Image: Cartas desde la prisión

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Letras

Cartas desde la prisión

Nelson Mandela

20 julio, 2018 02:00

Mandela, en su antigua celda. Foto: Amnistía Internacional

Traducción de Júlia Ibarz. Malpaso. Barcelona, 2018. 640 páginas, 28,50 €. Ebook: 12,34 €

Lee aquí alguna de las misivas de Cartas desde la prisión, el epistolario que retrata la profunda humanidad de Nelson Mandela

El último tercio del siglo XX es fecundo en personajes históricos, entendidos estos como esos líderes capaces de trascender barreras coyunturales y encarnar grandes corrientes de fondo de los cambios políticos -para bien o para mal-, de los que son representantes pero también propulsores. Pensemos en Gorbachov en la Perestroika o en el Che Guevara durante la generalización de las guerrillas por América Latina y África. O en Reagan y Thatcher, que en la década de 1980 representaron el neoliberalismo y el rearme moral que actualmente reclaman políticos más jóvenes del mismo espectro ideológico. Caídos muchos mitos con el Muro en 1989, unos cuantos líderes representaron aquellos años optimistas que van desde el fin de la Guerra Fría hasta el 11S y el inicio de la Guerra contra el Terrorismo.

En ese paréntesis venturoso destacó con luz propia el sudafricano Nelson Mandela (Mvezo, 1918), aún hoy presente en el imaginario colectivo como una figura globalmente respetada, casi sin tacha. El apodo Madiba, como era conocido en su país, hacía referencia al nombre de su clan, y por dicho apelativo fue vitoreado en todos los foros internacionales a los que acudió desde que salió de la cárcel en 1990 hasta, casi, el año de su muerte, en 2013. Pasó 27 años en prisión y no mostró rencor alguno durante su cautiverio ni tras ser liberado, algo que facilitó la reconciliación nacional tras el régimen del apartheid. Logro que le coronó como una suerte de conciencia moral de la posguerra fría y que le valdría el Nobel de la Paz en 1993.

Un año después fue elegido presidente de Sudáfrica por el Congreso Nacional Africano (CNA), cargo que ejerció solo hasta 1999 por su renuncia a la reelección. Otro gesto que puede sonar extraño en nuestra época de líderes fuertes que buscan perpetuarse en el poder, especialmente en países institucionalmente débiles. También fue secretario general del Movimiento de Países No Alineados entre 1998 y 2002. Gracias a películas como Invictus, de Clint Eastwood, las generaciones más jóvenes han heredado la sensación de que se trataba de un hombre especial, dotado de una bondad casi parroquial ante la que, incluso, era preciso ponerse en guardia.

La actitud pública de Mandela fue tan extrañamente generosa ante la reconciliación entre la minoría blanca, poderosa y privilegiada, y la mayoría negra, discriminada y despreciada, que de alguna forma hizo pensar que nada de lo ocurrido fue tan terrible. Sin embargo, ahí están las novelas de su compatriota J.M. Coetzee para atestiguar la dureza del apartheid. De Mandela, mártir de dicho régimen, se recuerdan en cambio sus amplias sonrisas de abuelo afable en estadios entregados. Paradojas de la magnanimidad.

Escritas a mano, las cartas de Mandela muestran emociones crudas, desgarradoras y desprendidas

Ante un relato tan aparentemente hagiográfico, cabe preguntarse si tan bueno y virtuoso era Mandela. Y frente a esa suspicacia, nada mejor que bajar a los documentos. Por eso es tan interesante el rescate de la correspondencia de Mandela que ha llevado a cabo el periodista sudafricano Sham Venter, y que Malpaso publica en un tomo que incluye 255 cartas. Fueron escritas a mano, y al haber sido transcritas con apenas correcciones gramaticales, muestran emociones crudas, desgarradoras y desprendidas. A veces, incluso, suenan a homilías en sus referencias al perdón y el amor, y si no hubiera cumplido al salir de prisión todo lo que en ellas predicó, tendríamos la certeza de estar ante un farsante.

La correspondencia arranca con su encarcelamiento inicial en Robben Island, y continúa con las cartas que escribió en la prisión de máxima seguridad de Pollsmoor, y finalmente, en 1988, en la Prisión Víctor Verster, donde sostuvo las conversaciones con funcionarios gubernamentales que finalmente llevaron a su liberación. Su cautiverio se extendió desde 1962 hasta 1990. Había sido encarcelado siendo estudiante de Derecho condenado tras el Proceso Rivonia de 1963 acusado de sabotaje y conspiración para derrocar al Gobierno.

Las pruebas en su contra eran contundentes, y es que Mandela ya había explicitado una década antes que el CNA "no tenía más remedio que adoptar la lucha armada". En 1961 había cofundado el Umkhonto we Sizwe (La Lanza de la Nación), brazo armado del CNA inspirado en el Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro. Comenzó a organizar entrenamientos y formación de cuadros basados en técnicas importadas de los manuales del Che, y viajó por el país haciéndose pasar por chófer y bajo el mote del "pimpinela negro", en referencia a un personaje de la novela La pimpinela escarlata, de Orczy.

Muchos de estos hechos los cuenta el propio Mandela en sus memorias, El largo camino hacia la libertad, un proyecto del que debieron convencerle y cuya lectura siempre ha dejado la misma sospecha de incorruptibilidad sobrenatural, por más que sí hiciera algunos actos de contrición respecto a la violencia política o a su comportamiento familiar en determinados momentos. Pero la lectura minuciosa de su correspondencia termina por confirmar lo esencial de la vida y la imagen del líder global en el que se convirtió Mandela al correr de los años.

Se podría sospechar que, dado que el recluso sabía que sus cartas eran leídas y censuradas, Madiba no estuviera más que alimentando su futuro personaje. Pero esto es mucho suponer, pues implica que el preso tuviera, además de una ambición desmedida, la certeza durante los peores años de la Guerra Fría del desenlace de la misma, algo que ni los más refinados analistas de inteligencia supieron prever ni con pocos meses de antelación.

Por tanto, estas cartas con su familia, compañeros, ministros y otras figuras públicas sudafricanas y mundiales, aun en sus diferencias de tono, peticiones concretas de libros o muestras de cariño, muestran una verdad que no deja de sorprender: que el Mandela idealizado, del que nuestra propia naturaleza posmoderna e irónica desconfía casi por instinto generacional, se parece bastante al exrecluso anciano y risueño al que tres décadas de un régimen racista no pudieron doblegar ni el ánimo ni la salud. Murió con 95 años tras una vigilia mundial que terminó con un funeral multitudinario en el que los líderes globales, en representación genuina de un agradecimiento generalizado, le despidieron no como a uno más, sino como a alguien mejor. Estas cartas, en su desgarradora desnudez, nos ayudan a comprender que se hizo así con toda justicia.