexford, 1945)! Por diferentes razones, desde Antigua luz se me escapó la lectura de sus tres últimas novelas, de modo que regresar a su universo y fraseo ha sido un regalo al que precedió una incógnita: ¿dónde andará metido a estas alturas el talento del autor irlandés? Pues bien, sigue donde siempre, aunque tal vez su característica sonrisa, entre fatalista y tierna, esboce un arco más elocuente que nunca.

Las singularidades

John Banville

Traducción de Antonia Martín. Alfaguara, 2023. 320 páginas, 20,90 €

Las singularidades, muy bien traducida (y qué difícil debe ser) por Antonia Martín, trae de regreso a personajes que ya conocemos de libros anteriores para sumirlos en una trama juguetona que tiene al Tiempo como protagonista implícito. Para insinuarla sin desvelarla, solo diré que un ex presidiario regresa con nombre falso al lugar donde dinamitó su vida y se incrusta en el seno de una familia a la que en esas fechas también visita el biógrafo del patriarca muerto, un legendario científico cuyas teorías se mueven entre la controversia y la más abstrusa complejidad. A partir de aquí, comienza un baile de deseos, ambivalencias e ingenio.

Ahora que lo pienso: ¿qué significa eso de “escribir bien”? Lo pregunto porque a menudo esta supuesta alabanza es el consuelo de escritores pulcrísimamente aburridos. Ocurre lo contrario en el caso de Banville, cuya prosa alcanza todas las maravillas que exigimos al “Gran Estilo”, pero las enhebra mediante una saludable autoconciencia irónica. Su encanto reside en la acumulación de sustratos. Por ejemplo, percibimos un contraste curiosísimo entre el detalle con que narra las acciones que ejecutan sus personajes y la sensación de que al autor le parece imposible albergar la más mínima certeza sobre la realidad de la que formamos parte los seres humanos.

[Las esperanzas disipadas de Alfonso XIII, 'el rey patriota' imprudente y atolondrado]

Si lo segundo es así, ¿por qué detenerse en movimientos casi imperceptibles de los cuerpos, en gestos microscópicos? ¿Qué se supone que deberían revelarnos cuando nada conduce a un conocimiento firme? Probablemente la respuesta sea que esa incerteza de fondo resulta bella e intrigante, virtudes que resaltan con mayor fuerza cuando observamos el empeño de los individuos en dotarnos de sentido y finalidad pese al absurdo.

Pero hay más. Banville se molesta en fabricar pasajes de finura (casi) arcaica que luego desembocan en fogonazos de modernidad (casi) juvenil, o remacha un análisis profundo con alguna frase más vulgar que coloquial, o exhibe el rigor de sus referencias científicas solo para diluirlas acto seguido en una sopa de confusión estéril… En definitiva y para entendernos: si Banville nos encanta es porque siempre juega, porque se divierte genuinamente escribiendo como (un) Emperador sin ceder a la solemnidad.

La ironía de John Banville no es cínica ni la ambición en el estilo, un mero despliegue de literato

Como en otras ocasiones (recuerden Los infinitos), en Las singularidades conviven en paz voces divinas, presencias míticas, imperativos racionales y chascarrillos de la inteligencia. Todas estas instancias valen como metáforas inexactas de una existencia humana sumida en la materia cósmica, y también tienen el mismo valor en tanto que verdades definitivas: ninguno. “Cuán impropio es todo de sí mismo”, leemos en un momento dado, una frase que resume el tono del libro junto a esta otra: “No es posible que todo sea en vano”.

Sin embargo, sí es posible. De hecho, incluso el dios que ejerce de narrador confiesa que pertenece a un rango menor, muestra lagunas de memoria y tiende a la broma; rasgos que demuestran su importancia ínfima. Y sin embargo…

Sin embargo, John Banville ama a sus personajes. Puede que bromee a su costa o desnude lo diminuto de sus afanes, pero la piedad sostiene cada página. Por eso, cuando por fin ruedan las lágrimas, el autor puede permitirse una metáfora al límite de lo sentimental que encaja con elegancia: “Bolitas de vidrio soluble”; o sale airoso al comparar un botón de la chaqueta del ser amado con una hostia eucarística. Por eso su ironía no es cínica ni la ambición en el estilo un mero despliegue de literato. Y en el centro, por supuesto, está la muerte.