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Letras

La poesía de clase de Isabel Pérez Montalbán

En los poemas de 'Vikinga' ataca con un lenguaje áspero, poderoso y veloz, cargado de crudeza e ironía, todas las caras del 'statu quo' socioeconómico

19 octubre, 2020 09:52

VikingaIsabel Pérez Montalbán

Visor. Madrid, 2020. 92 páginas. 12 €

Isabel Pérez Montalbán (Córdoba, 1964) consiguió con Vikinga el Premio Ciudad de Melilla (sí, el mismo que ganó Loreto Sesma) y el año pasado, también en Visor, reunió una muestra de sus versos en El frío proletario. Antología 1992-2018. Se la considera “iniciadora de la poesía de la conciencia”, una corriente que, según Prieto de Paula, agruparía obras que "se basan en la insubordinación al statu quo socioeconómico (neoliberalismo, enajenación consumista) y a la clasicidad anestésica de la literatura".

Las citas iniciales abren el camino a un discurso inequívocamente político (qué no lo es). Nacida en el barrio cordobés de Los Vikingos (“miseria del ensanche”), su “conciencia” es de izquierdas. Pretende ser entendida y a la ácida y desgarrada claridad se unen unas notas que, para aunar poesía y mundo, generarían “un relato plural” en torno al “intertexto”. El concepto arquitectónico del “alma de la viga” le sirve para apuntalar “la resistencia humana ante la adversidad”. Y desde el primer poema, la violencia, el abuso. En la infancia, en “la casa, nunca hogar”.

Pérez Montalbán utiliza un lenguaje áspero, poderoso y veloz que le sirve para expresar con toda su crudeza (más que mero expresionismo) lo que cuenta: “O resisto o me mato”. Este es el tono. El de “Yo, punto. Y yo y yo, pero también los otros”. En el vocabulario, palabras clave como desahucio, pobreza, subsidio, basura, huelga, paro, hipoteca… Poemas como “Calle Torremolinos” o “Las liendres” responden al verso de “Divina poesía”: “Yo no quiero metáforas, metonimias ni símiles, ni poetas de patio de butacas”. El poema, diría Sanz, como “piso de protección oficial”. Contra quienes “escrituran patrañas” sin “sustancia”.

Ni aprendimos ni aprendemos, dice. En Crimea, Siria, Colombia o Ruanda. Denuncia el asunto de las cunetas españolas, la crisis griega o la catástrofe de Chernóbil. Cita a Anguita: “Hemos perdido la guerra, sin duda”. Y repite la frase de El Padrino: “No es nada personal, solamente negocios”. Por momentos, el libro podría pasar por un manifiesto del que un votante de Podemos sería su lector ideal. Le salva su lenguaje. Y la ironía, que se abre paso en “Éramos tan felices” (“Felices no, cabrones sin escrúpulos”) o en “Apolítico” (con epígrafe de Zizek).

“El amor, ese gran tema” toma la tercera parte del libro. Acaso la más cálida. En “Pobre amado mío”, “Ritornello” o “Pérdida”. “Y el amor —que no existe— no es bastante”.