Image: Los vencidos. Por qué la Primera Guerra Mundial no concluyó del todo (1917-1923)

Image: Los vencidos. Por qué la Primera Guerra Mundial no concluyó del todo (1917-1923)

Letras

Los vencidos. Por qué la Primera Guerra Mundial no concluyó del todo (1917-1923)

23 marzo, 2018 01:00

Soldados británicos heridos en la batalla del Somme

Robert Gerwarth Traducción de Alejandro Pradera. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018. 480 páginas, 23,90 €

"Esta guerra no es el final de la violencia, sino el principio”, escribía el héroe de guerra alemán Ernst Jünger en 1928. Muchos de sus contemporáneos, entre ellos él mismo, no se acobardaron ante esa perspectiva. Una minoría significativa de europeos aceptaba la violencia como algo ennoblecedor y como una manera de degradar a sus enemigos al tiempo que se creaban nuevos tipos de sociedades. Robert Gerwarth (Berlín, 1976), catedrático de Historia Moderna del University College de Dublín, examina los aproximadamente cinco años de turbulencias que transcurrieron desde 1918, cuando acabó la Primera Guerra Mundial, hasta 1923, cuando, en apariencia, llegó la paz a Oriente Próximo. Su importante relato nos obliga a reflexionar una vez más sobre un periodo que los historiadores han descuidado con frecuencia. La visión convencional de la década de 1920 es que no representó más que una breve pausa que precedió a la de 1930 y al inevitable deslizamiento hacia una nueva conflagración mundial. Según el autor, los acuerdos de paz firmados en París en 1919 fueron tan vengativos y defectuosos que empujaron a los alemanes a los brazos de los nazis y dejaron profundamente insatisfechos incluso a países vencedores como Japón e Italia. Últimamente, los historiadores han propuesto una versión más matizada que señala que la producción económica alcanzó los niveles anteriores a la guerra y que hubo un regreso a una cierta normalidad. Ese esperanzador momento llegó a su abrupto fin con la Gran Depresión, que destruyó la fe de millones de personas en el capitalismo y la democracia, e hizo que las alternativas del comunismo y el fascismo pareciesen atractivas. Además, como expone con claridad el absorbente y bien documentado libro de Gerwarth, todavía quedaba abundante material inflamable disperso. La presión de la guerra desembocó en la desintegración de imperios centenarios -el ruso, el austrohúngaro y el otomano-, lo cual desencadenó disputas por los territorios y su control. Incluso las sociedades estables sucumbieron. El historiador contabiliza 27 conflictos violentos en Europa, desde guerras civiles hasta golpes de Estado, entre 1917 y 1920. El colapso de la sociedad y los consiguientes conflictos fueron más graves en Centroeuropa y Oriente Próximo, pero incluso la relativamente estable Gran Bretaña vivió la cruda guerra de independencia de Irlanda. En aquellos años se superpusieron tres clases de conflictos. Países como Polonia, Checoslovaquia, Grecia y Turquía luchaban por la tierra y los recursos; los pueblos se enfrentaban entre sí en guerras civiles como las de Finlandia o Rusia, y los grupos nacionales o las clases sociales se disputaban el predominio. La distinción entre combatientes y civiles establecida en los siglos XVIII y XIX fue borrándose gradualmente. La guerra, convertida en guerra total, se consideraba una lucha existencial de un pueblo contra otro. Los ataques a civiles pasaron a ser tolerables. En Rusia, Lenin instó a sus bolcheviques a ahorcar a los campesinos ricos para que sirviese de ejemplo a los demás. Los paramilitares alemanes -el Freikorps- arrasaban los Estados Bálticos con el pretexto de combatir el bolchevismo. La milicia actuaba movida por un apasionado nacionalismo alemán y por la emoción de la batalla. Buscaban enemigos por doquier y mataban y violaban con desenfreno. Los nacionalistas querían unos Estados nacionales con el territorio más extenso posible. Sin embargo, la mezcla de etnias imposibilitaba, por ejemplo, trazar una frontera que reuniese a todos los polacos en un solo Estado o a todos los alemanes en otro. Incluso los Estados pequeños que sucedieron a los imperios eran, como señala Gerwarth, imperios en miniatura en los que una mayoría étnica gobernaba a numerosas minorías. Términos abstractos como “revolución” o “nación” se convirtieron en justificaciones para maltratar a categorías enteras de seres humanos. Tiradlos al cubo de basura de la historia, decían los bolcheviques. En la derecha, las ideas anteriores a la guerra, como el darwinismo social y las teorías racistas nacidas de él, seguían siendo influyentes. (El joven Adolf Hitler se impregnó de ellas con entusiasmo). Desde el Báltico hasta el mar Negro, un círculo atroz de represalias y contrarrepresalias dejó millones de muertos, es probable que solo en la guerra civil rusa muriesen unos tres millones de personas. En Rusia, los pogromos antisemitas se conocían desde hacía tiempo, pero entonces se extendieron a la antigua Austria-Hungría. Cien mil judíos fueron asesinados en la segunda mitad de 1918 en Rusia occidental y en Ucrania. Lo que hoy denominamos limpieza étnica se convirtió en una práctica aceptable. El Gobierno turco ya había hecho la vista gorda con el genocidio armenio durante la guerra. A comienzos de la década de 1920 el primer ministro griego Eleftherios Venizelos, obnubilado por su sueño de restaurar el imperio griego de la época clásica, envió sus tropas a desembarcar en Asia Menor para apoderarse de una buena parte de Anatolia. Las atrocidades empezaron casi de inmediato. Los turcos pagaron con la misma moneda. Bajo el gobierno de Mustafá Kemal (Atatürk) volvieron a empujar a los griegos al mar. En el Tratado de Lausana, la nueva república turca y los aliados acordaron un intercambio de población. Alrededor de 1,2 millones de griegos abandonaron Turquía, mientras que 400.000 turcos hicieron el camino contrario. Los historiadores suelen atribuir la responsabilidad de estos horrores al efecto embrutecedor de la Primera Guerra Mundial, pero Gerwarth sostiene convincentemente que la cosas no son tan sencillas. Finlandia, que había sido neutral, vivió una de las guerras civiles más sangrientas. La desalentadora conclusión que se puede sacar de Los vencidos es con qué facilidad pueden quebrarse lo que consideramos las restricciones de la civilización. Aun cuando se restableció una especie de paz, el fuego del nacionalismo no se extinguió, y en el lenguaje de los líderes políticos siguieron resonando las menciones al enemigo y las metáforas de la guerra. Mussolini llamaba al bolchevismo “gangrena” o “cáncer” que había que extirpar. El miedo a los desórdenes y a los bolcheviques perduraron y alimentaron el ascenso del fascismo. Los Gobiernos constitucionales y democráticos, en particular en Alemania y en los Estados surgidos recientemente en el centro de Europa, nunca llegaron a librarse del todo de la acusación de que eran débiles. Quedó de manifiesto que la derrota poseía lo que el autor denomina un peligroso “poder de movilización”. Los líderes nacionalistas de derechas prometían enmendar la humillación y recuperar los territorios y la población “perdidos”. Hitler juró romper las “cadenas” del Tratado de Versalles. Sin embargo, culpar a los acuerdos de paz es demasiado fácil. Lo que sucedió en Europa tuvo causas más profundas. Sin la guerra, las estructuras existentes no se habrían desmoronado como lo hicieron. Tal vez los imperios hubiesen sobrevivido. (Visto retrospectivamente, quizá no habría sido tan malo, sobre todo si hubiesen seguido reformándose como antes de 1914). Desde la desintegración de la Unión Soviética, hemos vuelto a aprender que desmantelar un imperio no es sencillo. Hay más interrogantes tentadores. ¿Qué habría pasado si Estados Unidos hubiese entrado a formar parte de la Sociedad de Naciones y hubiese utilizado su influencia política y económica para reconstruir Europa como hizo tras la Segunda Guerra Mundial? Los vencidos es una excelente guía para ayudarnos a volver a reflexionar sobre estas cuestiones. © New York Times Book Review