Esther Kinsky. Foto: Heike Steiweg

Esther Kinsky. Foto: Heike Steiweg

Letras

Esther Kinsky y el particular teatro del mundo

'Arboleda' es un libro para disfrutar en calma, asistiendo a un relato de viajes que se despliega lento, a un ritmo antiguo y humano

18 mayo, 2021 11:14

Arboleda

Esther Kinsky

Traducción de Richard Gross. Periférica. Cáceres, 2021. 336 páginas. 19,90 €

La alemana Esther Kinsky (Renania, 1956) ha cosechado toda suerte de premios y reconocimientos con tan solo dos novelas, esta Arboleda y un aclamado título anterior, Am Fluss, que pronto aparecerá también en Periférica (tal vez como En el río o Junto al río). Kinsky es también poeta y traductora del polaco, ruso e inglés, circunstancias que determinan por completo su modo preciso y precioso de narrar, y el aire viajero/cosmopolita que desprenden sus protagonistas.

Se la ha comparado mucho con Sebald y hasta con Thoreau, pero quizá venga mucho más a la cabeza ese otro caminante-escritor, el austriaco Peter Handke. Y no sólo el de Lento regreso, Ensayo sobre el cansancio, o sus demoradas y emblemáticas obras capitales, sino también aquel capaz de darnos el tejido exacto de una capital europea (en breves textos como Cuando desear todavía era útil), o de desglosar minuciosamente un estado de ánimo (Desgracia impeorable, o La tarde de un escritor). Kinsky conecta con una vieja tradición de la literatura germana: la de la fascinación por Italia y la del Wanderer, el caminante, que se entrega a un particular viaje de invierno.

Precisamente en invierno inicia la protagonista su itinerario de tres etapas (tres partes del libro) que designan lugares: Olevano romano, Chiavenna y Comacchio. Desde la Selva de Bohemia y los Alpes entra en automóvil por Italia, por la Ferrara de los Finzi-Contini, y todo comienza. La cita inicial de Wittgenstein apela a cómo el mundo es siempre mundo significativo, mundo que nos dice cosas si sabemos mirar y registrar con precisión y paciencia. Y esa es la especialidad de Kinsky. No es extraño que alguna crítica literaria de su país la compare con una pintora paisajista que hubiese instalado su caballete en distintos territorios y estaciones del año…

La protagonista, que tan solo un par de meses antes vio fallecer a su pareja, emprende (con su “corazón de plomo”) la travesía que no pudieron hacer juntos, pese a haberla proyectado al detalle. El libro está escrito desde la ausencia (algo también muy handkeano) y desde el duelo. Todo pivota en el contraste entre los vivos y los muertos, entre el presente y la memoria. Y Kinsky recorre un mundo y una geografía tan hermosa como la italiana, pero a la vez (mientras canta y describe el esplendor de la belleza y el discurrir de las existencias cotidianas) resalta la vida sobre el fondo inevitable de su acabamiento. Cada pueblo tiene también su cementerio, algunos increíblemente hermosos e iluminados en la noche.

Este es un libro para disfrutar en calma, asistiendo a un relato de viajes que se despliega lento, a un ritmo antiguo y humano

Olevano, región montañosa del Lacio, nos seduce con el entramado vital de sus habitantes, colinas, caminos, árboles, pájaros, agricultores, sonidos, festejos, pantanos, bosques, costumbres, pueblos aledaños… Las imágenes que nos llegan como lectores, desde la potencia de su mirada hiperperceptiva, impresionan nuestra conciencia y perduran dejando su eco, pues describe con belleza y eficacia incluso la gorra con cordel dorado que el policía de una comisaría deja sobre los expedientes.

Kinsky se propone entregarnos la pura vida, el trasiego de los vendedores ambulantes de naranjas, de las plazas, de los inmigrantes africanos, las conversaciones, los negocios, los valles y vistas panorámicas, los olivares, los pastores, los cambios atmosféricos, las nuevas urbanizaciones… Especialmente fértiles son sus asociaciones de ideas, sus recuerdos y sueños (casi visiones) y las suposiciones que hace a partir de la gente, como esos ancianos que salen a conversar al sol y en los que ella ve hombres y mujeres que, de jóvenes, quizá disfrutaban y presumían en Roma, sintiéndose, con sus gafas de sol y sus ciclomotores, Mastroianni o Monica Vitti.

De niña, la narradora recorrió Italia con su padre, y ese es el asunto de la segunda parte (Chiavenna): la larga evocación de su progenitor en esos espacios. La tercera (Comacchio) retoma el diario de viaje, cierra el círculo inicial y plantea si es finalmente posible consolar a un/a doliente o salvarse por la belleza. Este es un libro para disfrutarlo en calma, dejándose llevar por cada secuencia, asistiendo a un relato que se despliega lento, a un ritmo antiguo y necesariamente humano, pues enumera y admira el misterio de cuanto ocurre en este mundo, ese “teatro lejano… particular”.

@CalabuigErnesto